Revista Pijao
Los perros de Capri (II): bajo el volcán
Los perros de Capri (II): bajo el volcán

Por Jorge Carrión

The New York Times (Es)

Capri y el Vesubio son los dos tótems —geográficos y simbólicos— que más invoca Curzio Malaparte en La piel. No solo hay escenas que suceden allí, ambos topónimos se mencionan constantemente. El narrador habla de la isla y del volcán durante sus vagabundeos por la ciudad o por la costa, como si fueran dos de los vértices de su triángulo de las Bermudas: el tercero es Nápoles.

Reconstrucción distorsionada, cruda y sarcástica de la ocupación norteamericana del sur de Italia, con el propio escritor como hilo conductor y como traductor entre los nativos y las tropas aliadas, es muy probable que La piel sea la gran novela napolitana. Los napolitanos, por supuesto, no la leyeron así. Durante mucho tiempo su autor fue persona non grata. Benedetto Croce se arrepintió en público de haberle “dado cuerda”. Y La piel fue incluida por el Vaticano en el Índice de Libros Prohibidos.

Desde la isla de Lipari —donde estuvo confinado y aprendió a ladrar— se ve la de Vulcano: el destino de Malaparte eran los volcanes y las islas. Desde mi hotel Una Napoli, rodeado por un mercado que surge al amanecer y desaparece por la tarde —gritos de vendedores roncos, penetrante olor a pescado—, veía tanto la estación de la Circumvesuviana como el Vesubio, dormido desde 1944, cuando ocurrió la última de sus veinte erupciones mortales. Actualmente más de tres millones de personas viven en su radio de amenaza.

En el siglo I —cuando se despertó por primera vez— no existía en latín una palabra que significara “volcán”. Para los romanos el Vesubio era una montaña verde, por eso cuando comenzó a salirle humo, Plinio el Viejo quiso acercarse a observar el extraño fenómeno: el resto es lava y silencio. Quienes murieron en el año 79 sepultados por la piedra pómez, los gases, la tierra en llamas y la ceniza no entendieron la razón de su muerte. La realidad no existe si no la precede el lenguaje. Y el viaje no tiene sentido si no encuentra sus palabras.

El cronista de viajes debe tener un dealer en cada puerto. Asediado por un calor grumoso, llamé al mío de Nápoles y me dijo ven, déjalo todo. Raimondo me recibió recién afeitado y, sin embargo, lucía encogido. Vestía un polo Lacoste azul marino, llevaba las manos en los bolsillos y la mirada irónica de quien lo sabe todo. Nunca me ha fallado, no sé qué haré el día que al fin decida dejar el negocio: había conseguido el material en apenas veinticuatro horas. Lo sacó de debajo del mostrador con el cuidado y la emoción con que se manipula un alijo carísimo: “Tuve que ir a la casa de Sergio Attanasio a recogerlo, no había otro modo de hacerse con él”.

Le di a cambio lo que me pidió, me despedí con un “Ci vediamo dopo” y me fui a perseguir el rastro de otro viajero, Giacomo Leopardi, porque eso hacemos en las crónicas: seguir siempre los pasos de otros. Muchos años antes de emprender la sucesión de viajes que lo conducirían a la muerte en esta ciudad, escribió su poema más cargado de futuro, “El infinito”. Un poema que habla del horizonte como frontera entre dos abismos. Era muy joven cuando lo escribió, todavía no había viajado, pero toda su vida se puede interpretar como una carrera de obstáculos, los cien metros vallas y, tras cada salto, un horizonte distinto.

Entré en el parque Virgiliano, tras perder de vista a la izquierda los raíles de la estación Napoli Margellina y me dejé acompañar por las farolas de otro tiempo, la sombra de los cipreses, el olor de los pinos y el trino de los pájaros, mientras subía por el camino que zigzaguea hasta la mole marmórea que recuerda que allí está enterrado el gran poeta romántico.

Una cámara de seguridad me certificó. Y un extintor, junto a la lápida de mármol, me recordó que toda aquella conmemoración era absurda: el poeta murió en plena epidemia de cólera, sus restos se perdieron para siempre en alguna fosa común, sus versos son los únicos restos que conservamos del ADN leopardiano.

