Por Joaquín Mayordomo Foto Valery Sharifulin Getty
El País (Es)
En la estación de Yaroslavsky, una de las nueve que hay en Moscú, buscamos en el panel electrónico el número de tren y de andén. Ekaterimburgo es nuestro destino en esta primera etapa del Transiberiano; 1.814 kilómetros por delante que cubriremos en 28 horas, pues la puntualidad de los trenes en Rusia es de 10. El billete es para viajar en segunda, en un compartimento de cuatro personas. Nos recibe a pie de vagón una robusta azafata (nuestra provanitsa) vestida impecablemente con traje de chaqueta gris, a juego con el color ceniciento del tren y la luz crepuscular de la tarde; es una mujer de uniforme que cumple las reglas: revisora y cuidadora a la vez, vigilante y limpiadora. Nos pide el pasaporte y el billete, fotografía los documentos y, tras un chequeo electrónico de los mismos, nos invita a subir. En el vagón solo van rusos… Normal. El Transiberiano es una ruta comercial; prácticamente la única que vertebra el país de oeste a este entre Moscú y el Pacífico. Son más de 9.000 kilómetros de una doble vía electrificada por la que se transporta carbón, hierro y toda clase de minerales, gas y petróleo, maquinaria industrial y cualquier bien de consumo imaginable. Viajaremos, pues, por una autopista ferroviaria a través de Siberia que te pone en contacto con todas las Rusias.
El compartimento es sencillo y está limpio. Aire acondicionado. Dos literas plegadas y dos más que sirven de asientos corridos, una mesa y sobre ella un pack con agua mineral, un panecillo y galletas. En un rincón, bien dobladas, un paquete de sábanas limpias, almohada y una manta para cada uno. El precio del billete para este trayecto es de 99,40 euros por persona, que, dada la distancia y calidad del servicio, nos parece barato.
En la frontera de Asia
A las cuatro en punto de la tarde arrancamos… ¡Ni un minuto de retraso! Enseguida aparecen los árboles que aíslan la vía, impidiendo observar el paisaje más allá del túnel verde por el que penetramos en el bosque. Todo el trayecto será así: una arboleda impenetrable en una llanura infinita. De vez en cuando, algún lago; un río; un pantanal con aguas estancadas en medio de praderas (en verano, con flores) que se pierden en el horizonte. Una aldea aquí… Más allá, otra entre una maraña de árboles. Todas las casas iguales, de madera; sin grandes adornos, modestas. Ni bloques de pisos, ni torres, ni iglesias; las calles son de tierra y apenas se ve circular algún coche.
El tren se detiene cada dos o tres horas. Esta será una constante a lo largo del viaje. Los tapones que se forman en alguna estación obligan al nuestro y a otros trenes a pararse para dar paso. Esto no quiere decir que estemos parando cada poco tiempo. A veces recorremos 200, 300 kilómetros sin detenernos, pero las distancias son aquí tan enormes que hasta lo extraordinario termina pareciendo normal.
Durante las paradas en las estaciones que hacemos —indicadas en un panel que hay en cada vagón para que el viajero esté informado—, la gente baja al andén (muchos en pijama) a estirar las piernas o a comprar chucherías para los niños, comida y bebida, recuerdos, artesanía de la zona. Son principalmente mujeres las que ejercen este comercio ambulante. Venden de todo: desde collares e inclasificables abalorios hasta animales disecados. Las provanitsas, que se han colocado a pie de vagón, vigilantes, avisan con tiempo de que el tren va a partir para que nadie se quede en tierra. Y atravesamos más bosques, y más ríos, y más lagos… Y así hasta que, a las ocho en punto de la tarde, el tren hace su entrada en la estación de Ekaterimburgo.
Bajamos. Tras el inevitable chequeo de equipajes, la improvisada clase práctica de ruso para poder sacar un billete de metro, y después de superar otros inconvenientes que a quienes viajamos por libre nos surgen de continuo, localizamos en el mapa el hotel. Allá vamos.
