Revista Pijao
Lémber, el mago tolimense que encantó al mundo
Lémber, el mago tolimense que encantó al mundo

Que a la mujer que no atendía sus piropos: ¡pum! de un encantamiento la hacía poner huevos, como una gallina. Que transformaba el tinto en whisky. Que era alcohólico. Que tenía una bola de cristal en su casa custodiada por dos búhos mal mirados. Que murió el día que dijo que iba a morir… Del mago Lémber dicen muchas cosas, ciertas y falsas.

Dicen que a la medianoche del miércoles de su entierro, seis hombres –“serían hechiceros porque qué más van a ser”–, que no caminaban sino que levitaban (como bolsas de basura negras arrastradas por el viento), se metieron a las malas al cementerio del pueblo, se robaron su cuerpo y se lo llevaron quién sabe para dónde.

“Llegó un carro como de funeraria con unos señores ahí en forma de magos, vestidos con capas negras, estábamos todos en reunión contando pendejadas y echando chistes”.

Quien habla –mientras se amasa en su mecedora multicolor a la velocidad de un hombre de 67 años– es Telmo Vásquez: sepulturero, hermano de un cura, amigo y colaborador por mucho tiempo del ilusionista Lémber.

La noche del miércoles 9 de agosto de 1969, Telmo y un grupo de amigos mataban el tiempo recostados en el tronco de un árbol gigante, el único que había en la desmotadora de algodón que quedaba al frente del cementerio de Ambalema, un municipio colonial del norte del Tolima.

Una pequeña reseña de este pueblo dirá que tiene 391 años, que es famoso por sus mil y un columnas verdes y chuecas, pero sólidas; que fue bautizada como la ciudad del tabaco durante la Bonanza del Tabaco, que un incendio se lo devoró el 17 de septiembre de 1825, pero que su gente se le arrunchó al río Magdalena, y que revivió.

Lo que no dirá ninguna reseña ni libro de historia es que en 1906, en sus tierras, que según el Ideam supieron soportar más de 40 grados centrígrados en el verano del 2016, nació Carlos Eduardo Cázares, el enigmático mago Lémber.

Que a la mujer que no atendía sus piropos: ¡pum! de un encantamiento la hacía poner huevos, como una gallina. Que transformaba el tinto en whisky. Que era alcohólico. Que tenía una bola de cristal en su casa custodiada por dos búhos mal mirados. Que murió el día que dijo que iba a morir… Del mago Lémber dicen muchas cosas, ciertas y falsas.

Dicen que a la medianoche del miércoles de su entierro, seis hombres –“serían hechiceros porque qué más van a ser”–, que no caminaban sino que levitaban (como bolsas de basura negras arrastradas por el viento), se metieron a las malas al cementerio del pueblo, se robaron su cuerpo y se lo llevaron quién sabe para dónde.

“Llegó un carro como de funeraria con unos señores ahí en forma de magos, vestidos con capas negras, estábamos todos en reunión contando pendejadas y echando chistes”.

Quien habla –mientras se amasa en su mecedora multicolor a la velocidad de un hombre de 67 años– es Telmo Vásquez: sepulturero, hermano de un cura, amigo y colaborador por mucho tiempo del ilusionista Lémber.

La noche del miércoles 9 de agosto de 1969, Telmo y un grupo de amigos mataban el tiempo recostados en el tronco de un árbol gigante, el único que había en la desmotadora de algodón que quedaba al frente del cementerio de Ambalema, un municipio colonial del norte del Tolima.

Una pequeña reseña de este pueblo dirá que tiene 391 años, que es famoso por sus mil y un columnas verdes y chuecas, pero sólidas; que fue bautizada como la ciudad del tabaco durante la Bonanza del Tabaco, que un incendio se lo devoró el 17 de septiembre de 1825, pero que su gente se le arrunchó al río Magdalena, y que revivió.

Lo que no dirá ninguna reseña ni libro de historia es que en 1906, en sus tierras, que según el Ideam supieron soportar más de 40 grados centrígrados en el verano del 2016, nació Carlos Eduardo Cázares, el enigmático mago Lémber.

