Revista Pijao
La dama del tango
La dama del tango

Por Leila Guerriero

Especial para la Revista Gatopardo

Recoge el plato de la cena, va hasta la cocina, lo lava. Piensa, como ha pensado tantas veces, que hace demasiado tiempo que pide comida a domicilio, que eso le hace mal, la engorda. Regresa a la pequeña mesa que está contra la pared, en el recibidor, y repasa las cajas con medicamentos por ver si se ha olvidado de tomar alguno (aunque ha perdido la fe en que los medicamentos sirvan para algo). Se sienta en el sofá de la sala, la espalda contra los almohadones impecables como están impecables el modular del televisor y el pequeño baño impecable y la impecable habitación en la que duerme y en la que, sobre una cómoda, hay retratos de ella misma, untuosa, arqueada, el pelo cortísimo, los ojos solares, fumando con boquilla; como están impecables el cuarto donde guarda los vestidos de baile de los últimos años —negros, con brillos y escotes magnos— y el pequeño patio impecable con la soga de tender la ropa que lava a mano porque no tiene lavadora. Quizás le dé algunas pitadas al cigarrillo electrónico. Quizás, ahora que ha apagado la radio que permanece encendida desde la mañana, mire un programa en Discovery Channel o en Nat Geo. Quizás repase las cosas que tiene que hacer al día siguiente: ir al supermercado, llamar a alguien. La persiana del departamento —una planta baja que da a la calle en un barrio de Buenos Aires cercano a Palermo— está baja, pero siempre está baja: de día, de noche. Son las ocho. En breve se irá a dormir. Ésa es la vida ahora. ¿Ésa es la vida ahora?

En el principio es la voz. Una voz en el teléfono que suena áspera, levantisca, que dice “Hola” como quien pregunta “¿Quién molesta?”, y que apenas después se lanza en una conversación encabritada que va desde los problemas de salud a los vicios de la sociedad contemporánea.

—Yo ahora me tiño sola. Tengo el pelo tan corto que para qué voy a gastar plata. Pero ya ni me maquillo. Me tengo que dibujar las cejas, porque me las arranco desde chica, no me gustaba el ojo que me hacían y en el escenario quería unas cejas bien dibujadas. Ahora no tengo pulso y me sale una para arriba, la otra redonda. Entonces no. Para qué. Si ya dejé de bailar. Después de la película dije “Voy a descansar” y soné. Se me taparon las arterias y no puedo bailar. El médico me dijo que si me opero me pongo peor. Yo fumaba desde los once cuarenta o cincuenta cigarrillos por día, nena. Pero bailando y bailando, era una lechuguita. Ahora me duele cuando camino, empiezo a renguear y no me gusta que la gente me vea así. Yo me juré que nadie me iba a ver decadente. Antes de eso, me encierro. Igual, siempre fui bastante reticente a la prensa. Ahora, como ya tengo mi biografía y una película, digo que el que quiera saber algo de mí que vea eso. ¿Vos cómo te llamás?

—Leila.

—Ni me digas, porque ya me olvidé tu nombre. Yo me olvido del nombre de todo el mundo. A la gente le digo “nena”. Nena, nene. En el espectáculo a mí me decían la Nena. Yo le decía nena a todo el mundo. Si querés, vení y hablamos un rato.

—¿Puedo ir a su casa?

—Sí. Tenés que tomar el colectivo que te deja en la avenida Cabildo, y caminar para la izquierda…

—No se preocupe. Yo me ubico.

—Mi teléfono no se los des a nadie. Yo no tengo teléfono celular, ni internet ni nada. Ahora todo el mundo tiene la cabeza metida en esos aparatos. Hasta las viejas. Llamame el día anterior, por si me olvido.

Pero el día anterior a la entrevista, María Nieves Rego (nacida en 1934, 82 años, la bailarina de tango más emblemática de la Argentina que, junto a Juan Carlos Copes —su pareja de baile durante más de cuatro décadas, su pareja de todo lo demás durante periodos intermitentes nunca demasiado claros— formó la dupla de tango de escenario más reconocida de todos los tiempos, bailando en el programa de Ed Sullivan y en la Casa Blanca, convocando la admiración de Gene Kelly, girando por medio mundo) no se ha olvidado. Ese día el teléfono suena pocas veces, ella atiende y vuelve a decir “Hola” como una declaración de hastío.

—Ah, nena. Claro, te espero. Pero no sé de qué vamos a hablar. Si ya tengo la biografía y la película.

La biografía se titula Soy tango, su autora es la periodista María Oliva y fue publicada por Planeta en 2014. La película es Un tango más, su director es el argentino residente en Alemania Germán Kral, tiene dirección ejecutiva de Wim Wenders y es de 2015. Ella considera que esas dos formas de exposición pública son suficientes para que se conozcan su vida y su obra.

—No me vas a tener un día entero, eh.

—No, no se preocupe.

—Ni dos.

El timbre suena con tanta fuerza dentro del departamento que se escucha desde la calle. Segundos después, María Nieves cruza el hall del edificio con paso elástico, erguida, una blusa liviana y pantalones de tela ajustados a los muslos largos. Tiene el pelo corto, teñido de color rojizo y una sonrisa de escenario: genuina y, a la vez, una gran construcción pensada para proyectarse hasta la última fila de la platea.

—Hola, nena, pasá.

Atraviesa el hall de regreso a su departamento volteando la cabeza con gesto refinado, ágil, mirando sobre el hombro para chequear que la siguen.

—Pasá.

Vive en planta baja porque es claustrofóbica y no puede usar ascensores. Se mudó aquí hace algunos años, después de que en su casa anterior, ubicada en un suburbio elegante de Buenos Aires, la asaltaran tres veces. Hay una radio encendida a volumen discreto, sintonizada en una estación am.

—Sentate.

En el recibidor, a un lado y otro de una mesa pequeña, hay dos bancos sencillos, sin respaldo. Sobre la mesa, entre cajas con medicamentos, un paquete de cigarrillos y un cigarrillo electrónico. El parquet del piso brilla como cada adorno, como cada mueble. Todo está sumido en la luz artificial de un foco de bajo consumo, pero aún en esa semipenumbra puede verse que es una casa refractaria al caos, un lugar donde las cosas están ordenadas y pulidas hasta los huesos, como si todo —las paredes, el piso, los adornos— acabara de ser sumergido en un enorme tanque de líquido limpiador.

—Ahora está todo así nomás. Cuando yo estaba bien, no sabés cómo limpiaba.

Apoya los antebrazos sobre la mesa. Tiene dedos largos y uñas fuertes, nobles, que se lucían cuando posaba, hasta hace poco, en fotos en las que se la ve fumando con boquilla, el tajo del vestido lamiéndole la pierna hasta la ingle.