Ekaterimburgo nos sorprende. Esperábamos encontrar una ciudad provinciana, aburrida, y la descubrimos vigorosa y llena de vida. La colonización publicitaria es total. Los rótulos de los negocios chispean en carteles y paneles luminosos gigantes, rasgando la llegada de la noche. Creíamos estar en medio de la nada, a la puerta de Siberia, y nos encontramos en una ciudad de millón y medio de habitantes, la cuarta de Rusia, ¡muy europea! Ekaterimburgo también es un mito… Es la ciudad donde los revolucionarios bolcheviques acabaron con el zar Nicolás II y su familia; donde Eurasia se parte sin que exista frontera, donde los Urales hunden su espinazo… Y es ese extraño lugar (curioso para el turista) en el que hay un cementerio denominado de los mafiosos, espectacular, en medio de un bosque tupido de pinos, al que acuden las familias de los muertos a celebrar onomásticas y meriendas en los porches que han construido, a todo confort, junto a la tumba de sus seres queridos (muchos caídos en las guerras de bandas locales en los convulsos años noventa).
Esta ciudad industrial desempeñó un papel determinante ya en la II Guerra Mundial, al trasladar el Gobierno soviético su industria pesada hasta aquí para evitar que cayera en manos de los nazis, si estos hubieran conquistado Moscú. Ekaterimburgo va a ser también una de las sedes del Campeonato del Mundo de Fútbol el próximo verano, y esta es una de las razones por las que vive ahora inmersa en una febril actividad, entre una maraña de grúas y la excitación consumista.
Visitamos la iglesia catedral de la Sangre (auspiciada por Borís Yelstin, oriundo de la región, presidente de Rusia entre 1991 y 2000), levantada en el lugar donde fue asesinada la familia imperial. Son las contradicciones de Rusia: un país que hoy exhibe a sus héroes revolucionarios, con su nombre y sus estatuas presidiendo las grandes avenidas, pero que cultiva también el capitalismo más feroz o incentiva y aúpa, nuevamente, el fervor religioso.
Cincuenta horas
El tren Moscú-Pekín entra por la vía 2, andén 4, a las 5.45. La salida de Ekaterimburgo hacia Irkutsk (3.434 kilómetros) la tiene a las seis de la mañana en punto. Allí estamos nosotros, muertos de sueño y expectantes… Nos inquieta pensar cómo sobrellevaremos una etapa tan larga. Porque el paisaje que se anuncia es el mismo: bosques eternos…
Hasta que de pronto aparece… ¡un campo de cultivo! No es un espejismo. Y más pueblos, algún animal doméstico. A la velocidad de un relámpago surge una vaca en un prado y algunas ovejas. Y siempre esos ríos caudalosos (Ishim, Obi, Yeniséi) junto a los que se asientan ciudades de nombre impronunciable (Novosibirsk, Krasnoyarsk); ciudades industriales con decenas de chimeneas humeantes, fábricas abandonadas, montañas de chatarra, hangares entre telarañas de vías muertas. Mas el tren no se para, ajeno al entorno continúa devorando kilómetros; como si se tratara de una película, Siberia es una cinta continua de infinitos fotogramas.
Las provanitsas siguen vigilantes, siempre atentas a cualquier incidencia. Las horas avanzan. Hay mucho que ver, que contar, que leer, que escribir, que pensar. El viajero pasea, va al restaurante, se hace un té con el agua hirviendo del samovar que hay en cada vagón; regresa a su asiento y mira por la ventanilla otra vez… ¡Cuánto, cuánto árbol!
