Por Martín Franco Vélez* Foto Axel Koester / Getty Images.
Revista Arcadia
Nunca hubo un tren, pero aún así el ferrocarril subterráneo fue real. Existió. En pleno siglo XIX, durante los años fuertes de la segregación racial en Estados Unidos, se le llamó así a la red clandestina que ayudaba a los esclavos a escapar de las plantaciones del sur hacia los estados libres del norte y Canadá. Por eso, más que una locomotora con vagones o túneles llenos de rieles improvisados, el ferrocarril fue en realidad una metáfora: quienes lo usaban se referían a sus actividades en términos ferroviarios con el fin de mantenerlo en la clandestinidad. Las “estaciones” eran las casas particulares donde los fugitivos podían esconderse; los “maquinistas”, esos blancos arriesgados que ayudaban en su huida a los esclavos, quienes, a su vez, se convertían en “pasajeros” que escapaban por rutas llamadas “carriles”.
Esa red clandestina, que funcionó hasta que la Guerra de Secesión abolió la esclavitud, es el punto de partida de la novela del escritor Colson Whitehead, todo un suceso literario: no solo se quedó con el prestigioso premio Pulitzer de ficción este año, sino que ganó también el National Book Award y viene cosechando una gran cantidad de lectores desde que Oprah Winfrey la recomendara en su famoso club de lectura. Su gancho principal es la apuesta narrativa: convertir la metáfora del ferrocarril subterráneo en realidad. ¿Qué tal si en lugar de símbolos el tren hubiera sido real? ¿Si la locomotora y los túneles hubieran existido? Ese es el punto de partida. Y ese parece ser, también, su principal acierto.
Una de las muchas reseñas elogiosas sobre la novela apareció el año pasado en The New York Times firmada por el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. “A mí me pareció un libro importante porque usa la ficción, las habilidades esenciales de la literatura de imaginación, para decir cosas que no se pueden decir de otra forma. La narrativa del esclavismo en Estados Unidos sigue siendo tan pertinente como siempre, porque no se ha llegado todavía al fondo de ese pozo; pero los libros que nos dicen cosas nuevas, que nos permiten entrar por una puerta nueva y nos dan, por lo tanto, una comprensión renovada, son muy raros. Con ese recurso tan simple de dar por cierto un ferrocarril que nunca existió, Whitehead comienza a crear un mundo que es el mundo real, el sur de la segunda mitad del siglo XIX, y al mismo tiempo es otra cosa. Mejor dicho: es un lugar que nunca habíamos conocido antes”.
La respuesta de Vásquez da en el punto: en últimas el ferrocarril es tan solo un recurso, un pretexto para meter al lector de lleno en el tenebroso mundo de la esclavitud. La historia de fondo es la huida de los esclavos Cora y Caesar de una plantación en Georgia, quienes logran usar el ferrocarril para alcanzar su libertad. El trayecto está lleno de obstáculos, pero esa es, precisamente, la manera que utiliza Whitehead para llenar el libro con unas imágenes espeluznantes sobre la realidad de la esclavitud en Estados Unidos. Aquella, por ejemplo, en que un cazador de esclavos de apellido Ridgeway se sube a la carroza en la que lleva a dos negros atados y, sin mediar palabra, saca su pistola y le dispara a uno de ellos en la cara, salpicando de sangre a todos los que están a su alrededor. O esta otra, cuando, en medio de la plantación de Georgia, los amos y sus visitantes comen despreocupadamente en el porche de la casa, mientras en el jardín, justo unos pasos más allá de donde se encuentran, un esclavo que intentó fugarse cuelga de un árbol al tiempo que lo azotan una y otra vez con un látigo. O esta última, en que Cora, desde su escondite en una casa de blancos en Carolina del Norte, ve cómo afuera, en el parque, una multitud convierte en espectáculo el ahorcamiento de una negra que fue sorprendida en su escondite.
En el intermedio están, también, las frases que revelan la penosa situación de los negros en la Norteamérica de entonces: “(…) Al anterior amo de Michael le fascinaban las habilidades de los loros sudamericanos y dedujo que, si podían enseñarle poemas a un ave, también podían enseñarle a un esclavo. Bastaba con echar un vistazo al tamaño de los cráneos para saber que un negro tenía el cerebro mayor que el de un pájaro”. O bien: “Entonces, siempre, llegaba: el grito del capataz, la llamada al trabajo, la sombra del amo, el recordatorio de que la esclava solo es ser humano un minúsculo instante en la eternidad de su servidumbre”.