—Este cigarro electrónico lo compré hace un año. No está muy cargado. Lo puse a cargar hace un rato.

—¿Y si lo deja cargar más?

—Uh, pero entonces me pongo nerviosa y agarro ésos.

Señala con la cabeza, como quien señala a un animal dormido al que teme despertar, el paquete de tabaco.

—Tengo que controlarme. Por las arterias. Tengo tapadas todas las arterias por el cigarrillo. Como bailaba, no me afectaba. Después de la película se me tapó, perdoname, hasta el culo.

Usa un fraseo teatral, modulado, haciendo pausas dramáticas, exagerando la porteñidad —alargando, por ejemplo, la ese de “hasta”— con frases plagadas de groserías leves y un slang reo (bacán, yeite, cajetilla) que ha viajado con ella desde el siglo pasado, como tantas otras cosas han viajado con ella: las piernas largas, el vicio por la lubricidad del tango, la mirada pícara que ya tenía en fotos que la muestran, en los años cincuenta, autoconsciente de una belleza vandálica, libidinal.

—Te vas a asustar de lo maleducada que soy. Yo jamás me imaginé que era tanto trabajo una película. Y eso que yo no hacía un carajo. Hablaba, nada más. Pero eran horas. Y el director quería la cosa con Copes, viste. La pica, la pelea con Copes. Yo no lo quiero ni nombrar a Copes. Reconozco que fue el mejor bailarín de tango, que fuimos la mejor pareja, que no va a haber otra igual que Copes-Nieves. Hay un antes y un después de Copes. Lo que hizo con el tango, las coreografías que armó, cómo lo llevó por el mundo, no lo hizo nadie. Pero como tipo, no. Pero no quiero hablar de Copes.

—Yo no le…

—Yo ya quiero borrar mi historia. Mi historia ya la viví. Ya está. Y está el libro, y está la película. Y no quiero que me jodan más. No quiero que me vea la gente. Ya fue. Listo. Porque me siento mal. No puedo hacer lo que yo hice toda mi vida, que es bailar. Entonces, hablar a mí no me interesa. Bas-ta.

Un manejo excelso de las inflexiones de voz hace que, por momentos, parezca una mujer de mansedumbre absoluta y, por momentos, un dragón sorprendido en cólera deslumbrante.

—Bueno, dale. Empecemos.

José Rego Rico. Repartidor de leche. Gallego llegado a la Argentina en un año indeterminado del siglo veinte. Marido de Josefa Freire Pértega. Gallega llegada a la Argentina en un año indeterminado del siglo veinte. Padres de cinco hijos. Dos mayores, Alfredo y Ñata, y dos menores: Cristina (Pirucha) y Cacho. En el medio, dividiendo las aguas, nueve años de diferencia con Cristina, María Nieves, venida al mundo el 6 de septiembre de 1934 en un hospital público y rápidamente trasladada al inquilinato del barrio de Saavedra en el que vivía la familia.

—Mi mamá, pobrecita, una sometida total. No me preguntes mucho de ella porque ni hablaba. No la dejaba mi papá.

—Su papá era una figura…

—Un hijo de puta. Era golpeador. Yo era más chica y me salvaba. Pero si él venía y la veía a la Ñata en la puerta de calle, se sacaba la correa y le daba en las piernas. Yo lo que no le perdoné nunca a mi papá es cómo trataba a mi mamá. No la dejaba hablar en la mesa. “Cállese la boca”, le decía, y le tiraba un bife, un cachetazo. Feo. Muy feo. Y eso me quedó a mí. Un poco de resentimiento con los hombres. Para colmo, después caigo con un tipo que lo buscan las mujeres y que lo encuentran siempre.

—Dice por…

—Por Juan. Psicológicamente me trataba mal. Me decía: “Estás gorda, estás como una vaca”. En el fondo, me sentía como mi mamá. Me sentía… me sentía un sorete. Que no servía para nada.

La vida de María Nieves parece, desde el principio, un tango ominoso: un padre brutal, una madre analfabeta y sumisa que inculcó en sus hijos el pudor y la virtud del perdón, la vida en inquilinatos sin baño, la vida sin plata, la vida sin comida ni ropa ni juguetes, la vida escapándose de la escuela que odiaba (porque no le gustaba estudiar, porque la indigencia la condenaba a usar un uniforme que no era el que tenían las demás, con tablas y moño en la espalda, sino la réplica del impávido uniforme recto y abotonado adelante que llevaban los varones y las maestras), la vida vagabundeando por la ciudad escapada del colegio sin un peso, la vida haciendo filas cuando el gobierno de Perón regalaba para las fiestas de fin de año un pan dulce y una botella de sidra.

—Mi mamá secaba la yerba al sol y con eso nos hacía mate cocido. Yo no tenía juguetes, as

í que jugaba con un sifón de soda. En el pico le ponía un pañuelito y era la cabecita. Le daba besitos, le decía “Ahora te voy a llevar al doctor”. Al lado vivía mi madrina, y para mí la casa de ellos era un lujo tremendo. Cuando ella me invitaba a comer, ¡me quería comer hasta la cacerola!

En su casa se arreglaban con pan viejo, con caridad de los vecinos, con verdura pasada. Pero ella ha sepultado cualquier atisbo de melancolía bajo capas de alguna materia resistente, de modo que cuando cuenta que se compraba una barra de manteca y la chupaba imaginando que era un helado, lo hace sin conmiseración.

—El hambre es una cosa fea. Y el deseo. Sobre todo cuando uno es niño. Querer tomar de esa botella y no poder y desearla y desearla. Es feo.

—¿Y cuándo terminó todo eso?

—Cuando empecé a trabajar de sierva. De sirvienta.

La familia se mudó muchas veces, de inquilinato en inquilinato. Para 1943 vivían en uno de la calle Pinto con tres familias más y un solo baño para todos. Pocos meses después de haber llegado allí, su padre murió de tuberculosis y su madre quedó, a los 45 años, viuda y con cinco hijos, uno de ellos un bebé que no caminaba.

—Cuando se murió mi papá, yo lloraba porque veía llorar a mi mamá. Pero después me puse contenta. Me preocupaba porque pensaba “Ahora nos van a echar de acá, porque no hay plata”. Así que los más grandes nos fuimos a trabajar.

Su madre empezó a limpiar casas. Su hermana Ñata y ella, que abandonó el colegio, hicieron lo mismo. Tenía nueve años y la tomaron como mucama en un chalet de dos plantas en San Isidro, una zona elegante en las afueras de Buenos Aires. La dueña de casa la golpeaba porque no sabía limpiar, porque era bruta, porque le daba vergüenza salir con el delantal de mucama a la calle y se lo quitaba cuando la mandaban a hacer alguna compra.