Nos fijamos en las personas que suben… ¿Qué podría contarnos esa anciana de mirada perdida que sonríe levemente? Y ese hombre solitario que arrastra un par de maletas, ¿qué profesión tiene? ¿Qué piensa esa madre, ¡tan joven!, que viaja sola, con cuatro retoños de apenas diez años el mayor? Y esa belleza ensimismada con su móvil, ¿de dónde será? ¿Adónde irá? ¿Adónde? En cada parada sube y baja gente. Observamos la puesta de sol. Se cierra la tarde, cenamos, dormimos. ¡Primer día superado! El corazón de la vida no deja de latir en Siberia; ni siquiera el silencio es total cuando el tren se detiene en medio de la noche.
Amanece otra vez entre árboles. Luego, a media mañana, la vida renace: más pueblos, aldeas. Estamos en tierras de Irkutsk, la mítica ciudad siberiana, la capital de los destierros.
Irkutsk nos recibe despejada y con música ambiental en las calles. En cada esquina, un recuerdo, una placa. Tranvías decorados que se caen a pedazos de viejos. Estatuas. Monumentos de Lenin, de Marx, del emperador Alejandro, de artistas e intelectuales, de generales vencedores en guerras remotas. La ciudad es un cruce de caminos en las inmediaciones del lago Baikal, ese mar interior que contiene el 20% de las reservas de agua dulce del mundo: 636 kilómetros de largo, 80 de ancho, 1.600 metros de profundidad. Un lago que le dulcifica la vida a la exótica Irkutsk, aunque en invierno llegue a soportar temperaturas de 35 grados bajo cero.
Fundada en 1661, Irkutsk tuvo su momento de gloria con la fiebre del oro y el comercio de pieles. Luego vendrían los destierros; el de los decembristas —los príncipes rusos que en 1825 se sublevaron contra el zar Alejandro I— es uno de los más famosos; le siguieron las deportaciones de Stalin, el Gulag siberiano… Ahora es un remanso de paz. Sus más de 600.000 habitantes aman la cultura y el arte, debido, se dice, a la herencia dejada por aquellos intelectuales que sufrieron el destierro a Siberia y terminaron quedándose aquí. Su arquitectura más antigua es hermosa. Y, a pesar de haber sufrido varios incendios, conserva todavía centenares de edificios de madera que resisten al paso del tiempo y a la demolición. Son construcciones singulares que al viajero, al contemplarlas, le transportan a otros mundos y épocas, a ciudades de América, como Iquique, en el norte de Chile.
Llega la hora de partir. Dejamos la vía del Transiberiano, que termina en Vladivostok, para seguir por el ramal del Transmongoliano. Nuestro destino, Ulán Bator, la capital de Mongolia, queda a 1.019 kilómetros remontando el curso del río Selengá hasta salvar una altitud de casi mil metros desde Irkutsk. El tren, que resulta ser chino, no tiene nada que ver con los aseados trenes rusos. ¡Adiós provanitsas, os echaremos de menos! Un joven indolente, responsable del vagón, barre con desgana la moqueta con una fregona mugrienta. ¡Ay, qué viaje! La locomotora gime en las curvas; los raíles chirrían. El tacata-tá, tacata-tá, tacata-tá adormece; y el humo… Ese humo que nos trae recuerdos de infancia y que, según los caprichos del viento, nos atufa o se esparce hacia el sur.
El convoy va adentrándose en Asia. Desaparecen los árboles y empieza la tierra reseca, polvorienta. Pasamos por ciudades extrañas, como la impresionante Ulán-Udé, enterradas en chatarra e industrias abandonadas a consecuencia del cambio de régimen económico que supuso la perestroika, aplicada entre 1985 y 1991 en lo que entonces era la URSS. Entretanto, surgen colinas y extensas praderas peladas que se pierden en el horizonte. ¡Es la estepa!
Camino de Mongolia
Pasar la frontera entre Rusia y Mongolia tiene sus ritos. Primero los rusos controlan hasta el aire que respiras y después los mongoles hacen lo mismo. Sube el ejército, la policía, los perros husmeando… La inspección de aduanas. Se llevan los pasaportes. En total, cuatro horas de parada que el maquinista aprovecha para gestionar el cambio de vía, pues el ancho no coincide. Es medianoche cuando nos ponemos en marcha otra vez.