Pero seguí subiendo y enseguida me asaltó una ola de frío, procedente del túnel abandonado que perfora la colina. En su entrada catedralicia había otro extintor y una docena de palomas —revoloteo y arrullo— que habían hecho nido en los huecos de aquella obra de ingeniería de la Roma Imperial, un túnel impresionante que atraviesa la colina de Posillipo, setecientos metros de largo por cinco de alto y cuatro y medio de ancho, boca de lobo mitológico.

Miente la tradición una vez más: Virgilio no encargó la construcción de este túnel, fue obra de Lucius Coccius Auctus y permaneció en uso durante siglos gracias a las obras de actualización de dignatarios como Alfonso V “el Magnánimo” o José Bonaparte. Desde fines del siglo XIX espera la llegada de algún alcalde a la altura de sus predecesores. Las palomas zureaban, de un lado al otro, almas en pena. Y el extintor me recordaba que el poder cumple con sus obligaciones de un modo protocolar, sin esmero (pronto hará dos milenios de la desintegración del imperio).

También agujereaba la colina, más modestamente y a pocos metros, de nuevo en la ola de calor, la gruta de la tumba de Virgilio (según la tradición, esa gran mentirosa). Cerrada temporalmente por obras. Los andamios oxidados. Una telaraña en la reja. Mierda de paloma en el papel que avisaba del cierre, tal vez de la misma que descansaba cadáver en el interior monumental e inhóspito, a oscuras.

Tres cámaras de seguridad apuntaban —respectivamente— hacia la cripta virgiliana, la boca del túnel y el camino por el que había subido. Me pregunté si estarían conectadas y si estarían conectadas las pantallas y si alguien me estaría viendo escribir en mi cuaderno los apuntes que, con fortuna, luego se convertirían en este texto.

Desandé mis pasos y, antes de salir, me acerqué a la ventana de la caseta de los vigilantes de la entrada: la pantalla del televisor, encendida, mostraba alternativamente planos fijos de los monumentos sin nadie, en blanco y negro: la mole de mármol, la ingeniería pretérita, la gruta tan cagada. Un funcionario delgado y uniformado miraba en otra tele un culebrón de sobremesa. Su compañero regordete, en su teléfono móvil, revisaba su perfil de Facebook.

Los libreros son dealers y son virgilios. Sin los cicerones que te revelan lo que no está en Wikipedia, la crónica de viaje no tiene sentido. Regresé a Dante & Descartes, mi librería ítaca napolitana —subtitulada “Libros perdidos y reencontrados”—, para recoger a Raimondo e irnos a comer bacalao. Me había conseguido otro libro que necesitaba para mi viaje a Capri en busca de dos casas, dos escritores, dos películas, una crónica.

Me lo regaló, junto con Napòlide, de Erri de Luca (uno los libros del autor y amigo que ha editado el propio Di Maio). En El día antes de la felicidad, de hecho, aparece un personaje librero, don Raimondo. “No vive aquí, ¿verdad?”, le pregunté; y me respondió: “Hace tiempo que se marchó pero viene muy a menudo, a veces se queda en casa, hace poco dio una charla en Scampia, ese barrio que en la serie Gomorra aparece como un infierno de la droga pero que, en realidad, está lleno de asociaciones culturales, sobre todo vinculadas con la música, y donde viven muchísimos jóvenes que no son ni aspiran a ser camorristas”.

Roberto Saviano presentó en Dante & Descartes su primer libro, Gomorra, una crónica sobre la Camorra que antes de convertirse en bestseller, película, obra de teatro y serie de televisión, fue su condena a muerte. Vive escondido en Estados Unidos. Leopardi fue perseguido por los fanáticos católicos, que impugnaban su filosofía antidogmática. Matilde Serao también tuvo problemas con su descarnada crónica El vientre de Nápoles y la polémica tras la publicación de El mar no baña Nápoles de Anna Maria Ortese duró décadas. Aunque también inspire admiración, ternura e incluso complicidad parece que es imposible escribir sobre Nápoles sin empuñar un bisturí —o un taladro—.

“Con Roberto todavía hablamos de vez en cuando”, me contó Raimondo de camino al restaurante y preguntó: “¿Te importa si nos desviamos un momento?”. ¿Tienen acaso otra forma los viajes? pensé y abandonamos la via Mezzocannone para meternos por los callejones del centro histórico.

“En esa esquina”, prosiguió al cabo de unos minutos, señalando el número 22 de la calle Donnalbina, “abrí en 1984 la sede original de la librería; la verdad es que el éxito, aunque discreto, fue inmediato”. Hace con los dedos índice y anular de ambas manos el gesto nervioso de las comillas mientras pronuncia la palabra “fortuna” y me dice que después me contará las razones de su suerte.

