Por Ángel Castaño Guzmán* Bogotá Foto Cortesía 'El Malpensante'.
Revista Arcadia
Los tres volúmenes de Crítica literaria, publicados por el Instituto Caro y Cuervo, reúnen tres décadas del itinerario intelectual de una de las voces capitales del pensamiento colombiano del siglo XX. Inspirado en Montaigne, Hernando Téllez encaró con libertad los temas de su tiempo y dejó un registro de las vigilias, los cruces de opiniones y los afanes de los literatos latinoamericanos de la centuria pasada. Además de la actualidad y la coyuntura, el autor de Espuma y nada más se ocupó con largueza de las taras del nacionalismo estético, la sobreabundancia de versificadores en detrimento de la poesía y los menesteres de la crítica literaria.
Estimulado por la tonificante prosa de Téllez y la audacia de sus cavilaciones, le formulé a un grupo de amigos una pregunta sencilla y un pelín payasa: ¿cuál es su crítico literario de cabecera? Una asombrosa mayoría dejó caer la espada en el cuello de la víctima: aquí no pelechan los críticos ni literarios ni de nada. La contundencia y la unanimidad de la respuesta me llevaron a curiosear qué hay detrás de semejante consenso.
Llevamos casi un siglo quejándonos de un vacío y una ausencia. Ya en 1939 don Baldomero Sanín Cano ratificaba la validez de un mantra que al sol de hoy hace parte del arsenal retórico de los miembros de la república letrada –lectores, escritores, editores–: en Colombia no hay crítica literaria. O, para ser exacto, no tenemos críticos literarios de fibra y fuste. A diferencia de los actuales oráculos de la catástrofe, el ensayista antioqueño –nacido en Rionegro un par de años antes de la asamblea constitucional– esgrimió entonces una razón de peso: no la había porque, a la hora de los balances, la literatura nacional estaba en números rojos. ¿Conserva vigencia la regla? ¿Sigue siendo esto cierto? ¿Aún carece el crítico colombiano –al decir de Hernando Téllez– del punto de apoyo de una tradición literaria firme?
Por fortuna, las dudas tienen la costumbre de agrandarse mientras se les da vueltas una y otra vez. A la par de las anteriores, una inquietud bicéfala brincó del magín: qué papel desempeña el crítico literario y cuál es su importancia para la cultura en general. Vale recordar, a guisa de abrebocas, dos símiles. Uno es de Néstor Madrid Malo y el otro, de Felipe Restrepo. El primero lo equiparó con un termómetro: mide la temperatura creativa de un pueblo. El segundo, con un faro: alumbra rutas recorridas, desvelando los fallos y los aciertos. El crítico es ante todo –siguiendo lo dicho por David Jiménez en Historia de la crítica literaria en Colombia (1850-1950) respecto a Sanín Cano– un lector que escribe de sus lecturas. Apela a la prosa argumentativa para compartir emociones y hablar de las ideas. En consecuencia, los juicios sobre las obras no se restringen a los calificativos de valor y procuran más bien encontrar el alma del artista vertida en el trabajo creativo y señalar los desvelos de su época, las contradicciones sociales del momento y el concepto general de vida que palpita en los versos o en los renglones de ficción.
Este método de acercamiento a los textos –practicado entre nosotros por una estirpe cuyas cimas, según Pablo Montoya, son Sanín Cano y Rafael Gutiérrez Girardot e incluye los nombres de Hernando Téllez, Germán Arciniegas, Jorge Gaitán Durán, Ernesto Volkening y Hernando Valencia Goelkel– lo llamó el académico francés Gustave Lanson “sentir históricamente”. Para lograrlo, el oficiante de la crítica debe, en palabras del docente de la Universidad Nacional Iván Padilla Chasing, “aspirar a un máximo de objetividad para dar cuenta de aspectos complejos como aquellos que explican la concepción y aparición de las obras literarias”. Confrontada a la lectura impresionista, la reflexiva tiene las miras puestas en las nubes: pretende no ser un ente parasitario sino, en virtud del rigor y el garbo, participar en la naturaleza del arte. En plata blanca: la crítica es literatura –de la misma talla de la novela, el poema y el teatro– o no es nada. ¿Exagero? Los volúmenes de Alfonso Reyes, Erwin Panofsky, Octavio Paz, Carlos Monsiváis avalan el aserto.