Las primeras imágenes de Mongolia las fija mi retina a las 5.30. Son imágenes de llanuras verduscas sembradas de yurtas, el hogar de los nómadas mongoles; y entre ellas, rebaños de yaks, ovejas y vacas.
Varias chimeneas echando humo a destajo nos guían a Ulán Bator, la capital más contaminada del mundo; entre sus singulares edificios cuenta con dos centrales térmicas que la envenenan día y noche. Al estar rodeada de montañas, el problema se agrava. Y por si esto fuera poco, sus 1.350 metros de altitud la convierten en la capital más fría del planeta.
Esperábamos encontrar un lugar único. Pero descubrimos una ciudad de más de un millón de habitantes sembrada de torres y atascada de coches. En la plaza Sükhbaatar, de dimensiones soviéticas y un referente para el pueblo mongol, el gran Gengis Kan repantigado en su trono vigila la ciudad rodeado de pantallas gigantes. Cada noche, los chorros de publicidad crean un ambiente irreal que el viajero, a poca imaginación que le eche, se creerá en Nueva York. Como en Irkutsk, también las estatuas abundan. Y para muestras, tres ejemplos: la del explorador Marco Polo, la del primer doctorando del país y una extremadamente kitsch dedicada a los Beatles.
Las franquicias occidentales abruman en Ulán Bator; no importa el sector, sea este de ocio, alimentación o de ropa. Las chicas visten minifalda, y los chicos, bermudas y zapatillas deportivas. Los teléfonos móviles son la enfermedad más común y extendida; nadie se libra de ella. Hay ya más de 10.000 compañías extranjeras de todos los ámbitos operando en Mongolia.
Las calles son ese mar a explorar que nutre de experiencias al viajero; y las de Ulán Bator no son excepción. A nosotros nos gusta perdernos en ellas. Caminar, preguntar, intercambiar sonrisas y hacer cola para subirse a un autobús puede deparar curiosos encuentros con los que seguir alimentando el viaje. O comprar un tique para entrar al Museo de los Dinosaurios (en Mongolia se han descubierto algunos de los restos más valiosos de estos herbívoros que vivieron hace 240 millones de años).
Al monasterio de Gandantegchinlin, un gran complejo conventual, acuden las gentes en masa a diario a hacer sus ofrendas y ruegos; a cambio, se supone que Buda les echará una mano en temas de fertilidad, riqueza y amor.
Fue en este monasterio donde nos topamos con la imagen más surrealista del viaje. Los monjes se habían reunido para el rezo previo al almuerzo. Mientras repetían oraciones al ritmo cansino que marcaban los niños novicios aporreando tambores, monjes de servicio repartían el almuerzo consistente en una bandeja rebosante de envoltorios de colores en distintos tamaños y formas, rotulados en inglés, chino y mongol. Completaba aquella dieta una botella de Fanta de dos litros. ¡Ay, ni los monjes budistas cocinan! ¡La comida basura les ha atrapado también!
Pero Mongolia (tres veces España y tres millones de habitantes) es, sobre todo, una tierra de espacios abiertos y lejanos horizontes; praderas infinitas; desiertos como el del Gobi, en la frontera con China, uno de los más secos de la Tierra. Mongolia es la naturaleza en estado puro. O eso creíamos… Así que nos fuimos al parque nacional de Gorkhi-Terelj a ver cómo eran los yaks y las yurtas y esos mongoles que cabalgan de pie sobre sus peculiares equinos. Mas el progreso había llegado antes que nosotros, llenándolo todo de complejos turísticos. Eso sí, los yaks eran aún de verdad y los caballos también.
Un tanto sorprendidos, seguimos viaje a China, felices de que, como Miguel Strogoff —el protagonista de la novela homónima de Julio Verne—, habíamos hecho realidad nuestro sueño.