Caminamos algunos cientos de metros más por la calle empedrada, entre fachadas monumentales pero descascaradas —cómo olía, bajo el sol, aquella basura— hasta detenernos en la parte superior del Pendino de Santa Bárbara. Se trataba de un pasaje escalonado, con arcos de entrada y salida, en cuyas paredes se podía estratificar la historia de Nápoles: desde las piedras grecolatinas que fueron reutilizadas por los albañiles medievales y que remiten a Parténope —el asentamiento griego con nombre de sirena— hasta las pequeñas capillas iluminadas con luces fluorescentes y los grafitis.

“Aquí es donde Malaparte inventa la más sugestiva y bizarra de las imágenes hiperrealistas de La piel, en esta callejuela escalonada ofrecen sus servicios una legión de prostitutas enanas”, me dijo mi librero cicerone. Con cara de duende superdotado y los brazos en jarras, Raimondo me contó que la invención amplificó un hecho histórico: en aquella vía estrecha, que jamás había conocido un rayo de sol, realmente vivía una comunidad de mujeres enanas pero no por genética, sino por el raquitismo y la miseria.

No fue difícil imaginar —en el sopor del mediodía, sobre una pátina de suciedad— a aquellas mujeres obligadas por la pobreza a “dejar a la vista el negro pubis iluminado por el brillo rosado de la carne desnuda”, mientras gritaban “Five dollars! Five dollars!” a los soldados afroamericanos. Y que cerraban las piernas en cuanto éstos habían desaparecido. Es la escena más suave de La piel, una novela donde un padre cobra por mostrar la vagina abierta de su hija virgen y donde se sirve en una cena aristocrática un pescado que tal vez sea una sirena o quizá sea una niña muerta.

La literatura contemporánea insiste en realizar versiones del mito de origen: en el principio Capri fue el hogar de las sirenas y a la playa de Nápoles llegó el cadáver de Parténope tras su desencuentro con Ulises. Pero la mitología, en realidad, desdibuja o incluso olvida el origen: las sirenas homéricas tenían rostro o torso de mujer pero el resto del cuerpo era de ave, no de pez. La versión Disney elabora una tradición que comienza en la Edad Media y que convierte a las sirenas en sujetos sexis.

Pero las auténticas sirenas eran monstruos estridentes, horribles. El propio Norman Douglas —autor de La tierra de las sirenas— fue expulsado de Italia por pederasta (aunque consiguió regresar a Capri para suicidarse). Y Malaparte, ¿qué decir de la monstruosidad de Malaparte?

“También aquí hay una larga tradición de libros enanos”, me explicó Raimondo más tarde, mientras dábamos cuenta de sendos platos de carpaccio de bacalao. En Nápoles comenzaron a imprimirse desde el mero nacimiento de la imprenta, gracias a un editor nómada, el alemán Mattia Moravio. “Hay continuidad hasta hoy”, explica el librero y saca de una bolsa algunos de los minilibros que ha publicado mientras agrega: “Pero la tradición moderna comienza con la edición semanal de la Biblioteca Lillipuziana, en 1892, impulsada por Luigi Chiurazzi. Fue él quien convirtió la producción de libros de pequeño formato y minúsculos en un sello distintivo napolitano”.

Don Raimondo es la memoria viva del arte libresco de esta ciudad textual —y tan textualizada—. Lleva años amenazando con recopilar en un volumen infinito todos los artículos que ha escrito sobre editores, impresores, bibliotecarios y libreros de Nápoles: “Cuando se estrenó Il Postino enseguida se llenó el centro de ediciones pirata de la novela de Antonio Skármeta”, me cuenta antes de pedir un babá de postre. Y prosigue: “Pero en lugar de estar firmadas por él, lo estaban por Massimo Troisi, el actor protagonista que acababa de morir: no se me ocurre mejor ejemplo de la sofisticada picaresca napolitana”.

