Desde mucho antes de Marx esculpirlo en sus consideraciones, en el mundo siempre han existido
los que creen que para poder producir cambios en una sociedad se necesita la violencia. El tanta veces
corregido y rectificado Marx, que nos puso a mamarnos el comunismo y todas sus secuelas
durante 80 años, dijo textualmente que «la violencia es la partera de la historia». Los recuerdos del mundo están salpicados de esos esfuerzos, algunos logrados y otros hasta entronizados. Los más, despilfarrados por haber generado más violencia y más atrasos.
Colombia ha estado metida desde sus inicios como territorio precolombino en cruentas guerras
que libraron las 120 tribus que aquí habitaban y que, por andar peleando entre ellas, no permitieron que
se consolidara un imperio, como el maya, el azteca, el inca y algunos otros más en la América pre
hispánica. Y que, por consiguiente, aquí no hubiese ni caminos ni organizaciones comerciales ni religiosas ni mucho menos adelantos científicos u observaciones válidas de la astronomía. Tampoco hubo entonces ni trochas reales empedradas para esquivar el barro ni construcciones en piedra o granito que requerían de la voluntad coordinada de miles de hombres. Aquí solo hubo sangre y oro a lo largo del rio Cauca y sal y más sangre a lo largo del Magdalena y una y otra cosa las intercambiaban. Y como que nos quedó gustando porque desde cuando fuimos república hasta nuestros días, nos la hemos pasado en escaramuzas violentas que alcanzaron ribetes de guerra de verdad cuando la batalla de Los Chancos en 1876 o la de Palonegro en 1899,narrada magistralmente hace unos días apenas en la novela «El día del sol negro» de Daniel Ferreira. De esa aplicación por goteo o por oleadas no hemos conseguido ningún tsunami revolucionario que nos haya cambiado radicalmente las estructuras. Nos la hemos pasado remendando nuestra carta magna o acomodando las estructuras civiles, comerciales o estatales a las nuevas realidades que entre los estallidos de violencia, la modernidad y el pánico de los poderosos a perder sus dominios han terminado por producir este híbrido feliz en que hoy vivimos tratando de amargarnos con nuestra inconformidad para ser fieles al sadomasoquismo de la civilización judeo-cristiana que se nos quedó en los genes.
Ha sido tan vertiginosa esa combinación de violencia y progreso los últimos 50 años que ya se
nos olvidó el 9 de abril. Nadie quiere imitar a Gaitán y, al paso que vamos, en la primera vuelta del camino no habrá memoria de Pablo Escobar ni de Tirofijo. Y no la habrá porque hemos generado toda clase de métodos de supervivencia pero nunca una conciencia de patria. Nuestros valores son pasajeros.
Los que nos impusieron con la cruz y la espada quedaron enterrados en el Templete Eucarístico de Cali en 1949, cuando vino el cardenal Micara, y la moral de los confesionarios y de los púlpitos empezó
a ser sepultada en estos últimos 50 años por la moral del dinero.
Nos estuvimos matando durante 200 años porque éramos federalistas o centralistas, liberales o
conservadores, pero en el último medio siglo hemos hecho un país de desplazados atiborrando grandes
urbes sin servicios mínimos, encartadas con calles estrechas donde no caben tantos carros,
esperanzadas en un sistema de trasporte masivo que, cuando no está lleno como en Bogotá hasta resultar insuficiente, va medio vacío en las otras ciudades porque a los nuevos ricos, los que pueden comprar una moto o un automóvil, les da pena usarlo y prefieren formar las congestiones vehiculares que
nos restan horas de trabajo y tranquilidad.
Aun así, en este país de ciudades llenas de desplazados provenientes de ciudades más pequeñas o de los campos ensangrentados .En este país donde los 200 asesinatos mensuales de Cali no espantan a nadie. En este país que sospecha que el pacto entre combos de Medellín, que ha bajado por docenas el número mensual de muertos, ha sido posible porque se ajustó con las mismas herramientas que no quieren usar los eternos ofendidos, abrochados hoy del poder político, para no cumplir el pacto de La Habana con las Farc. En este país, por encima de violencias y conflictos armados que nadie quiere llamar guerras, en esta Colombia, hemos avanzado muchísimo en 50 años y nadie puede negarlo. Ni los que perdieron la esperanza con la caída del muro de Berlín ni los que cambiaron el comunismo por el ecologismo ni los antiguos latifundistas ni los narcos que trajeron borbotones de plata. Hemos cambiado mucho. Hemos progresado. La educación, la salud, la recreación, la vivienda y hasta las comodidades citadinas llevadas lánguidamente al campo han servido para que los terribles brotes de violencia no sean tan terroríficos como los que ancianos como yo nos ha tocado vivir desde cuando nacimos en 1945 ,pero lo grave es que se le están olvidando a la patria porque o no hay quien enseñe la historia o a ninguno de los dueños del poder les interesan que sus dominados conozcan sus orígenes. Y ni qué decir de los que apenas llegaron con el nuevo siglo. Prefieren vivir en babia creyendo que cuando nacieron todo estaba hecho y predican en sus pantallas del Smart la teoría de que el pasado no enseña con qué enfrentar el futuro por todos creen controlarlo desde esa pantallita.
Parecería que, pese al mal gobierno que nos cobija, el país aprendió como las ratas en el laberinto a no
pasar tocando paredes calientes. Si eso es conciencia, estamos avanzando. Pero si eso es solamente
capacidad de resistencia, las violencias seguirán llegando para acabar a piedra o con las antiquísimas
bombas molotov con el Trasmilenio y el Metro y el MIO y mañana con la propiedad privada y las empresas constituidas. A ellos no los asusta despertar la revolución que nunca fuimos capaces
de hacer menos impulsar las prohibiciones dictatoriales de que hace gala la derecha desde
cuando dejó de ser guardián del orden establecido y se tornó en inquisición que frena desde el consumo
de marihuana hasta el uso de metodologías como Uber. Quienes ahora convocan a la calle para dizque
producir los cambios sin violencia olvidan que están engendrando el régimen prohibitivo que en vez de abrirnos el futuro precipitan las normas de aconductamiento de los totalitaristas para volver este
país atrás, muy atrás, creyendo que negándonos a lo que se nos vino encima nos acostumbraremos como siempre lo hemos hecho así fuera intercambiando oro por sal o bañándonos en sangre. Si en este país durante las marchas copiadas de la vecindad geográfica y financiadas por los agentes del caos que quiere imponer Soros, el epicentro de las furias seguirá siendo no pedir la renuncia del presidente sino quemar las estaciones de los trasportes masivos y salir a pedir lo imposible, redactando a las carreras por un conciliábulo de sindicalistas derrotados otro memorial de agravios como el de Camilo Torres en 1810, no vamos para ninguna parte distinta a la que nos han llevado las otras violencias, es decir, como máximo volveremos a remendar la carroza de la historia, a hacerle laminado y pintura mientras a los dueños del poder y el dinero solo se les ocurre en su caduca concepción otra prohibición así sea tan estúpida como la de sacar Uber o la de emponderar a la Policía para que investigue y por mano ajena denuncie al Ejército y ellos continuar seguir siendo lo que todos sabemos verdaderamente quienes son mientras aparentan que están ejerciendo uniformados como guardianes del orden ciudadano.
Especial, conferencia
Gustavo Alvarez Gardeazábal