Por Martín Sacristán
Jotdown (ES)
Imaginen ser presentados en un restaurante a un hombre con acento alemán que les asegura ser capaz de encontrar una ciudad legendaria, conocida solo por un viejo libro escrito en griego clásico. Un lugar que todos los especialistas están de acuerdo en considerar pura fábula. Su interlocutor es presa de una inquebrantable convicción, porque desde los siete años cree que hallará tesoros de la Antigüedad con solo buscarlos. Habla una docena de idiomas aprendidos de forma autodidacta y es inmensamente rico. Así que quizá no sea más que otro elegante hombre de negocios pasando una terrible crisis de los cuarenta. Pero vamos a darle una oportunidad. Sustituyamos su traje por una cazadora de cuero Wested Leather y un sombrero Fedora. Añadamos un látigo de cuero al conjunto y tendremos al mismísimo Indiana Jones a punto de emprender una de sus aventuras. Eso sí, ciento diez años antes de que se estrene su primera película.
El hombre que les ha sido presentado existió, se llamaba Heinrich Schliemann, y a sus cuarenta y cuatro años había decidido que su fortuna era más de lo que iba a poder gastarse. Abandonando todos sus negocios, decidió dedicar el resto de su vida y de su dinero a las expediciones arqueológicas. Que era en realidad lo que le había apasionado desde un principio, cuando forzado por la necesidad entró de aprendiz con un tendero. A diferencia de su alter ego Indiana Jones, no fue tan ambicioso como para creer que encontraría el arca de la alianza mencionada en la Biblia. Se conformaba con la Troya de Homero, esa ciudad citada en la Ilíada, famosa además por ser el lugar del que Ulises regresa. Y poco le importaba provocar con semejante pretensión las carcajadas de todos los especialistas del mundo. Profesores universitarios de Historia, los cuales sabían bien que tal lugar no existió más que en la imaginación de los poetas griegos.
Pero las opiniones en contra tuvieron poca importancia para un hombre que había aprendido ruso con la única ayuda de una traducción de la Odisea y gritando sus versos en voz alta a las desnudas paredes de su cuarto. Provocando, por cierto, que los vecinos consiguieran echarle por escandaloso. En 1868, recién abandonados sus negocios, se dirige al pueblo turco de Burnabashi, donde los expertos situaron la posible ubicación de Troya. Schliemann recorre los alrededores con la Ilíada en la mano, cotejando cada referencia geográfica del poema con el paisaje. Y concluye que es imposible que la ciudad estuviera allí, porque no hay nada de lo que describe Homero. Su intuición le indica que es más bien el monte Hissarlik el que reúne esas características. Su primer recorrido por la meseta confirma sus sospechas, y no tarda en contratar una partida de cien obreros, acometiendo la excavación casi inmediatamente. El ámbito académico se escandaliza, acusándole de cazatesoros sin formación. Por su parte, él escribe en su diario que si tuviéramos que depender de los académicos para conocer las civilizaciones de la Antigüedad, pensaríamos que solo se dedicaron a fabricar vasos de cerámica, y luego a romperlos. Él, en cambio, como un héroe rebelde, busca los vestigios del lugar en que combatieron los famosos Aquiles y Héctor.
El Schliemann que comenzó a excavar el monte Hissarlik estaba muy lejos de tener el físico de Indiana Jones. Delgado, escasamente corpulento, con abundantes entradas y un bigotazo, lo que sí debió de tener fue el carisma del personaje cinematográfico. Al menos debemos suponérselo, pues antes de comenzar a excavar se casó con una hermosa griega veinte años menor que él. También se pareció a Indy en sus métodos brutales. Durante una mítica secuencia en el comienzo de En busca del arca perdida, el arqueólogo americano salva a duras penas la vida huyendo de una tumba mientras le persigue una gran piedra rodante. Acaba de destrozar todo un sistema interior de trampas de origen precolombino con tal de robar un valioso ídolo de oro que se alberga en su interior. Pues bien, Schliemann tampoco se corta, y aunque su primer descubrimiento es que en Hissarlik no hay una, sino nueve ciudades superpuestas, se pone a derrumbarlas. Usando arietes y palancas destruye los vestigios que no considera interesantes. Restos bizantinos, romanos, griegos y micénicos son borrados para siempre porque él quiere llegar a la ciudad de Homero y todo lo demás es accesorio.