—El barrio era bacán, elegante, y se ve que alguien le dijo y la patrona me esperó en la puerta y me dio un bife. “Vos sos la sirvienta, tenés que llevar el delantal.” Ahora hay pobres, pero tienen televisores de pared a pared y teléfono y comen como locos. En la época de la pobreza cuando yo fui niña no había nada. Igual te digo que como está el mundo ahora, yo quisiera volver a esa miseria.

—¿Por qué?

—Porque era libre. Vivir en esa libertad. De hacer lo que querés. A pesar del hambre, de todo. No importa. Yo amaba ese lugar. El conventillo de la calle Pinto. Lo nuestro fue muy duro pero al mismo tiempo hermoso, porque te enseña a vivir en la buena y en la mala. Si ahora no tuviera para comer, no me moriría de angustia. Porque ya lo pasé de chica. Por eso vivo humildemente. Ahora tengo la luz prendida porque estás vos. Si no, estoy a oscuras. ¿Sabés cuánto ganaba yo en la primera gira que hicimos con Copes por Estados Unidos? Cincuenta dólares por mes. Y esos cincuenta dólares iban a Pinto y Núñez, al conventillo donde vivía mi mamá. Porque quería que no fuera más sirvienta. Y lo logré. Le compré la heladera, una mesita, la cocinita con garrafa.

A los once años era una mucama cerril y casi analfabeta que soñaba con casarse con un militar, tener hijos y una casa. Entonces empezó a ir a la milonga.

La milonga es un ritmo musical, pero es también el nombre que designa a los sitios donde se baila el tango en Buenos Aires. En los años cuarenta, el tango atravesaba un momento dorado pero no había nada parecido al baile de escenario, veloz y acrobático, que vendría después, sino milongas que funcionaban en clubes o asociaciones barriales a las que acudían los sectores más populares, mujeres y hombres con códigos férreos que se toreaban por una mirada, una traición o un paso mal dado en pistas en las que se bailaba al piso y sin adornos. La Ñata iba a una milonga en el club Atlanta, cerca del cementerio de la Chacarita. Por entonces, María Nieves trabajaba limpiando una casa en el otro extremo de la ciudad, en La Boca, y empezó a rogarle a su hermana que la llevara con ella. La Ñata accedió, pero durante los primeros años no le permitió bailar.

—El tango estaba mal mirado. A nosotros nos tildaban de milongueras putas. Y mi hermana era virgen, y yo por ese entonces también. Me quedaba jugando, o me iba al baño y veía a las chicas de 30 y las envidiaba, porque llevaban zapatos distintos, vestidos distintos. Empecé a fumar porque ellas fumaban, me empecé a afeitar porque ellas se afeitaban. Yo quería ser grande, libre.

No tiene recuerdos de lo que sintió al entrar por primera vez a una milonga y ver a las parejas, a las mujeres con los brazos posados sobre los hombros de los hombres como pájaros sedientos, pero sí sabe que la milonga empezó a ser su vida: lo mejor de su vida. Apenas le alcanzaba el dinero para pagar la entrada, pero iba todos los fines de semana con su blusa única, con su falda única, con sus únicos zapatos chatos y agujerados rellenos de papel. Cuando el papel se rompía, se pintaba el pie para que el agujero no se notara.

—Yo soy dura, nena. Corpiño no usaba porque no tenía. Y tenía flor de tetas. Lástima que no me las fotografié para mostrarlas ahora, de vieja. Ahora ya no son tetas. Son ubres. Te sacás el corpiño y te llegan a la rodilla. Y bueno, qué va a ser, es la vida. Pero yo me iba a trabajar a La Boca de sierva, tomaba tres colectivos, en invierno había escarcha en el suelo y lo único que tenía era un saquito que me había regalado la señora donde trabajaba y una blusita de manga corta. Y no me enfermaba porque era dura.

En 1947, cuando en una milonga llamada Estrella de Maldonado vio entrar a un morocho que le clavó los ojos, ella tenía 13 y aún no había bailado ni una sola vez.

—Tenía una gran pinta, morocho, lindo. Pero era un carrito, como les decíamos a los que bailaban mal.

Él se llamaba Juan Carlos Copes, le llevaba apenas tres años y la invitó a bailar, como es costumbre, con una leve inclinación de la cabeza, desde lejos. Ella bajó la mirada, en señal de “no, gracias”, pero pensó en él esa noche, y muchas de las que siguieron, aún cuando no volvió a verlo.

—Desapareció un año y después reapareció en Atlanta. Ahí ya sabía caminar, ya sabía abrazar bien.

Copes se había transformado en un bailarín de respeto, de pasos largos y sedosos. Ella ya se había fogueado bailando con altos y bajos, con buenos y malos, y le había bajado al cuerpo todo lo que ya era, sería: los ojos cargados de vivacidad, la piel blanquísima, los pechos altivos ondeando sobre caderas suaves apoyadas en unas piernas como culatas de rifle. Cuando Copes la vio se le fue encima y, esta vez, ella aceptó. En el libro Soy tango, María Nieves dice que, cuando estaban en la pista, “él acercó su boca a mi oreja y me susurró unas palabras que me hicieron vibrar: ‘Cómo nos vamos a querer’”.

—Qué buena frase, ¿no?

Ella se encoge de hombros.

—Muchos te decían frases así. Era un yeite, un truco de la milonga.

—Entonces, a usted nunca le importó esa frase.

—No.

—¿Y cómo la conquistó?

—Porque tenía pinta y me gustó. El amor no se elige.

Empezaron a bailar fin de semana tras fin de semana con un estilo en el que, más que la usual supremacía masculina, importaban los dos, la célula ardiente de la pareja que formaban. Después de algunos meses, Copes le pidió permiso a la Ñata para noviar con Nieves. La Ñata se lo concedió a condición de que la tomara en serio. Un año más tarde se acostaron por primera vez.

Juan Carlos Copes no sólo resultó ser un bailarín excepcional, sino el dueño de un talento coreográfico enorme y de una ambición sin prudencia: en una época en la que nadie imaginaba que podía llevarse el tango bailado a un teatro, él ya tenía intención de hacerlo y demostrar que no era un ritmo rufián, sino un arte. María Nieves fue la cómplice perfecta: tenía talento, belleza y capas de devoción por él. Además de bailar en la milonga, empezaron a presentarse en concursos y competencias, en sociedades de fomento, en clubes. Ganaban, perdían, insistían. Copes convocó a otros bailarines, empeñado en montar un espectáculo en la avenida Corrientes, donde están los teatros más importantes de la ciudad. Un día fue a El Nacional, cuyo dueño, Carlos A. Petit, tenía también un cabaret histórico, el Tabarís. Copes le habló de su proyecto. Petit se interesó y así fue como, en 1955, debutaron en El Nacional y el Tabarís. Hacían un número de tango entre coristas, vedetes y algunos cómicos, y aunque ganaban apenas para pagarse el viaje, y ella seguía limpiando casas, fue el arranque de algo que ya no se detuvo y, también, de las primeras crisis entre ellos: Copes quería llegar más alto y Nieves sólo quería ir a la milonga y bailar con él. Un día, loca de celos por ese hombre al que en los camarines del teatro las demás miraban con ojos predadores, amenazó con irse. Él le dijo “Andate” y ella se fue. Pero en 1956 surgió una gira por Chile y retomaron el baile y la relación. En 1957 debutaron en el Chantecler, otro sitio tradicional de Buenos Aires.