Telmo asegura haber visto un hecho insólito la noche en que murió Lémber. Después de cincelar la bóveda, los seis misteriosos profanadores habrían sacado el ataúd, metieron otro y remendaron los daños con unas baldosas. Embutieron el féretro recién llorado del mago en el carro y, cuenta el sepulturero, desaparecieron.

“Cuando ellos se fueron les propuse a los muchachos que fuéramos a mirar qué habían hecho, pero me dijeron que dejáramos para el otro día. Como a las 5:30 de la mañana fuimos, entramos al cementerio y habían dejado el cemento, arena cernida, un arrume de baldosas blancas y negras que no se las llevaron”, recuerda el hombre, que se emociona al contar la historia.

En Ambalema muchos creen que Lémber fue un hechicero con poderes sobrenaturales, otros que es un mito y algunos lo califican como un santo. Lo cierto es que hace parte de la cultura popular del pueblo.

Su tumba parece un cajón mágico, de esos en los que entra la doncella que es partida en dos con un serrucho de verdad. Está decorada como un tablero de ajedrez, con adoquines blancos y negros. En el centro, una cruz. No tiene epitafio, y en cambio sobre una placa de cemento está escrito: Carlos Eduardo Lémber Cázares. * 16 sep. de 1906 + 19 ago. 1969.

El niño polizón

Carlos Eduardo fue un niño inquieto e ingenioso. Les cargaba las maletas a quienes llegaban en barco por el río Magdalena, vendía dulces y periódicos y todo el dinero que reunía se lo daba a su madre, una humilde mujer que sobrevivía como planchadora, aplanando ropa por pedidos con una plancha de carbón.

“No borraba la imagen de la mamá, él no podía, siempre la recordó porque del papá nunca me habló. Y ella lo quiso mucho, él fue un hijo modelo, hacía lo que fuera para darle a su mamá los gustos”, habla el gran amor de la vida de Lémber, Beatriz Andrade, su esposa.

Está cansada. Soporta una enfermedad que da por la vejez en la cama en la que durmió con él por tantos años. Su casa es una tradicional de Ambalema. De columnas chuecas y verdes, con un solar amplio que casi se toca con el río Magdalena y de paredes altas para que el calor tenga por dónde moverse.

“Yo le tenía mucho miedo a ese señor. Decían Lémber y yo me perdía, no me gustaba que lo nombraran. Cuando él me trató yo tenía mi novio de 7 años. Un día yo andaba con él en la calle y sorpresivamente Lémber me puso la mano en el hombro y me dijo: ‘usted ya no va a seguir con este señor (y señaló al joven asustado) a usted me la voy a llevar yo’”, recuerda la mujer el comienzo de su historia de amor.

En su casa Beatriz conserva cajas de mago por todas partes. En su momento, Lémber las usaba para llevar espadas, sombreros y trajes a sus espectáculos, pero hoy sostienen televisores o guardan ropa y papeles

“Él me decía que de niño añoraba con montarse en un barco. Y la mamá tenía el pelito largo y en trenzas, y él se las jalaba y le decía: ‘uy, mamá, cuando yo vaya en ese barco’, y como que mi Dios le dio licencia porque en esa época venían los barcos y al niño le pareció fácil subirse y esconderse en uno, el problema fue que en Barranquilla lo pillaron y no podía seguir porque ¿quién iba a responder por él?”.

Patricia, su hija, de 55 años, gestora cultural y turística del municipio, explica que esa aventura la emprendió su papá a sus 12 o 13 años y que justo cuando lo iban a bajar de la embarcación, un hombre británico de nariz grande, bigote y cabello engominado, Charles Lember, un mago inglés que estaba haciendo presentaciones por el Caribe y que por casualidad llegó a Barranquilla, se hizo cargo del polizón

Se lo llevó para Londres. Lo educó, lo bautizó en la iglesia San Francisco, lo vistió como él y le transmitió todos sus conocimientos de ilusionista. Tiempo después viajó a Ambalema, buscó a Beatriz, su mamá, y logró conseguir los documentos necesarios para convertirlo, oficialmente, en su hijo.

“Este señor le enseñó su arte, que era la magia, y lo convirtió en mago, lo adoptó como propio; de ahí que yo tenga el apellido Lémber, y pues mi papá empezó sus correrías por todas partes, alcanzó a ser el secretario de la sociedad de magos y artistas del mundo”, presume Patricia, quien da un pequeño recorrido por la vivienda mientras recuerda anécdotas.

