Revista Pijao
Los guardianes de la literatura francesa
Los guardianes de la literatura francesa

Por Marco Bonilla

Aunque oficialmente es primavera, el invierno parece no querer irse de París. La ciudad se encuentra amortajada por un cielo plomizo que no motiva a salir de casa. Para Marcel Moreau, sin embargo, es un día como cualquier otro. Cubierto con un abrigo camina cansinamente bajo la sombra de la Sainte Chapelle. Ni los vientos que vienen del mar del norte y se encuentran con el Mistral que viaja al sur, ni las lluvias frecuentes afectan la voluntad de este hombre que tiene uno de los oficios más inciertos del mundo: el de librero.

Marcel es un buquinista (del francés bouquin, libro pequeño), galicismo con el que se describe a los vendedores de libros usados y antiguos que sobreviven a ambas orillas del río Sena. Tras siglos de actividad, los buquinistas son parte del paisaje de los muelles románticos de París y sobreviven en un mundo incierto que amenaza su oficio.

Frente a la torres de la Conciergerie, última morada de María Antonieta, Marcel tiene su puesto de libros parapetado en un muro frente al Sena. Nos atiende mientras una tenue lluvia acompañada de una incesante ventisca empapa el ánimo de los parisinos que deambulan por la orilla derecha del río. En su puesto se apilan los libros, algunos verdaderos tesoros. Marcel se especializa en literatura y filosofía alemana. “Tengo todo tipo de textos -afirma mientras aspira un soplo de su cigarrillo Gauloises- pero la mayor parte de lo que vendo es narrativa, poesía y ensayo”.

Mientras atiende a un turista ruso que se acerca a preguntarle por una dirección, pone en mis manos una edición de El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer. Es un ejemplar de la primera edición de 1819, un fracaso editorial para el autor, revendida por su editor como papel de desecho. Cuando se deshace del turista me muestra la etiqueta del libro. ¿El precio? Veintidós mil euros. “Eso no es nada –afirma- mi vecino tiene un manuscrito de recetas, escrito por el cocinero de Luis XIV que acaba de vender a Sotheby’s por 30 mil euros”.

Marcel es uno de los 250 buquinistas que trabajan a lo largo de tres kilómetros en las dos orillas del río, entre el Pont de Sully y el Pont Royal. Cada uno de ellos tiene adjudicados, por ordenanza de la alcaldía de la ciudad, cuatro cajas pintadas de color “verde París”, de ocho metros de longitud, las cuales deben atender al menos cuatro días a la semana. Consciente de su valor cultural y patrimonial, el ayuntamiento de París intenta mantener en alto la tradición de los buquinistas, y por ello elige cuidadosamente a los nuevos libreros. Son de los pocos franceses que pueden decir que están exentos del pago de impuestos por su actividad. Tan sólo pagan alrededor de 100 euros anuales por los derechos a usar la vía pública. Dado que el número de licencias es limitado, la espera puede durar hasta diez años. El modelo parisino de venta de libros a cielo abierto ha inspirado a otras administraciones locales en ciudades como Lyon, Ottawa, Tokio o Beijing.

Algunos buquinistas venden todo tipo de libros. Otros se especializan en temas como cocina, moda, deportes, cine, historia o tiras cómicas. Hombres como Marcel tienen verdaderas cajas de pandora abarrotadas de libros,  muchos de ellos incunables, provenientes de bibliotecas de toda Europa. En el caso de Marcel, obtiene los libros de remates, almacenes de antigüedades y pulgueros de la región Parisina. Se especializan en libros, pero también venden mapas, retratos, daguerrotipos, postales y antigüedades, toda una serie de huellas del tiempo que se niegan a desaparecer en la era de la obsolescencia programada. Se cuenta que el bibliotecario de la Comedia Francesa, a fines del XIX, descubrió en uno de estos puestos un manuscrito autografiado de Diderot y una profesora de literatura encontró una serie de retratos eróticos realizados por la mano temblorosa de Charles Baudelaire.

Son una institución histórica. La zona alrededor de la Île de la Cité ha sido, desde la baja Edad Media, el espacio del comercio informal de los buhoneros. Según la leyenda local, a pocos años de inventada la imprenta, un bote cargado de libros se hundió muy cerca de la catedral de Notre-Dame. Las personas apostadas junto al Sena se arrojaron al río salvando cuantos libros pudieron, los cuales fueron revendidos en las orillas.

Según los archivos ya en 1459 se llamaba un “bouquin” a un puesto de libros usados de la zona. La invención de la imprenta propició la formación de una comunidad de lectores en lengua francesa. Por entonces, la difusión de los libros impresos estaba muy reglamentada, y en 1577 un decreto real relacionó a los comerciantes ambulantes de libros con ladrones, encubridores, y gente de dudosas costumbres. Entrado el siglo XVIII tenían consolidada su fama de insubordinados. Los monarcas absolutistas los persiguieron, acusados de esconder entre los libros, incendiarios panfletos antimonárquicos y anticlericales.

En los años de la Revolución los comerciantes instalados en los muelles del Sena, que sumaban unos 300, participaron activamente de los acontecimientos. Muchos de los libros que poblaban los anaqueles de los castillos e iglesias, saqueados por la furia revolucionaria, terminaron en sus manos. Con Napoleón y su campaña para ordenar y mejorar los muelles de la ciudad, se multiplicaron y pronto fueron reconocidos por los poderes públicos. Fouché los tuvo bajo vigilancia constante, acusados de estar en contra del poder de turno.