—Ya entonces no teníamos competencia, traíamos un estilo con el que íbamos a arrasar. Algo elegante, al piso, tango de escenario pero no acrobático. Y ahí Copes empezó a decir “Hasta Nueva York no paro”.

—¿Y usted?

—Yo, por mí, no hubiera hecho nada. Ahora seguiría bailando tango, ya con mi marido viejito, en la milonga. ¿Cuál es el sueño de una mujer? Tener un hijo. Tener marido. Te hablo de mi época, eh. Ahora es distinto.

—Usted no quería vivir del tango.

—No. No fue una vocación propia. Mi sueño era tener una familia. Y salió pa’la mierda.

— ¿Cuándo dejó de trabajar como….?

— ¿Cómo sierva? No sé. Tendría dieciocho años.

Viajaron por Puerto Rico, por Cuba, por México. “Ella me reprochaba que había tenido que dejar todo, su madre, su barrio, por los compromisos en el extranjero —dice Juan Carlos Copes en Soy Tango—, y yo, en cambio, quería progresar, salir al mundo, demostrar que el tango no es cosa de malandrines del bajo fondo y que con su música se pueden lograr coreografías y shows de nivel internacional. De hecho, lo logré, pero no puedo decir que lo hice gracias al apoyo que recibí de María Nieves.” En 1959 llegaron a Nueva York e hicieron, en el Waldorf Astoria, un show llamado “Evening in Buenos Aires”. Los bomberos tuvieron que cortar la calle por la enorme cantidad de público. Después, todo sucedió muy rápido.

—Voy a hacer unos mates —dice María Nieves.

En la pared del pasillo que divide los cuartos de la sala hay un espejo ovalado, antiguo.

—Qué lindo espejo.

—Me lo rayaron todo con la cámara, cuando vinieron a filmar —dice desde la cocina—. Es una antigüedad. Debe costar cualquier guita.

—Pero no está rayado.

—Sí. El boludo que filmaba la película estaba con la cámara y me lo rayó.

—¿Le parece que la película quedó bien?

—No, como el orto.

Regresa de la cocina y apoya la pava y el mate sobre la mesa.

—El director estuvo acá hace tres días. Y se la canté. Le dije: “Vos tenés mucho que aprender, inclusive de mí, porque vos me tendrías que haber preguntado”. Él la armó allá, donde vive. ¿Por qué no la vino a armar acá y yo le decía lo que tenía que poner? Yo me comí un año de frío, de lluvias, de madrugadas. Me decían “Empezamos a las ocho”, y eran las diez y todavía no empezábamos. Les dije “Aprendan a ser profesionales”. Nunca llegué tarde. Jamás. Por qué no aprenderán a ser profesionales, la puta que te parió.

En la película de Kral también participa Juan Carlos Copes, y María Nieves cree que no es tanto lo que ella esperaba —un documental sobre su vida y obra—, sino un registro de su relación con él. En una escena, mientras habla sobre Copes, se detiene abruptamente y le dice al director: “No. No tengo por qué hablar de eso. Te dije hace muchos días que no quiero hablar más. No sé. Inventa cosas vos si querés. No vas a ahondar más, porque me voy a quedar así, muda. No hablo más. Y no hablo más. Y ya me lo hiciste nombrar”. Hace un silencio, como una ola bestial que retrocede para tomar envión: “¡Copes, Copes, Copes! ¡Ya me tenés podrida con Copes!”. Y, como un cóndor que se lanza a destrozar su presa, grita, con ira cerval: “¿¡Quién carajos es Copes!?”.

—Ella tenía que contarme su historia con Juan Carlos porque si no, no había película —dice Germán Kral, el director de Un tango más, desde Múnich—. Le costaba mucho hablar. Y en un momento explotó y me mandó al carajo. Pero tres minutos después se calmó y me agradeció que estuviéramos haciendo esa película. En ningún momento dijo: “Se van de mi casa”. Eso es parte de su profesionalismo. Yo creo que es completamente contradictoria, y eso es lo fascinante de ella. Ellos no se hablaban, y bailaban como los dioses. Se querían matar sobre el escenario. Y de ese odio surgió una tensión y una belleza que transformaba el baile en puro arte.

En la primera escena de la película, María Nieves y Copes se encuentran sobre un escenario. Se miran a los ojos. Él levanta el brazo izquierdo. Ella posa su mano en la de él. Copes hace un movimiento apenas perceptible con la mandíbula, como si mordiera. No bailan.

—Cuando terminó la película dije “Bueno, voy a descansar un poco”. Y cuando quise volver a bailar, noté un dolor en la cadera. Fui al hospital y me dijeron que tengo las arterias tapadas y que no se puede hacer nada. Eso me tiene con una depresión tremenda. Pero no se me nota. Cuando me quedo sola, lloro un montón. Me vengo cada vez más abajo, ¿y qué hago? Como. Me levanto cien veces por noche para comer algo dulce y al rato algo salado. Y entonces me pongo… una vaca. Por qué mierrrda, digo yo, no me cagué las manos en vez de las piernas. Entonces no salgo. Para ir por la calle caminando como una viejita, no. Yo tengo 82 años, pero no me siento una viejita. Yo siento que podría haber dado mucho más a la gente, ya de veterana. Porque yo, cuando Copes me sacó del ballet, me dije “Bueno, soy una vieja”. Y me lo creí.

—Pero tuvieron buenos momentos.

—En la vida siempre hay malos y buenos momentos. Estuvimos muchos años, y estaríamos todavía. Y seríamos la pareja del siglo XXI. Ahora la gente nos haría homenajes en todos lados. Aparte está eso de… cómo se llama… internet. Yo no entiendo nada, pero tengo la chica que me hace todo el Facebook. A veces me muestra, me dice “María, mire lo que dice la gente de usted, cómo la quieren”.

—¿A usted le gusta leer esas cosas?

—Nena, sí, pero yo pienso ¿la gente no tiene nada que hacer? Es increíble. Están al pedo, digo yo.

