Por José Ovejero
zendalibros.com
Leo en La dialéctica del sexo, de Shulamith Firestone una interpretación freudiana de por qué a los hombres nos cuesta comunicar nuestras emociones, relacionada, claro, con el complejo de Edipo. Enamorados de la madre, cuando alcanzamos cierta edad ella nos rechaza, se vuelve esquiva, no acepta nuestro deseo. Esa herida inicial hace que nos cerremos y no expresemos lo que de verdad sentimos por miedo a ser rechazados. Entonces nos volvemos hacia el padre, que nos compensa de la pérdida de la identificación con la madre mediante una promesa de aventuras y poder. Sustituimos el amor que nos niegan por el deseo de poder y de admiración.
Todo esto, claro, está aquí muy resumido.
Hoy me reconoce un lector en la oficina de recepción de películas del ICAA. Me dice que tengo un humor muy ácido. Me alegra que me identifiquen con ese rasgo.
Llevo desde el martes solo, hoy es jueves. Estoy a gusto, quizá porque, a pesar de las gestiones que tengo que hacer, me he metido en la novela. Hacía tanto que no escribía con placer; es decir, hacía tanto que no escribía de verdad: escribir artículos, para mí y para Ariel, no es escribir de verdad. Aunque tendría que revisar esa frase o, más bien, esa sensación. En el fondo, no entiendo por qué lo siento así.
Disfruto el blog, pero éste que está aquí soy yo, y yo nunca he querido ser el sujeto de mi escritura, de mi escritura de verdad. Yo soy el instrumento, no el sujeto.
Sigo viendo películas apocalípticas. Todas esas versiones del fin del mundo, que en realidad suelen ser muy parecidas. Catástrofe nuclear o epidemia. Y a mí parece que el fin del mundo es algo que llega poco a poco, sin darnos cuenta, como un proceso imparable de envejecimiento.
Veo la primera película de Luc Besson, una distopía en blanco y negro, sin diálogos. Una catástrofe, suponemos que medioambiental, ha dejado a todos sin habla. Es una película peculiar, a medio camino entre Mad Max —un Mad Max sin efectos especiales y sin velocidad— y Delicatessen. Un trabajo atrevido que me hace pensar que es más fácil arriesgar cuando no se tiene nada que perder. Es una reflexión banal, pero que aplicada a la literatura y el cine explica la lenta decadencia de tantos autores. No es exactamente que se hagan viejos y no tengan ideas, es que temen perder el prestigio acumulado y repiten lo ya hecho y aprobado. Y así vemos a muchos autores de edad avanzada que se pasan años y años añadiendo insignificantes notas a pie de página a su obra anterior. ¿Hace falta que ponga nombres? Probablemente estamos pensando en los mismos.
Ola de calor. E. no está. Tarde en la noche paso muchas horas en la terraza. Me quedo dormido en la hamaca y despierto de madrugada. Esa sensación placentera de despertar bajo el cielo estrellado, que me gustaba, y me llenaba de una nostalgia inexplicable, cuando era adolescente. Ahora también.
Hoy he vuelto a escribir varias horas. Recuperar no la rutina, sino la necesidad de escribir.
En el puente que atraviesa el Rin al salir de la estación de Colonia la alambrada que protege las vías está cubierta de decenas de miles de candados. Alguien me dijo que esa moda llegó por no sé qué novela para adolescentes, y que los enamorados, tras cerrar el candado, tiran la llave al río. Estoy seguro de que muchos habrán hecho notar la triste metáfora que es un candado sin llave para el amor. Y también alguien habrá hecho notar lo triste que es imaginar miles de candados con los nombres de parejas rotas. Sí se me ocurre un rito hermoso alrededor del candado: que la pareja que se separa vaya a abrirlo al terminar su relación y se devuelvan uno a otro la libertad. Pero ya sé que no es posible porque tiraron la llave al río. ¿Qué pareja se ama más: la que tira al río la única llave del candado o la que guarda una copia por si un día se separan?
(Leo en Wikipedia que el origen de la costumbre está en un cuento serbio, aunque se popularizó a partir de una novela de Federico Moccia.)
Llevo dos semanas sin escribir el diario. No sé por qué, puesto que estos días he tenido más tiempo de lo habitual. ¿Cansancio de mí mismo?
Estrenamos el documental con una proyección en la Fundación Telefónica. Lleno completo. Comentarios muy positivos, pero también es cierto que poca gente dice lo que piensa en estas situaciones. Por falta de atrevimiento o para no herir.
De todas formas, confieso que no me importa mucho lo que digan. El documental es lo que es, un experimento en el que hay cosas que me gustan mucho y otras menos, pero creo que ofrece lo suficiente al espectador interesado en la literatura y en la imagen.
Por otro lado, un par de personas relacionadas con el cine si nos dan su opinión y uno de sus consejos no me gusta nada. Suprimir la voz en off; la voz en off se ha convertido en tabú (igual que el costumbrismo en literatura), como si usarla sólo pudiese deberse a una suerte de impotencia cinematográfica (y un pecado contra la idea de que en cine hay que mostrar, no contar). Veo Langosta, de Yorgos Lanthimos, y sin querer ni poder comparar, me alegra que alguien se pase por el forro ese tipo de dictados.
Veo otra vez Entre tinieblas. Qué buena película (pero confieso que me consuela descubrir en ella problemas de montaje, de sonido, de dirección de actores…) Sería un error ridículo pensar que como hay algún fallo de sonido y de color en nuestro documental es comparable a la película de Almodóvar. Pero sí creo que hay problemas técnicos en ciertas obras que son secundarios. Y sí, creo que eso sucede con Vida y ficción.
Hace años que llevo una lista de lecturas. Repasando la lista desde el 2005 observo que el número de libros leídos disminuyó a partir de 2010 en quince o veinte al año. En 2009 entré en Facebook. La conclusión es desoladora.
Leo El cuento de la criada. No he visto la serie (no veo series desde hace años), así que no puedo comparar. La novela me parece magnífica. Y me vuelvo a preguntar por qué la ciencia ficción o, como Ursula K. Leguin prefiere llamarla, la literatura de especulación, tiene en España tan poco éxito cuando está impresa, y tanto en el cine y en la televisión. Lo mismo me pregunté durante la ola de entusiasmo por Black mirror.
En una conversación con varios escritores les cuento que hace mucho una editora nos preguntó a otro grupo de escritores si estaríamos dispuestos a deslizar publicidad de un producto en nuestras novelas, a cambio de una compensación económica. Por ejemplo, no escribir “consultó la pantalla del móvil”, sino “consultó la pantalla de su Iphone 7”. Al parecer la editora estaba en conversaciones con una empresa para que patrocinase novelas a cambio de una mención de su marca. No recuerdo mi respuesta, pero sí que la mayoría fue clara en contra de tal posibilidad. Creo que nos parecía vendernos, prostituir nuestro arte.
Sospecho que si volviesen a preguntarnos hoy, la mayoría se encontraría en el lado opuesto.
Aunque durante la conversación sobre este tema, M.V. puso el dedo en la llaga: ninguna empresa pagaría a ninguno de los siete escritores presentes por poner el nombre de un producto en nuestros libros. Nuestras ventas no lo harían rentable.