Schliemann ni siquiera presta atención al cambio que se produce en la comunidad científica. Del escepticismo y la crítica se pasa a la admiración. Provocada por el envío de los objetos que va hallando a distintos historiadores, y por la verdad incontestable de que ha realizado un gran hallazgo. Indiferente a sus opiniones, continúa su labor destructora a toda prisa, borrando lo que se interpone entre él y su sueño. Solo se detiene al hallar una puerta gigantesca, unas fortificaciones ciclópeas, y los restos de un gran incendio. Según él, tiene ante sus ojos lo que quedó de Troya después de que Ulises tuviera la idea de introducir una partida de guerreros escondidos en un caballo de madera. La puerta es la que ellos abrieron, y los restos del fuego el resultado del saqueo y destrucción de la ciudad. Para acabar de confirmárselo, el último día de excavaciones encuentra un enorme tesoro, compuesto de objetos de oro y armas, y concluye que son las riquezas que el rey Príamo, gobernante de Troya, escondió a toda prisa en los últimos momentos.
Tenía, desde luego, tanto entusiasmo como Indiana Jones, pero mucho menos método científico. La ciudad que él consideró Troya era mucho más antigua, y parte de la verdadera la había derribado en su brutal excavación. Con Indy compartía un cierto espíritu inmoral, pues, nada más ver los primeros vestigios de las piezas de oro, despidió a todos sus obreros, dedicándose a sacarlos en solitario junto con su esposa. Después se los llevó en secreto sin comunicar a las autoridades turcas lo que había descubierto. Fue condenado a abonar una fuerte multa, y con su chulería de rico cuadruplicó la cantidad, haciendo ver que pagaba sobradamente por la posesión de lo que había encontrado. Que nunca fue devuelto, por cierto. En su descargo diremos que Europa se hallaba en ese momento en que sus líderes consideraban el saqueo arqueológico como un derecho. No mucho antes, lord Thomas Bruce había robado las esculturas del Partenón realizadas por Fidias para llevarlas a su mansión escocesa. Esas que hoy conserva el Museo Británico, para gran indignación de los griegos.
Schliemann no solo fue un visionario al localizar sitios arqueológicos, sino una figura tan mediática como el propio Indiana Jones. Supo emplear la difusión de noticias a su favor. Redactadas principalmente por él mismo, fueron publicadas en los principales rotativos. Su estilo de redacción divulgativo y accesible, alejado del canon académico, despertó una ola de entusiasmo entre el gran público. Y eso era algo inédito hasta ese momento de finales del siglo XIX, cuando por lo general los conocimientos científicos se restringían a las cátedras universitarias. Ahora, en cambio, medios de todo el mundo le buscaban para publicar sus noticias, cartas y descripciones de Troya. Debemos recordar también que todos los niños de entonces estaban obligados a estudiar griego en el colegio, y la Ilíada era el manual empleado para aprender esta lengua. Por tanto, tenía sentido que les interesase saber cómo vivieron en realidad esos guerreros con cuyas luchas cotidianas habían machacado sus cerebros tantos años.
Para triunfar además en el ámbito académico, en el que era lego, Schliemann organizó una gran operación de relaciones públicas. Construyó a su cargo viviendas de madera en la misma Troya, invitando a catorce profesores ingleses, americanos, franceses y alemanes para que se alojaran allí. Dándoles de esta forma la oportunidad de estudiar en directo sus propios descubrimientos. Como él pagaba los gastos, ninguno tuvo inconveniente en acudir, y cuando difundieron los hallazgos en sus propios países nadie más se atrevió a cuestionar al arqueólogo alemán.