Aquella presentación en el Waldorf Astoria tuvo consecuencias. Los convocaron del Arthur Murray Show, un programa de la CBS, y eso hizo que los contrataran en el teatro Chateau Madrid, de Nueva York, y eso hizo que en 1961 les propusieran presentarse en New Faces, un programa de televisión que buscaba nuevos talentos, y eso hizo que los llevaran al show de Ed Sullivan. Por entonces, Copes desarrolló una coreografía que consistía en bailar una milonga rapidísima sobre una mesa de poco más de un metro de largo. El número fue un boom, aunque ella siempre le tuvo pánico (“una vez se nos cerraron dos patas de la mesa y fuimos bailando, tiqui, tiqui, hasta bajar, pero nos pudimos haber matado”). Recorrieron el país, se presentaron nuevamente en el Chateau Madrid, en Las Vegas. Pero la relación entre ellos no era fácil: él estaba rodeado de mujeres y quería seguir creciendo en el espectáculo; ella sólo quería volver a Buenos Aires y estar con su mamá. Así y todo, en 1965 se casaron en Las Vegas. Cuando regresaron al país, compraron una casa, y ella llevó a su madre a vivir con ellos. “Le di las llaves —dice Copes en Qui&eac te;n me quita lo bailado (Corregidor, 2010), la biografía que sobre él escribieron Mariano del Mazo y Adrián D´Amore—, le dije acá tenés, tu barrio, tu casa, tu madre, tu libreta de casamiento. Ahora no me jodas más. Yo sigo solo.” Se fue de gira un año. Ella conoció a José, un hombre que vendía ropa a domicilio. Él quería casarse, tener hijos, pero cuando Copes regresó, ella volvió con él.

—Yo dije “Lo único que sé hacer es bailar tango”. Pensé que si no estaba Copes no podía bailar con otro. Tonta de mí. Entre elegir a uno o a otro, elegí el tango. Me quedé con Copes.

Se mudaron a un chalet en Olivos, una zona acomodada en las afueras. Aunque bailaban juntos y compartían casa (ella y su madre vivían en el piso de abajo, él en el de arriba), se peleaban por todo: por una mujer, por un paso de baile. Los contrataron en Caño 14, un club nocturno al que iban empresarios, políticos, y donde se montaba un espectáculo con lo mejor del tango de entonces: Osvaldo Pugliese, Mariano Mores, “el Polaco” Goyeneche. Bailaban, también, en sitios como Karim, donde mujeres de categoría cobraban por copas de categoría, y por todo lo demás. Debajo del escenario no se hablaban, pero en el escenario eran dos diablos: transformaban la ira en precisión, las piernas de ella como cisnes entre las piernas bravas de él, aunque vibraran de encono. Ella era una reina de hielo, una diva autista que llegaba maquillada, bailaba y se iba sin hablar con nadie rumbo a su casa o a una milonga.

—Nunca me gustó el ambiente artístico. Si puedo salir del teatro de rodillas para que no me vean, salgo. Yo voy, trabajo y me vuelvo.

Juan Carlos Copes, en cambio, llegaba a esa casa en la que vivía con una mujer que no era su mujer a las siete, a las ocho de la mañana. En Quién me quita lo bailado, dice: “Mi vida personal era un desastre. Todas las noches me emborrachaba (…) Dos veces me pegué terribles piñazos con mi auto, en choques que cualquier psicólogo no dudaría en considerar como intentos de suicidio”. “Nieves es para mí la mejor bailarina de tango —dice en Soy tango—, pero ella no estaba hecha para enfrentar una situación comprometida con el arte (…) El ‘no’ lo tenía como primera respuesta a cualquier propuesta o plan que le hiciera. Además, peleábamos siempre. (…) Nos puteábamos antes de bailar, dejábamos de hacerlo cuando bailábamos, y cuando terminaba la función volvíamos a putearnos.” En 1971 comenzaron a trabajar en Karina, otro club nocturno. En 1972 una muchacha de 18 años llamada Myriam Albuernez fue a ver el espectáculo. Copes la vio y quedó prendado. Siguió un romance sin mucho plan, y él decidió dejar la casa que compartía con Nieves para mudarse a un departamento del centro. Unos años después Myriam quedó embarazada y, en 1976, nació la primera hija de ambos, Geraldine. María Nieves dice que, durante todo ese tiempo, ella no supo de esa relación.

—Me enteré de la hija porque alguien me dijo “María, vos sabías que fulana…”. Cuando supe eso, también lo superé. Fue el orgullo lo que sufrió.

—Pero ustedes ya no eran pareja.

—Yo ya no lo quería a él. Y empecé a vivir la vida que no viví de jovencita. Viví mi libertad. Ay, ahora sí me voy a fumar uno.

La mano aterriza, certera, sobre la caja de cigarrillos. Toma uno, lo prende.

“Con Myriam —dice Juan Carlos Copes en la película de Kral— hace 42 años que estamos juntos, y me dio dos hijas. Y con María no pasó eso. Con María nos peleábamos todos los días.” “Ojo, que yo podía tener hijos —dice María Nieves en la película—. Porque por ahí la gente se pregunta ‘Y bueno, ella no tuvo hijos, debe ser estéril’. No. Si yo ahora tengo 15, 16 años, y quiero tener un hijo, lo tengo. Y en mi casa me van a abrir las manos y en el barrio no voy a ser mal mirada. Pero en mi época eso era tabú. Pero sí. Podía tener. Pero hasta ahí te puedo decir, nada más.”

—En esa época no dejé títere con cabeza. En la milonga tenía la mejor mesa reservada, con whisky o champagne importado, llena de chicas amigas. Entraba a la milonga y era la reina. Pero basta. No quiero contar esto. No. Estamos hablando de mi historia de amor. No hablo más.

—Siguieron bailando juntos.

—Te diría que fue nuestro mejor momento.

En los años ochenta, el director Claudio Segovia montó un espectáculo llamado “Tango argentino”. Junto a músicos como Horacio Salgán y cantantes como Roberto Goyeneche, convocó a las mejores parejas del tango bailado —Virulazo y Elvira, Mayoral y Elsa María—, entre los que estaban María Nieves y Juan Carlos Copes. El espectáculo rodó durante diez años por el mundo y le dio al tango, desde su estreno el 10 de noviembre de 1983 en el teatro Chatelet de París, una relevancia internacional que jamás había tenido. En 1984 desembarcaron en el City Center, de Nueva York, donde fue un éxito de dimensiones escalofriantes, y en 1985 debutaron en el teatro Mark Hellinger, de Broadway. El New York Times y el Washington Post los pusieron por las nubes. Tenían planeado permanecer cinco semanas y se quedaron seis meses. A fin de año, el New York Times destacó a Copes y Nieves como los mejores en el rubro de la danza, y él estuvo a punto de ganar un premio Tony, pero lo perdió en manos de Bob Fosse. En 1986, ambos fueron invitados a bailar en la Casa Blanca, para Ronald Reagan, y la hija de Gene Kelly fue a verlos durante una presentación en Los Ángeles para llevarlos a casa de su padre, que quería conocerlos.