La sombra de Gabo
No deja de ser curiosa la ironía: pese a su apellido —que traduce, literalmente, “cabeza blanca”—, Whitehead es un escritor negro. Nacido el 6 de noviembre de 1969 en la ciudad de Nueva York, Colson Whitehead parece estar muy lejos de vivir las mismas tensiones raciales que históricamente han soportado los negros de su país, pese a que en estos tiempos, sobre todo desde la elección de Trump, el fuego del racismo y la discriminación haya vuelto a atizarse. Graduado de la prestigiosa Universidad de Harvard, su reputación como escritor ha venido creciendo desde que en 1999 publicó su primera novela, The Intuitionist, que entonces la revista Esquire reconoció como el “debut literario del año”. Luego vendrían cinco novelas más (una de ellas, Zone One, con temática zombi, se convirtió en un best-seller de The New York Times), hasta acabar en El ferrocarril subterráneo el año pasado, novela que el propio expresidente Barack Obama recomendó de manera entusiasta. Whitehead ha sido, además, profesor en universidades como Princeton, Columbia, Richmond y Wyoming, y ha recibido numerosos premios por su obra, entre ellos, además de los ya mencionados Pulitzer y Man Book Award, el Booker y el Arthur C. Clarke Award.
En una entrevista reciente con The New York Times, Whitehead contó que El ferrocarril subterráneo tiene una fuerte influencia de Cien años de soledad, la novela cumbre de Gabriel García Márquez. “Cuando estaba escribiendo el libro, releí Cien años... y eso me hizo pensar que quizá podría utilizar la fantasía para convertirla en hechos reales —dijo—. Entonces pensé, ¿qué tal si el ferrocarril subterráneo fuera real?”.
Pero, a diferencia de Gabo, la obra de Whitehead es de un realismo totalmente crudo. “Es una estrategia que, sin ser realismo mágico, tiene con la realidad la misma libertad desfachatada que tenía Cien años de soledad —explica, de nuevo, Juan Gabriel Vásquez—. Pero yo encontré que la presencia de la obra de Gabo va por otro lado: la veo más en el manejo del tiempo, ese narrador capaz de ir en una sola frase del presente al futuro y luego al pasado. Es un narrador que parece conocer toda la historia cuando comienza a contarla (aunque la construcción escena por escena sea más la del realismo convencional norteamericano), y eso le da al libro un tono de fábula que lo enriquece”.
Cuestión de raza
Es innegable que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha servido para reivindicar la lucha de los supremacistas blancos, quienes vuelven a sentirse legitimados luego de algunos años en la sombra. La prueba son hechos como la inquietante marcha del Ku Klux Klan en Charlotesville, Virginia, donde hace apenas un par de meses cientos de manifestantes se pasearon por la universidad con antorchas encendidas para exigir los derechos de los blancos (un par de días después, James Alex Fields, un joven blanco de 20 años, arrojó su carro a una multitud de manifestantes que protestaban contra los supremacistas, dejando como resultado un muerto y una decena de heridos).
La tibia respuesta del presidente Trump ha puesto de nuevo sobre el tapete el tema de la raza. Y es ahí, precisamente, donde novelas como El ferrocarril subterráneo entran a desempeñar un papel importante: el relato descarnado de las barbaridades que los esclavistas cometieron durante años en las plantaciones del sur de los Estados Unidos debería servir para superar ese pasado bochornoso.
Lo curioso es que, aunque la novela ha despertado un interés por el tema, Whitehead no se siente un abanderado de su raza. Según cuenta en una entrevista, hace poco una librería del sur lo invitó a dar una “charla muy franca” sobre el tema. “Me siento honrado por la respuesta que ha tenido la novela —dijo—, pero al mismo tiempo que recibí la invitación pensé: ¿no podemos solo hablar del libro? No soy un representante de mi raza, ni mucho menos un sanador”.
Sin embargo, con tantas heridas aún abiertas, parece difícil no enarbolarle esas banderas. Y menos aún cuando El ferrocarril subterráneo ha despertado tanto entusiasmo.
*Periodista y editor.