Aquella tarde y la mañana siguiente las recuerdo como una única, larguísima caminata, tan solo interrumpida para detenerme en cafés donde buscar en los libros de la mochila nuevos datos que rastrear en la realidad o para entrar en librerías a la caza de algún texto desconocido sobre las sirenas, el Vesubio, Leopardi, Malaparte, los perros de Capri, los perros de Nápoles (el hotel fue un paréntesis relativo porque seguí caminando en sueños). Aunque paseara solo, no dejé ni por un segundo de conversar mentalmente con mi cicerone, cuya voz rasposa y vibrante asocio en mi memoria con la voz de la ciudad o al menos con su banda sonora.

“No encontré ni rastro de Leopardi en su tumba exagerada”, le conté a Raimondo al día siguiente, mientras almorzábamos pasta con alubias en otro restaurante cercano a su librería. “Sí lo encontré, en cambio, en la casa donde murió y, tras subir por una de esas calles en pendiente del Quartiere Montecalvario”, proseguí: “en la via Nuova Santa Maria Ogni Bene”. Le enseñé la foto de la placa en la pantalla de mi móvil: “En dos habitaciones de este edificio, entre diciembre de 1833 y mayo de 1835, pernoctó Giacomo Leopardi”.

Y le conté que la entrada era noble, con una gran reja de hierro y un farol precioso en lo alto; pero que el edificio daba miedo, porque en él convivía la piedra antigua con los injertos de cemento agrietado, la arquitectura clásica con el canalón de plástico y la ropa tendida y una niña de seis o siete años que se reía cada vez que su madre le pegaba un nuevo coscorrón con el puño cerrado.

Con la esperanza de que el aire del sur contuviera partículas que lo curaran de su edema pulmonar, Leopardi vivió en varios apartamentos de Nápoles, entre octubre de 1833 y junio de 1837. Piero Citati describe así en su biografía la vida de aquellos años que transcurrían entre las tertulias, las librerías de viejo y el culto napolitano por el café y los frutos del mar: “Era un placer nuevo que no había experimentado ni en Bolonia, ni en Pisa, ni en Florencia: caminar hasta perderse en la multitud, convertido también él, como todos los demás, en un cuerpo, un color, un cantar, un erizo”.

Leopardi tenía joroba. Los niños se acercaban a él para tocarla, entre divertidos y temerosos, y así robarle unos quilates de suerte. “Todavía no me has contado la historia de la buena fortuna de tu primera librería”, le dije a Raimondo. “Es cierto, te invito un espresso y te la regalo”, me respondió. En la barra del café recordó a aquel anciano que se quedaba todos los días, durante varios minutos, embelesado mirando el escaparate de la recién inaugurada Dante & Descartes.

El joven librero se fue dando cuenta de que no miraba los libros, sino otra cosa, tal vez las paredes, el suelo, el techo, como si escarbara en el espacio que ahora ocupaban los títulos de Italo Calvino o Natalia Ginzburg o Benedetto Croce o Dante Alighieri. ¿Qué diablos estaba mirando siempre? Un día al fin se decidió a invitarlo a un café y el caballero le confesó que en 1945 aquel local albergaba un burdel: “Me dijo que allí ofrecían sus encantos muchachas venecianas, milanesas, sicilianas y… bueno, se acordaba sobre todo de una joven de Boloña, que supongo que le había impresionado particularmente”.

Las mantas militares hacían las veces de paredes de separación entre los distintos ambientes. Raimondo le preguntó qué recordaba de las cercanas escaleras de Santa Barbara al Pendino y el anciano le respondió que se acordaba de las prostitutas que ofrecían sus servicios apoyadas en la pared, prostitutas que no eran enanas pero que sí había una planta baja con mujercitas. Antes de despedirse le dijo que todo aquello que le había contado era lo que le había traído “fortuna”, porque en Nápoles se cree que las putas dan buena suerte.

Nos despedimos con un abrazo en la plaza del Gesú Nuovo donde su hijo Giancarlo ha abierto una sucursal de Dante & Descartes. Y en el ferri que me llevaba a Capri, a la mañana siguiente, empecé a leer el libro que Raimondo me consiguió en casa de su autor: Curzio Malaparte. “Casa como me”, Punta del Massullo, tel. 160. Capri, de Sergio Attanasio. Y Neruda a Capri. Sogno di un’isola, de Teresa Cirillo.

Con la mirada basculando entre las páginas y las olas, pensé que quizá tendría yo también suerte y sería capaz de escribir una crónica de viaje, esa paradoja, porque el viaje es movimiento y la escritura lo detiene, porque el viaje es siempre crónico y la crónica aspira a serlo, pero solo a veces lo consigue.


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