—Yo no lo podía creer. Verlo ahí. Estaba enfermo, con una de esas batas que nos ponemos los viejos, esas zapatillas de felpa que usamos los viejitos. Le pedimos sacarnos una foto y no aceptó. Nos dio una foto de él, autografiada. Me parece muy bien. Como si vos ahora me decís que me querés sacar una foto, te digo que no. Después también me acuerdo de ese actor mexicano que murió. El zorbo.

—¿El zorro?

—No. No. El del baile.

Se pone de pie e imita el baile de Zorba, el griego, tarareando.

—Ah, Anthony Quinn.

—Ése. Fue a vernos a Broadway. Estaba con la mujer. Fue un flechazo. Me lo hubiera bajado. Qué ojos negros, nena. Los clavó en mí y yo los clavé en él. Pero no pasó nada.

A lo largo de todos esos países, en todos esos hoteles, durante todas esas giras, María Nieves sólo hizo dos cosas: extrañar a su madre y hacer su trabajo.

—Yo era como una monja. Me la pasaba llorando porque extrañaba a mi mamá. Me quedaba en el hotel. Tenías que organizarte, lavar tu ropa. No teníamos asistentes. Mirá las Kardashian esas. Son unas cara rotas. Hacen el gran kilombo. Se pelean entre ellas, se casan, se separan. Y tienen quinientos asistentes.

—¿Qué era lo que hacía tan especial el estilo de ustedes?

—Yo pienso que entra todo. Entra hasta que él era morocho y yo blanca como la leche. Siempre me decían que parecía terciopelo mi piel. Ahora mirá cómo estoy, toda llena de manchas. Parece que me maldijeron. Hablaban de mis piernas, de mi piel. La piel la tengo toda manchada y mis piernas jodidas.

En 1987, después de varias desavenencias con el elenco, renunciaron a “Tango argentino” y regresaron al país. Siguieron bailando en clubes nocturnos y teatros, con épocas buenas y malas. Ella seguía viviendo con su madre, y mantenía en alto el orgullo de no haber llevado, jamás, un hombre a casa.

—Yo era difícil. Pero si me gustaba, chau. Por ahí me duraba una semana, por ahí dos meses. Pero a mi casa, nunca. No quería darle ese disgusto a mi mamá. Ella murió en 1993. Tenía 92. Murió antes de todo lo que pasó después. Por suerte. Así no vio nada.

En 1996, ella y Copes hicieron una gira por Japón que duró un mes, y los organizadores de una de las presentaciones les pidieron que, al terminar, ambos dijeran unas palabras.

—Era la primera vez que yo iba a hablar en público, y sentí unos nervios terribles. A mí nunca me habían pedido para hacer una nota, nada. Él tenía facilidad de palabra. Yo era un ogro. En ese momento yo pensaba que todo era él, yo no me daba importancia.

Bailaron y después se acercaron al micrófono. Mientras él se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, ella dijo: “El tango danza tiene algo muy especial, que es la comunicación en la pareja. Por eso es que al bailarlo sentimos un sinfín de emociones. Como podría ser el amor, pero también el odio”. En el video que registra el momento puede verse que, cuando ella dice “pero también el odio”, Copes la mira por un segundo, casi sorprendido.

—Dije eso, pero no lo dije con rencor. Y me fui caminando. Esa caminada mía…

Se levanta y recorre la sala varias veces, las piernas como dos jaguares que saben lo que tienen que hacer.

—Yo soy felina, viste. Pero eso es porque vos sentís el aplauso del público y empezás a caminar y mirás al hombre y es… Es una sensación que te transporta. Yo ahí ya no soy María Nieves. Soy otra cosa. Me ponen lo que sea adelante y me lo como. El tango es como un acto de amor. Porque empezás caminando, haciendo firuletitos chiquititos con las piernas del hombre, y terminás con los ganchos, nena, que es un polvo.

Pone la palma de la mano hacia arriba y haciendo énfasis en la primera sílaba de la palabra “polvo” repite:

—Es un polvo. Qué querés que te diga.

En una de las habitaciones de su departamento de Palermo, la periodista María Oliva tiene cajas repletas del material que recopiló para escribir Soy tango, incluida la carta documento que Copes le envió, después de que lo entrevistara, prohibiéndole usar su imagen y su nombre bajo apercibimiento de acciones legales.

—No fue fácil conseguir que María me recibiera. Logré que alguien la llamara, le hablara de mí, y después de llevarle flores, de pasarle cartas por debajo de la puerta, lo logré. Yo creo que es una persona complicada. Y tiene una especie de melancolía. Ella estaba en Estados Unidos en el éxito máximo, y extrañaba a su mamá. Es la dicotomía continua. Le duelen las piernas, pero está mejor de lo que ella cree. Vive como si viviera en la miseria, y se podría pagar las cosas perfectamente. No te habla de Copes pero a veces saca el tema, le vuelve toda la bronca y después te dice que ya perdonó. Pero ella tiene una cosa de excepcionalidad increíble. Va al supermercado y es una viejita. La ves cuando va a bailar y se transforma. Empieza a caminar derecha y tiene una agilidad impresionante. Cuando Copes la largó, le agarró desesperación porque no sabía hacer nada sin él, sólo bailar. Él arreglaba los contratos, decía cuánto cobraban. Así que le vino un bajón de dos años porque sentía que no podía sin Copes.

Antes de aquella gira por Japón, Myriam Albuernez le había dado un ultimátum a su marido, Juan Carlos Copes: “Yo me aguanté 25 años de mi vida —dice Myriam en la película de Kral—. Salió la gira a Japón y yo le dije a Juan: ‘Bueno, mirá, yo creo que la etapa con Nieves está cumplida. Pensalo. Si vos volvés a casa, no existe más Nieves como compañera de baile. Si seguís bailando con Nieves, ni vuelvas a casa’. Y él volvió a casa”. Así, un día de 1996, ya en Buenos Aires, María Nieves recibió la visita del director Manuel González Gil, que le comunicó que estaba preparando con Copes un espectáculo llamado “Entre Borges y Piazzolla”, y que ella no estaba en el elenco.

—Yo sentí como que me clavaban un puñal en el corazón. Se dio cuenta, porque me dijo: “Bueno, María, la dejo porque tengo un ensayo”. Yo siempre pensé que íbamos a morir bailando el tango juntos. Porque era una pareja tan linda la nuestra. No me imaginaba bailando con otros hombres, y que él bailara con otra mujer.

“Los quilombos venían de hacía mucho —dice Copes en Quién me quita lo bailado—. (…) Alguna vez tenía que tomar la decisión de hacer un espectáculo sin ella. Yo sabía los riesgos que corría: el público nos tenía muy identificados. Además, siempre tuve en claro que Nieves es irremplazable. Pero yo no quería sufrir más ni tampoco hacerla sufrir a ella.”