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El equipaje mental del crítico no se limita al conocimiento de las tradiciones literarias. A él se le puede adjudicar la imagen empleada por Ryszard Kapuscinski para llamar al periodista ideal: un cazador furtivo de las humanidades. Resulta ilustrativo echarles un vistazo a algunos momentos estelares del pasado para comprender mejor el talante del crítico y sus posturas vitales. La academia señala el ensayo Núñez, poeta (1888), escrito por Sanín Cano bajo el seudónimo de Brake, como el primer eslabón de la crítica literaria moderna en el país. Además de un pormenorizado examen de las dudosas cualidades líricas del presidente cartagenero y sus cuestionables dotes de traductor, el artículo postula la necesidad de asumir la autonomía del arte, dejando atrás el rol político e instructivo concedido a él por las élites de la Regeneración.
Esta actitud intelectual provocó la ruptura con una manera de leer y ponderar la literatura encarnada en Miguel Antonio Caro. El cerebro de la carta magna de 1886 tasaba el valor de las obras literarias tomando en cuenta elementos ajenos a ellas: su aceptación del sistema hispánico de valores y de las preceptivas clásicas. Sanín Cano, por el contrario, inaugura en Colombia un hábito diferente, el de “anteponer el sentido de lo bello a cualquier otra clase de consideraciones”. En otro marco histórico –el de la Segunda Guerra Mundial–, Téllez procedió de una forma similar al enfrentarse a las imposiciones estéticas del marxismo y del nazismo al arte literario. Con vehemencia escribió a inicios del decenio de los cuarenta: “La política del arte es la política de la libertad”. Salta a la vista: ellos, epítomes de la figura del crítico literario, defendieron las conquistas de la civilización que hacen posible el florecimiento de la cultura humanista y de los rituales democráticos. Quizás a los actuales les corresponda seguir haciéndolo. A todas luces tal magisterio ayuda a limpiar la atmósfera colombiana, enrarecida por el dogmatismo partidista y la torpeza argumentativa. Este alegato a favor de la libertad, desde luego, no era cosa distinta de un llamado para propiciar un ambiente social maduro para las aventuras de la inteligencia y las empresas de la sensibilidad y la razón. En resumen, uno en el que la crítica encuentre terreno abonado.
Los críticos –apunta Carlos Rincón– enseñan a leer literatura. Brindan un concepto dinámico y atractivo del fenómeno literario a partir de sugerentes y novedosas apropiaciones del acervo espiritual y simbólico. Su labor de iluminar los textos, de desentrañar su polisemia, los hace ir más allá del oficio del reseñista para convertirse –de acuerdo a lo expresado por Iván Padilla Chasing– en una suerte de institución social a través de la cual accedemos a buena parte del conocimiento literario y cultural de los pueblos. Los libros en cuyas páginas aprendimos a amar, a morir, a sentir el vértigo de la vida y de la finitud, han superado la prueba del tiempo gracias al genio de sus creadores y al amoroso y exigente cuidado de los críticos. No obstante, estos no surgen por el chasquear de los dedos de un mago. La existencia de una tradición crítica de los libros y de la cultura depende de factores sociológicos de diversa índole: públicos interesados en los asuntos literarios, escritores profesionales y una industria del libro sólida, entre otros. “No se puede construir una tradición escrita –afirma Efrén Giraldo en el prólogo de Nadar contra la corriente– sin condiciones materiales y económicas, sostenida por un idealismo romántico”. No en vano, apenas se dieron visos de ellas en nuestra historia reciente, subió al tablado una encomiable hornada de críticos.