Enseña fotos de su padre y afiches de sus presentaciones en Chile, Guatemala, Uruguay y países de Europa, recortes de prensa en varios idiomas que se despachan en elogios a su show.

Desempolva de polvo mágico las espadas oxidadas con las que Lémber ejecutaba el Suplicio Chino que, educa Patricia, “era ese acto en el que un cajón grande –lo alcancé a conocer, recuerda– entraba una mujer, lo cerraban, lo atravesaban con espadas –que son estas que tengo acá–, abrían el cajón, y la mujer ya no estaba”.

De vuelta a casa

Pero Carlos Eduardo nunca olvidó a su madre, así que regresó. Sin embargo, se iba de gira por varios meses, incluso años, hasta que en 1961, tras la muerte de ella, decidió quedarse hasta el último de sus días en Ambalema. Allí conoció a Beatriz, y pese a la diferencia de edad, de unos 30 años, la enamoró y poco después nació Patricia, quien sería su hija consentida, pero no la única, porque se sospecha que Lémber tuvo al menos nueve más en medio de sus travesías por el mundo.

De hecho, cuando Telmo les informó sobre lo que supuestamente había visto en el cementerio, de que un grupo de misteriosos en traje negro se habían llevado el cuerpo, Beatriz creyó que podría haber sido obra de alguno de los hijos que no estuvo en el sepelio. Sin embargo, tiempo después, cuando tuvo que sacar los restos de su esposo, confirmó que nunca se lo llevaron.

Estando radicado en el pueblo realizó algunas presentaciones y muchos asombrados creían que lo que hacía era producto de fuerzas sobrenaturales o pactos con el demonio. Su mito fue creciendo al ritmo que se distorsionaba. “Aquí hay cantidad de historias, que él sale del cementerio, que llega hasta la casa y se para en la puerta y que luego desaparece, son cantidad de cosas, pero el ilusionismo no va hasta allá”, reconoce Patricia.

Un mago borrachín

Beatriz recuerda a su esposo como un ‘gran bebedor’, y no se ruboriza cuando lo añora. Era parte de su genética. Charles Lember, su único papá, además de las destrezas y secretos mágicos, le heredó su alcoholismo.

“Él tomaba día y noche, mucho. Todos los días, a veces me decía: ‘ay, mija, estoy tan aburrido con esta tomadera’, y yo le decía ‘pues suspenda ese trago a ver si le pasa’. Y se ponía todo achicopalado, triste, lo veía acongojado, entonces le peleaba y le decía, ‘ay mijo, no, vaya tome si quiere de día y de noche, pero no se esté así, uy, no, qué jartera verlo a usted así, una persona tan activa y alegre’, porque, eso sí, era con su tocadisco y su música y tome trago”, repasa nostálgica sus recuerdos la mujer.

Él sabía que se iba a morir y, como era muy meticuloso, preparó su despedida. Habló con quien tenía que hablar para que no hubiera problema y le abrieran campo en el mismo pedazo de tierra donde había dejado a su mamá. Buscó a un compadre suyo –que era músico y que siempre lo acompañaba en presentaciones mágicas y faenas de tinto–, para pedirle que no dejara de sacarle a su guitarra boleros ni un minuto en su camino por las calles del pueblo hasta el descanso eterno. Todo esto se lo notificó a Beatriz.

Fue por esta razón que cuando el doctor Villamizar le dijo que Lember –que hace algunas horas había entrado de urgencias al hospital por un dolor de cabeza cuando estaba tomando whisky– había muerto por un derrame cerebral, pese al profundo dolor, supo qué hacer.

“Yo llamé al compadre, que era músico, y le dije: ‘figúrese que pasa esto: Carlos (un hijo de Lember que había ido a las nupcias y que tenía que irse para Honda, de donde era) dice que se va porque él no puede demorarse, que tiene que irse, pues si se tiene que ir que se vaya, porque el entierro sin música no, ¡no! A él yo le hago el entierro como dejó dicho, y si dejó dicho que lo lleváramos con música, con música lo llevamos al cementerio’, y así fuimos”, baja el telón Beatriz.

 

*Tomado de El Tiempo, Óscar Murillo Mojica

Twitter: @oscarmurillom

 


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