—Por qué mierda no me echó antes, cuando yo tenía 50 años. Pero yo tenía 62. Por qué no me echó antes. Hubiera hecho una revolución yo. Pero pensé que el tango se había acabado para mí.

—¿Qué hizo?

—Nada. Me quedé en mi casa.

Fueron casi dos años de encierro. Dos años de no saber qué hacer. Dos años en los que el baile empezó a ser cosa del pasado. Hasta que en 1998 Luis Pereyra, un bailarín que había formado parte del ballet de Copes, le ofreció incorporarse al elenco de “Tango, la danza del fuego”. Aunque había perdido entrenamiento, ella aceptó. Sacó de los armarios zapatos y vestidos, asistió a los ensayos. El día del estreno salió al escenario temerosa. Pero, antes de que pudiera dar un paso, la gente estalló en una ovación. Pensó, incrédula: ¿Me aplaudirán porque me tienen lástima?

—Es que yo siempre pensé que él era todo. Que él era el importante de la pareja. Pero ahora hasta sin bailar me aplaudían. Al final me ayudó que me haya echado de la compañía, porque yo demostré que soy muy importante dentro del tango. La gente me mimaba, me gritaban “No te mueras nunca”.

En 1999, Claudio Segovia repuso “Tango argentino” en Broadway y la convocó para que bailara, una vez más, con Copes. Ella aceptó, dice, por dinero. Él hizo lo mismo. Estuvieron diez semanas bailando como dos espadas, sin dirigirse la palabra. “Hacía tres años que no tocaba a Nieves —dice Copes en Quién me quita lo bailado—, pero era muy buen dinero. Lo agarré a Segovia y le dije ‘Vos sos patético, Nieves es patética y yo también’. Así que el tango que elegí para el regreso fue, justamente, Patético, de Caldara (…) En la última función (…) me preparé para bailar con Nieves y creo que ambos tuvimos la impresión de que sería la última vez (…). A pesar del odio y los rencores acumulados, el momento no me resultaba indiferente. Y estoy seguro de que a ella tampoco.” Desde entonces, cada vez que le pidieron hacer una exhibición en público, ella exigió hacerla con el mismo tango: Patético, de Caldara.

En 2001 la convocaron para participar en “Tanguera”, una puesta de la bailarina Mora Godoy, de mucho éxito, y volvió a las giras por el mundo: Europa, Asia, Estados Unidos. A los 65, a los 75, a los 79 años, María Nieves bailaba con compañeros a los que les llevaba décadas —Pancho Martínez Pey, Junior Cervila—, recibía homenajes, arrancaba ovaciones en el Mundial de tango de Buenos Aires, se ofrecía en cruz ante el frenesí de un público que no había imaginado. Y entonces, una vez más, todo terminó.

—Porque se me taparon las arterias. Lo último que hice fue el año pasado para el Mundial. Una charla. Y como estaba Pancho Martínez Pey dije “Bueno, les voy a regalar un tanguito de salón”. Bailé y me dolió hasta acá arriba. Y nunca más.

En el living, sobre una silla, hay una pila de estudios médicos, radiografías, análisis de laboratorio.

—Tengo que agarrar todo y quemarlo. Ya no quiero ir más al médico. Me decían: “Venga en un mes”. ¿Para qué me hacían ir, si me decían: “Siga con las mismas pastillas, no le podemos hacer nada”? ¿No me pueden hacer nada? Entonces no voy más.

En los últimos años, María Nieves y Copes se cruzaron pocas veces. Una de ellas fue en 2012, en el homenaje que ella recibió durante el Mundial de tango. Después de una larga exhibición durante la que bailó con varios compañeros, y con el Luna Park reventando de aplausos, Copes subió al escenario y se dieron un abrazo sonriente y profesional.

—¿Cuándo fue la última vez que se vieron?

—El día que terminó la película, que nos agarramos en el escenario. El director quería que yo hiciera un paso, dos, y le dije: “¡No! Yo con Copes no bailo más”.

Y entonces hice eso de encontrarnos, agarrarnos, y cada uno siguió su camino.

—¿Le gustó verlo ahí?

—No, no me gustó para nada. Por eso digo, volvería a hacer todo lo mismo. Pero solita. Todo igual, pero sin Juan.

—¿Y con él nunca pensó en tener hijos, en… ?

—Sin palabras. Sin palabras. Bueno, ya me estoy cansando, nena. Me aburre hablar. Y me quedo como cargada de bronca por dentro. Porque no quiero hablar más de mi vida. Me da bronca porque en mi interior me estoy diciendo ¿por qué lo aceptaste? Ya está la película y está mi libro. Es demasiado. Van a decir “Pero siempre cuenta lo mismo esta mujer”.

Una extraña forma de la modestia: no hablar más por el convencimiento de que el mundo —entero— ya conoce su historia.

En la página oficial de Juan Carlos Copes pueden verse fotos en las que él y María Nieves están con Fernando Lamas —ella con un pañuelito al cuello—; con Piazzolla en el Arthur Murray Show —ella con un vestido pegado al cuerpo—; con Ed Sullivan —ella con un vestido que parece de látex—; con Aníbal Troilo —ella con un vestido de espalda desnuda y falda acampanada, bajo la dedicatoria de Troilo que dice “A los geniales Juan Carlos y Nieves, con mi admiración”—, pero los epígrafes la eluden como si no existiera: dicen “Con Fernando Lamas”, “Con Piazzolla y Arthur Murray”, “Con Ed Sullivan”, “Con Troilo”.

En el living de la casa de María Nieves, en el estante más alto de un modular, bien visible, hay un portarretrato con una foto de ambos. Ella lleva un vestido negro y está sentada sobre la pierna de él. Ambos miran al frente, sonriendo, divertidos. La foto podría ser de fines de los años ochenta.

—¿Querés ver los vestidos antes de irte?

Los vestidos que usó hasta hace un año —negros, con brillos, flecos, escotes y tajos hasta la cintura— cuelgan de un perchero en un cuarto donde también guarda las pocas fotos que le quedan y que registran su paso por diversos escenarios.

—Nunca me interesó guardar. Estos son los vestidos de los últimos años. Pero cada vez que me mudaba tiraba todo. Mi mamá, pobrecita, siempre me decía: “Vos sos artista, tenés que ayudar a tus hermanos”. Y los ayudé. Les compré un departamento a cada uno.

— ¿La vienen a visitar?

—Tengo una sola amiga de la infancia, Teresa, pero vive en la loma de la mierda. Y yo no me voy a ir a verla hasta allá.

— ¿Podría hablar con sus hermanos?

— ¿Para qué querés?

