Revista Pijao
Rulfo: el hacedor de muertos
Rulfo: el hacedor de muertos

 

Por Jesús Maria Stapper 

En las remotas cosmogonías del pretérito y (del futuro) los dioses y sus Olimpos son los hacedores de los paraísos y de La Vida. Crean seres de barro y sangre que gimen para gritar que existen. En los mundos imperfectos del siglo XX, Juan Rulfo a través de Pedro Páramo y de sus obras es el ¡Hacedor de muertos! que pululan y de un ¡Mundo Subterráneo! donde campea la muerte. Su palabra rompe espejos para multiplicar occisos. En Comala instalada en -cualquier lugar- del pecho o del Universo, indica la exactitud de lugares donde los muertos no son cadáveres en descomposición… sólo son mujeres y hombres harapientos y finados que acampan festivos y nostálgicos, sepultados bajo un metro de tierra. Ellos hacen desde lo anónimo: rituales sagrados y orgias de mezcal y aguardiente para claudicar en los avernos en derrota. Aunque fenecidos sufren menos que -Los miserables- de Víctor Hugo. Recordamos que por momentos somos sin discrepancias… un tal: Jean Valjean. Los seres del narrador de Sayula son los asesinados –de mil maneras- que no reniegan… sólo piden agua para contrarrestar el furor de los estíos. De alguna forma es el escritor mexicano un antípoda de Alighieri: ambos poseen muertos pero de distinto talante… son calaveras melenudas y calvas que perduran en “eternidades temporales” con diferentes -estadios existenciales-. ¡Debajo de la tierra viven Los Hombres hambrientos que transitan hacia La Nada polvorienta! No son zombis en alpargatas. Son para los privilegiados del orbe, los fallecidos detestables. Es el Pueblo pobre que para no morir de verdad contando sepulturas, se multiplica con nacimientos al por mayor de niños barrigones y esqueléticos que ni la esperanza bautiza. Es Gente de la gleba que no existe aunque haya nacido. Es la muchedumbre que vive en tangibles presencias que no se notan… que no se palpan a la hora de la merienda grande y del regocijo que sonríe en el insomnio de los gamonales y los sibaritas de los pueblos o de los palacios. A la vera de la tarde, entre luces de espermas y ancianos faroles y lámparas de petróleo, van en silencios gregorianos, las procesiones de los humildes… de los olvidados… de quienes no debieron: ser. Sobre la piel del planeta, devotos del alba, desandan derretidos los pobres por causa mortal del ¡Llano en llamas! Según sanedrines y jueces El Fuego es el único culpable de la ignominia.

Cada uno de nosotros muere setenta mil veces en menos de un siglo… y en ocasiones morimos más. Si fuere necesario empeñamos al usurero del barrio o de la vereda el alma para morir por episodios en los caminos. Nacemos durante -mil repeticiones- en la voz de Rulfo para viajar atiborrados y pisoteados como el estiércol vacuno en las locomotoras del ostracismo y del olvido y de la injusticia que nos llevan al altar de la parca. Nicho iluminado con pebeteros negros… de luces frías con destellos oscuros… decorado con las mismas escopetas y cananas y balas y machetes que nos mataron. Un hombre de Jalisco le dio a la Muerte el nombre verdadero en el cuerpo de una pordiosera que ejerce de proxeneta: ¡La Cuarraca!

Salvo a una tumba de oro o de intemperie no tenemos más a dónde ir. Ahí termina todo viaje humano… y perecen los linajes. Un cementerio y un panteón con un café caliente y un pan sirven para radicar el resumen herético de una tertulia profana. Esta mañana dialogan en las huestes del purgatorio –sin conocerse en carne y hueso- tal vez, José Eustasio Rivera y Juan Rulfo. Son propietarios de vastedades ambiguas y minas y dolores y llagas. Rivera el sudamericano posee una mina llamada La Vorágine alinderada en las extensiones de las junglas del Orinoco y del Amazonas y por ella va hacia la Betania inexistente el peregrino Arturo Cova carcomido por los zancudos y los gritos de las bestias aulladoras y los espantos que trepanan con flechas los ojos de los caucheros del delirio que andan sin madre porque a la hora maldita los parió el olvido. Las anacondas son excelentes parteras… y son para los peones sin sueldo y sin vida: las madres putativas. En este lugar del mundo, entre cordilleras y sabanas, también existen ¡las llamas! en fiebre como existe la queja sentida que se dibuja en la trompeta del mariachi sayulano. Juan Rulfo entrega a las mujeres y los hijos de Pedro Páramo las minas de Comala donde la epopeya hallada en el cofre del sueño es la derrota de la vida intrincada. El deceso veloz es el verdadero triunfo. Concluyen Rivera y Rulfo que: Los muertos del montón no requieren cruces ni epitafios. Dicen a los pobres vivos y muertos que jamás conocerán los cielos, que no los verán.

Soy un pordiosero de clase alta pero a la gente pobre no la conozco. En determinados momentos un hombre miserable venido a más quizás desconoce su pasado… y su origen. Juan Rulfo nos regala ¡El gallo de oro! como el talismán del albur entre la vida y la muerte. La Caponera: Bernarda Cutiño, es una mujer cantante de los palenques que se convierte en amuleto de riqueza para Dionisio Pinzón un pobre tahúr de ferias (todos somos pobres como apostadores peregrinos del tiempo hacia la búsqueda de la eternidad) que envolvió la muerte para arrastrarla por el caserío infame entre un petate… y unas tablas podridas, la difunta en andas era su madre. Testigos fueron los ojos cobardes que miraban por las rendijas de los portones destartalados. En el sepelio no hubo plañideras. A la hora de la muerte los desvalidos no merecen los estruendos de una tormenta. Tampoco las nubes lloraron por un cortejo fúnebre vestido de necesidades. No hay avalancha para que se lleve a la muerta y a su hijo enclenque. El cielo contemporáneo clasifica las defunciones por categorías. Así mismo Oscar Wilde envolvió el misterio del envejecimiento no consentido y prematuro en un retrato llamado Dorian Gray. Es mejor que el retrato muera por uno dice la vanidad de un hombre narciso que ríe muerto de soledad y miedo. Los personajes –siempre finados- de ¡El gallo de oro! consideran en sus bohemias que el único remedio para curar la muerte es el tequila y la voz triste de las cartas de la baraja: el problema no está en soñar… sino en soñar nada. Mañana moriremos todos y habrá repique estival de campanas y zumbidos de pólvora en el carnaval de la partida final del hombre. Con brutal ironía en San Miguel del Milagro todos murieron mientras las palabras convierten a Rulfo en un: ¡hacedor de muertos! Murió el escritor preguntando: ¿Dónde vendrá la redención del pobre que aún no llega? Informo al narrador de Pedro Páramo lo siguiente: -Anuncio a los hombres de la tierra que desde Adán del Edén y de Evenor de Atlántida estamos muertos. Perecimos antes que naciera el primer dios… morimos antes que germinara todo paraíso. Abrimos los ojos y nunca vimos las génesis luego la simple referencia no nos hace testigos. No obstante alguien ofrece una remota esperanza para los pobres de la tierra. Para no morir antes de ser engendrados Scott Fitzgerald nos da la posible solución: mejor nacer ancianos para vivir niños en Benjamín Button que entre más vive más se desarruga… más avanza hacia el origen de la existencia. Nos enseña las rutas para indemnes llegar al útero. ¿Creen que es algo curioso? ¿Lo creerá Rulfo ¡el hacedor de muertos!?


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