En la Colombia de los decenios del treinta al cincuenta del siglo XX se produjeron transformaciones socioeconómicas importantes: crecieron las urbes a un ritmo modesto pero nada desdeñable en un país a la sazón rural; los liberales, ascendidos a la cúspide del poder de la mano de Olaya Herrera después de un férreo control conservador de los puestos públicos, estimularon la industria nacional y promovieron obras de infraestructura; la Universidad Nacional ocupó un lugar de primera fila en los desvelos del gobierno de López Pumarejo; se aprobó la construcción de la Ciudad Universitaria, y eso llevó a un solo sitio las facultades antes dispersas a lo largo y ancho de Bogotá.
En ese contexto, las revistas literarias le insuflaron aliento a la movida cultural del país, restándole protagonismo a la prensa doctrinaria. Irrumpen en el panorama varias publicaciones seriadas que contribuyen en la independencia del campo literario frente a los aparatos políticos: Revista de la Universidad de Antioquia (1935), Revista de las Indias (1939), Crítica (1948), Crónica (1950), Cuadernos (1953), Mito (1955), por solo citar algunas. Los cambios sociales y la apertura editorial e ideológica avivaron el hambre de una generación empeñada en abrirle tribunas al debate tras concluir el largo bostezo de la hegemonía conservadora. No se ofende a la verdad si se menciona que la etapa dorada de nuestra crítica y de nuestra novelística –hasta ahora, por supuesto– coincide con la entrada tardía a Colombia de los vientos de la modernidad.
Una de esas brisas llegó al abrirle las puertas a un universo alternativo al español y al católico: la creciente influencia en nuestra sociedad de la literatura francesa, estadounidense e inglesa, y la llegada al país de extranjeros ilustres. Las contingencias de la política mundial y el apocalipsis nazi trajeron a puertos colombianos a dos exquisitos europeos–el uno belga, el otro polaco–, ejemplos de enciclopedismo y perspicacia: Ernesto Volkening y Casimiro Eiger. Falta en la historiografía literaria un atento estudio del significativo aporte de los foráneos al progreso de las letras y la cultura colombianas. Aparte de los aludidos, vienen a la memoria los nombres de Manuel del Socorro Rodríguez, José Celestino Mutis, Ramón Vinyes y Marta Traba.
Volkening y Eiger –con mayor énfasis el segundo– ejercieron la crítica en la radio, un canal informativo no usual para ello. Durante diez años, Volkening reseñó películas ante los micrófonos de Radiodifusora Nacional, mientras Eiger se ganó el rótulo de “padre del arte moderno colombiano” por sus crónicas leídas en los programas Bogotá, hoy y mañana y Exposiciones y museos. Un dato curioso brilla en este instante: ambos tuvieron alguna relevancia en la carrera de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. El poeta de Los elementos del desastre no dudó en considerar a Eiger un entrañable padre y maestro. El nobel –escéptico ante los críticos– reconoció el tino de los artículos de Volkening en Eco sobre sus novelas. Los dos cumplieron con suficiencia el apostolado pedagógico del crítico.
La serpiente se muerde la cola: la literatura es una de las expresiones básicas del devenir histórico de los pueblos: de su lengua, costumbres, visiones de la vida y de la muerte. Ni la literatura ni la crítica brotan de la nada: se necesitan para pulirse mutuamente. El crítico, declara Darío Ruiz Gómez, “desata las preguntas que confunden al mediocre y deciden al verdadero artista a lanzarse a la noche oscura del conocimiento”. Esta tarea la llevan a cabo hoy por hoy escritores vinculados a la academia universitaria: David Jiménez, Fernando Cruz, María Teresa Cristina, Iván Padilla, Pablo Montoya, Maryluz Vallejo, Carlos Castrillón, Harold Alvarado, Carlos Granés y un etcétera ni tan largo ni tan corto. A fin de cuentas, tal vez la crítica literaria, según Rigoberto Gil, se haya desplazado de la prensa a otros escenarios a donde las luces de los proyectores mediáticos no llegan con frecuencia.
*Periodista y editor. Magíster en Estudios Literarios de la U. Nacional