Pero sin duda la mayor aportación a la cultura de la excavación troyana sería un símbolo que se hizo enormemente popular. Era un dibujo que se repetía hasta con dieciocho mil variaciones distintas en las toneladas de vasijas y restos cerámicos desenterrados en Troya. La cruz gamada, la esvástica. El mundo tenía un símbolo con el que representar el tema del momento, símbolo que inmediatamente fue asociado a la buena suerte. La empresa Coca-Cola lo incluyó en sus productos y anuncios, lo mismo que los boy scouts en sus trajes o algunos cuerpos del ejército norteamericano en sus uniformes. Joyeros y artesanos de todo el mundo vendían reproducciones en metales preciosos, lo mismo en gemelos de camisas que en cadenas de reloj, pulseras, o colgantes. Y la moda no tardó en generar una confusión que permanece hasta el día de hoy. Los lingüistas habían inventado el término ario para definir un supuesto lenguaje indoeuropeo que dio origen a muchas lenguas, como el griego, el latín o las germánicas, entre otras. Los periódicos lo simplificaron comenzando a hablar de pueblos arios, y entonces ya no hubo quien detuviera la confusión entre raza y lenguaje.
Veinte años más tarde, el inglés H. C. Chamberlain publicaría en Alemania su obra Los fundamentos del siglo XIX. En ella aseguraba que solo existen dos razas puras, la aria y la judía, y que Occidente solo tendría futuro dirigido por la raza superior alemana. Directa descendiente de los arios. En realidad, sí lo era su lenguaje, pero no su genética. Claro que ya daba lo mismo. Chamberlain había convertido en admisible la confusión inicial, y tanto los grupos paramilitares bávaros como las organizaciones antisemitas alemanas estuvieron encantadas. Nada había más ario que aquellas esvásticas halladas por Schliemann en Troya y que tan populares eran. Pocos años después, Hitler las adoptaría unificándolas en la representación «sol naciente» para su Partido Nacionalsocialista, y el pobre símbolo quedaría estigmatizado para siempre. El arqueólogo no vivía ya, pero los nazis iban a quedar tan asociados a él como a Indiana Jones, que los tuvo por enemigos en la mayoría de sus películas.
En 1973 fue Lawrence Kasdan, guionista de En busca del arca perdida, quien realizó con su narrativa una recuperación de la figura del arqueólogo aventurero, inaugurada por Schliemann más de cien años antes. El interés popular que él suscitó por los descubrimientos de culturas del pasado no había decaído nunca entre el gran público. De hecho no hizo sino aumentar cuando en la década de 1920 Howard Carter hizo un descubrimiento aún más asombroso, el de la primera tumba faraónica intacta, la de Tutankamón. Semejante hallazgo parecía hacer creíble el género literario de los «mundos perdidos», protagonizados por aventureros capaces de hallar antiguas civilizaciones. Lo había estrenado Rider Haggard en 1885 con la novela Las minas del rey Salomón, uniéndose a la corriente de interés por los descubrimientos arqueológicos. El gran hito del cine que supuso la aparición de Indy renovó esta influencia cultural, perdida para el ámbito literario. Incluso más tarde, desterrada también de la gran pantalla, fue retomada por el campo de los videojuegos.
La última coincidencia entre el arqueólogo ficticio y el real es su saga. Si de Indy logró extraer Steven Spielberg una serie de películas irregulares pero míticas, Schliemann fue capaz de seguir cosechando hitos arqueológicos. Lo hizo en una alucinación permanente, pues cada hallazgo era para él una confirmación de haber encontrado más héroes troyanos. Atribuyó las tumbas megalíticas de Micenas al rey Agamenón, citado en la Ilíada. Estaban intactas, con quince kilos de oro en el interior, objetos de adorno y ceremoniales, armas y espadas, copas, cuchillos y hasta ámbar del mar Báltico. Todo muy anterior, como se comprobó después, a la época troyana. Volvió a repetir un éxito similar en Tirinto, donde definitivamente concretó su gran aportación. Lo que Schliemann había descubierto repetidamente, una y otra vez, eran los restos de la civilización micénica, cuyo único rastro histórico había sido hasta entonces el mito de la Atlántida citado por el filósofo Platón. Su desarrollo en el Mediterráneo fue fastuoso, y anterior a los griegos de Troya, pero los barrió un cataclismo. La explosión de la caldera volcánica de la isla de Santorini, en Grecia, provocó un maremoto y una serie de consecuencias climáticas que hundieron a aquella primera gran organización social y cultural europea en un completo olvido. Schliemann descubrió sin saberlo que el mito de la Atlántida tenía un origen histórico. Un hallazgo casi tan fabuloso como esa arca de la alianza con que nos hizo soñar el primer Indiana Jones en 1981.