—Para tener más opiniones.

—Mi hermano está de viaje.

— ¿Y su hermana?

—No va a querer.

— ¿Y si le preguntamos?

—Bueno. Pero entonces la tengo que llamar por teléfono.

Camina hasta la sala, se sienta en el brazo del sofá y marca un número

en el teléfono fijo.

—Hola, Piro, soy yo.

Entonces comienza un diálogo a dos bandas con un timing perfecto, como si siguiera el guion de una sitcom, llevando la mirada a las rodillas cuando habla con su hermana, alzándola cuando no.

—Piro, me dice la periodista que te quiere llamar por teléfono. ¿O vos querés hacerlo ahora, nena? No, Piro, dice que ahora no, que mejor en la casa, así toma nota con la máquina. ¿Mañana a las dos podés, nena? Dice que sí, Piro. ¿Y vos cómo estás, Piro? Ah, boludeando. Sí, yo también. Me cansé de hablar de mí. Estoy repitiendo todo lo que dije en el libro, Piro.

A las dos clavadas dice que te llama, Piro, así que estate al lado del teléfono. Chau.

Corta y dice:

—Listo.

—Gracias, María. Bueno, me voy porque ya me odia, ¿no?

—No, nena. Yo no te odio. Yo, si odio a alguien, es a mí misma. Por aceptarte. Pero no te voy a odiar a vos.

En la puerta de calle, al despedirse, sonríe y dice:

—Gracias. Y no le digas a nadie dónde vivo.

Los hermanos mayores de María Nieves, la Ñata y Alfredo, ya fallecieron. Cristina Rego, la hermana menor, es bailarina y formó parte del ballet de Copes durante muchos años. Luego se quedó a vivir en Canadá, y hace tiempo regresó a Buenos Aires.

—Tanto la quiero a María. Cada vez que ella se iba de viaje yo me volvía loca. María era LA mina, la hembra. Arriba del escenario mataba. Ahora la veo deprimida. Ella no era así. Anda con esos pelos canosos, no ve a nadie. Quiere que mi hija o mi hermano vayan a su casa, pero después dice: “Uh, Cacho me raya el piso”. Entonces no va nadie. Ella quiere controlar todo. Creo que le agarró esa depresión cuando Juan la pateó. Es una pena. Porque entraba al escenario y decía “Acá estoy yo”. Juan fue la vida de ella. Ella empezó en el tango porque era la manera de estar con él. Se enamoró de él y después se enamoró del tango. Yo creo que en lo privado se quedó en el camino. Pero fue una mujer que más de cuatro señores de mucha plata le arrastraron el ala. Y nunca les dio pelota. Pero en lo profesional, está arriba de todo. Ella se siente la número uno y es la número uno.

—Hola, ¿María?

—¿Quién habla?

—La periodista. Quería combinar con usted para que la fotógrafa fuera a su casa a hacer reproducciones de las fotos de su álbum.

Primero dice que esa semana no puede, después que puede el jueves, después que el jueves a la mañana no puede, después que sí.

—Que venga a la mañana. Entonces vos vení a la tarde.

—¿Puedo volver a verla? Pensé que…

—Vení a las dos. Decile a la fotógrafa que, si viene del centro, tiene que tomar el colectivo que la deja…

—Sí, no se preocupe. Ya le avisé que usted no quiere retratos actuales.

—¿Yo? ¡No! ¡Yo retratos no!

—Precisamente…

—¡Que se hubieran acordado antes! Hace dos años sí me hacían un retrato. Ahora no. ¿¡Sabés para qué quieren hacerme retratos ahora!? Para decir: “Mirá la vieja”. ¡No! ¡De ninguna manera! ¡Que se hubieran acordado antes!

El jueves a las dos de la tarde, María Nieves cruza el hall de su edificio vestida con una blusa floreada que deja descubiertos el cuello y los hombros, y pantalones de un animal print discreto.

—Hola, nena, pasá.

La casa está igual que dos semanas atrás: impecable, casi a oscuras, la radio prendida, la persiana baja. Ayer a la mañana fue caminando al médico y, también caminando, al mercado donde compra un pan que le gusta.

—Algo camino. Pero antes iba y volvía en quince minutos. Ahora tardo una hora. Esta mañana vino la fotógrafa.

—Sí. Me dijo que usted le permitió hacerle unos retratos.

—¿Sabés qué pasa? Es que yo soy tan profesional. Tenía en mente que no me iban a sacar fotos. Y no quería y no quería. Y después me dije “Puta, parecés una aficionada”. Yo tendría que haber cuidado toda mi vida artística como pretendo cuidarla ahora. Ahora ya no vale la pena nada. ¿Tomás unos mates?

Se levanta y entra a la cocina. Regresa con la pava, el mate. Los apoya sobre la mesa.

—No tengo un futuro en mi mente. Lo único que quiero es no sufrir. Me gustaría acostarme un día y no levantarme más. Pero miedo no me da nada. Bueno, me da miedo sentirme mal y no poder llegar de la cama al teléfono.

—¿Y si se compra un teléfono celular?

—No. Voy a buscar a una persona para que esté acá. Va a llegar un momento que voy a necesitar que me acompañen. Yo me llevo bien con mi edad. Cuando me llegue, me llega. Y como siempre digo: si vuelvo a vivir haría lo mismo. Me gustaría lo mismo. La miseria, todo. Tomar mate cocido con pan viejo. Todo eso. Menos Copes.

—¿Pero qué le dio la miseria?

—Felicidad. Nacimos con la miseria y para nosotros era una cosa normal. Yo cuento de mi infancia porque la tengo en mi mente, pero gracias a Dios saqué de mi mamá no ser mentirosa, no tener envidia y saber perdonar.

—¿Ella lo pudo perdonar a su padre?

—Seguro. Si no, no lo hubiera llorado.

—¿Y usted?

—No. Yo a mi papá no. Nunca.

—¿Y a Juan?

—Ah, sí. Yo a Juan lo perdoné. Me gustaría ser amiga de él. Yo era sirvienta y podría haber seguido de sirvienta. Pero tengo que reconocer que el tango me dio mucho. Siempre les digo a las bailarinas jóvenes que, si van a tener un hijo, no dejen pasar el tiempo. El tango puede esperar.

—¿Hubiera dejado el tango por una familia, por…?

—Sí. Sin duda. Sí, sí.

De pronto se queda callada. Tiene una expresión temible, la mueca de alguien que va a arrojarse en picado sobre su carga más oculta para ponerle fin.

—¿Está apagado eso? —pregunta, mirando el grabador.

—No.

—Apagalo.

—¿Por qué?

—Porque te voy a decir un secreto.

Cae la tarde cuando acompaña hasta la puerta y, con una sonrisa humilde, dice:

—Gracias por interesarte en mí, nena.


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