Se dice que en la primera línea detrás de las barricadas de la comuna de París se encontraban muchos buquinistas. Los impresionistas, una vez se atrevieron a recorrer los bulevares adoquinados de París, pintaron a estos hombres imperecederos. Anatole France los comparó con las viejas estatuas de las catedrales junto al Sena, pétreos ante la nieve, el frío y el sol.

Durante la Segunda Guerra Mundial jugaron un papel decisivo en la Resistencia Francesa, al transmitir mensajes cifrados en las páginas de los libros. Los alemanes no pudieron encontrarlos, pues era como buscar una pepa de oro en un trigal. A mediados del siglo pasado fueron parte de las escenas parisinas de directores de la nueva ola como François Truffaut y Jean-Luc Godard.

Marcel, quien se declara admirador de García Márquez y del ensayista boyacense Rafael Gutiérrez Girardot, nació y creció entre libros. Su padre era profesor de Sociales y su madre enseñaba Biología en una escuela de la localidad alsaciana de Wittelsheim. Su abuelo paterno, jurista de la Tercera República, había dotado la casa paterna de una copiosa biblioteca en la que abundaban las tradiciones literarias de Alemania y Francia. En casa se hablaban las dos lenguas, y aunque primaba el francés, Marcel nunca dejó de sentir una gran admiración por la cultura alemana. Cuando vino a estudiar a París se enamoró del Barrio Latino y quiso quedarse a vivir y morir en la capital. Hace 29 años decidió convertirse en buquinista y presentó la solicitud ante la alcaldía de París.

“Soy francés de sangre y alemán de espíritu -me dice mientras un turista asiático echa un vistazo a un libro-. Muchos alsacianos nos sentimos así, tenemos un pie en Francia y otro al otro lado del río Rin”.

Marcel tiene todo lo necesario para ser buquinista: amor por las letras y habilidades para transmitirlo. Sin embargo, cada vez es más difícil encontrar estas virtudes entre estos libreros, quienes se ven obligados a destinar un espacio cada vez mayor a la venta de souvenirs. Marcel se queja de que cada vez le preguntan más por llaveros y postales con la imagen de la torre Eiffel. “Los buquinistas estamos en peligro. Los libros electrónicos, Amazon y las grandes cadenas de librerías están acabando con nuestro oficio. Pero sobreviviremos –dice con gesto cálido pero admonitorio– porque nada remplaza el aroma de los libros. Ser lector es una forma de existencia que nunca desaparecerá. Leer es una forma de evasión, una sed insaciable para la que nada es suficiente”.

Para Marcel el libro electrónico es superficial, carece de profundidad, de textura. “Con los libros se establece una relación especial, íntima; una suerte de fidelidad que dura lo que tarda leerlo. La lectura es un placer milenario, arcano, insondable. Tiene un aroma del que carecen las tabletas y los dispositivos móviles”. La realidad es que algunos bouquinistas han encontrado nuevos canales de distribución, los llamados “e-bouquinistes”, que tienen sitios digitales de venta en línea. No es este el caso de Marcel que a sus 62 años dice ser un analfabeta digital. “Soy un purista -advierte- el heredero de un oficio histórico, no entiendo otra forma de separarme de mis libros que el encuentro con la gente frente a frente”.

Los buquinistas no constituyen una competencia directa para las cadenas de librerías y para los e-books, ya que en su reglamento se establece que sólo pueden vender libros y papeles viejos. Por eso los hombres y mujeres de letras siguen acudiendo a las dos orillas del río, pues los buquinistas tienen esas obras que ya no se encuentran en las cadenas de librerías: ediciones antiguas, autores de rastro difícil, títulos agotados o descatalogados. Estos comercios, que están inscritos en la lista de patrimonio mundial de la Unesco desde 1991, siguen atrayendo a aquellos para quienes “nada es suficiente”.

Marcel me cuenta que la Alcaldía de París valora la experiencia como libreros de aquellos que solicitan ser buquinistas, pero cada vez son más quienes carecen de pasión literaria y optan por la venta de artículos turísticos para  sobrevivir. La capital francesa permite a los buquinistas que uno de los stands sea de objetos de recuerdo, magnetos y afiches de parís, siempre y cuando junto a él haya otros tres de libros. Lo cierto es que mientras más cerca están los lugares turísticos de la ciudad, más tentación tienen los libreros de caer en el mercado del souvenir.

Guillaume Apollinaire, el poeta del Sena, alguna vez afirmó: “pocas experiencias para el amante del aroma de los libros que recorrer los muelles en busca de los botines literarios que esconden estas cajas verdes”. Los buquinistas hacen de este el único río del mundo que, como en una lógica borgiana, transcurre serenamente entre cientos de miles de volúmenes, formando la librería a cielo abierto más grande del mundo. Los buquinistas son los guardianes tutelares de esa centenaria herencia cultural a orillas del Sena. Es una profesión ligada a la tradición cultural francesa. Estos hombres y mujeres que hacen que viejos libros encuentren su lugar en nuevos anaqueles son rastros del pasado de la vieja París que rehúsa desaparecer y forman parte de las cartografías mentales de los lectores parisinos.

Muchos dicen que las librerías de viejo están en peligro, y que no sobrevivirán a las industrias literarias del capitalismo tardío; sin embargo, los buquinistas, y los libreros de sitios como la calle Donceles en México, la Cuesta de Moyano en Madrid, el Parque Rivadavia y la calle Corrientes en Buenos Aires y el centro cultural del libro de Bogotá, muestran que el viejo oficio de librero tiene aliento para algún tiempo más.

Crónica publicada en la Revista Arcadia


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