Por Emilio de Gorgot
Jotdown (ES)
En 1959, Eric Ambler, novelista y escritor de guiones, recibió un telegrama con una singular oferta de trabajo. El remitente —otro novelista, Ian Fleming— acababa de publicar la séptima entrega de las aventuras del que ya era el espía literario favorito del público: James Bond. Le proponía hacerse cargo del guion para el debut cinematográfico del personaje, proyecto que ya estaba en las fases preliminares. Pero ¿por qué Ian Fleming se lo ofrecía precisamente a él? Bien, la explicación se llamaba Alfred Hitchcock.
Eric Ambler llevaba algo más de un año casado con una de las más cercanas colaboradoras de Hitchcock, Joan Harrison, la misma que en 1940 había recibido dos nominaciones simultáneas al Óscar por dos guiones diferentes, escritos ambos para Hitchcock: Rebecca y Enviado especial. La relación personal de Eric Ambler con el famoso cineasta, pues, lo convertía en un enlace perfecto para aquellos que pretendían atraer a «Hitch» hacia algún proyecto novedoso. En el mencionado telegrama, Fleming resumía brevemente el tratamiento de una nueva historia de James Bond, completamente inédita y específicamente concebida para el cine, mencionando a los productores implicados para demostrar que la cosa iba en serio. Además de ofrecerle el trabajo a Ambler, lanzaba sin reparos la gran pregunta «¿Estaría Hitchcock interesado en dirigir esta primera película de Bond?», aclarando que iba a disponer de «generosa financiación» y especulando con optimismo sobre que «podríamos tener una jugada ganadora». El hecho de que la primera película de Bond tuviese un argumento novedoso iba a constituir, pensaba Fleming, un enorme gancho para sus muchos lectores fieles. Y el nombre de Hitchcock sería el gancho para atraer a todos los demás.
El que Ian Fleming tratase de llegar a Hitchcock mediante Eric Ambler era solamente la demostración de que no concebía a otro cineasta para hacerse cargo de un largometraje sobre Bond. Cinco años antes, en 1954, la cadena CBS había realizado una adaptación televisiva de Casino Royale, la primera novela de Bond, y uno de los guionistas había sido Charles Bennet, otro colaborador habitual de Hitchcock. El novelista, pues, apenas ocultaba que su primera opción era la de tener a Hitchcock detrás de la cámara. En 1959, cuando finalmente había sobre la mesa un proyecto serio y bien financiado, Fleming jugó su baza. Pero Alfred Hitchcock declinó la oferta, más centrado en sacar adelante lo que iba a ser el más personal trabajo de su carrera hasta el momento: Psicosis. Hasta ahí llegó la participación —o más bien no participación— de Hitchcock en el universo Bond. Sin embargo, esto no significa que el James Bond del cine no le debiese nada. Al contrario. Iba a ser su hijo no reconocido.
El verano de 1959 estuvo marcado por el éxito de Con la muerte en los talones, la película con la que Alfred Hitchcock se volcaba más que nunca en la acción. En ella encadenaba secuencias trepidantes sobre una línea argumental que, por lo menos en comparación con la de sus trabajos anteriores, resultaba tenue, por no decir casi anecdótica. Su habitual cocción lenta del suspense era rebasada por la acumulación de momentos de acción. Aun así, la espectacularidad y la inventiva de aquellas secuencias bastaron para impresionar al público tanto como a la crítica; los comentaristas más entusiastas llegaron a preguntarse si no era el mejor largometraje que Hitchcock había rodado hasta la fecha, y eso que por entonces ya había estrenado cosas como La ventana indiscreta o Vértigo. Incluso los críticos más contenidos, que señalaban su descarada vocación comercial y palomitera, la situaban por lo menos a una altura digna de contarse entre lo más logrado del director. Hitchcock, con intenciones palomiteras o no, había sorprendido al mundo porque Con la muerte en los talones le daba forma a un género, el cine de acción, en el que había poco espacio para otros ingredientes de su trabajo anterior, y donde primaban el entretenimiento y el espectáculo más directos, pero donde también se salía con la suya como de costumbre.
Ian Fleming, por descontado, vio la película. Si Hitchcock ya era su opción preferida para darle vida a un James Bond cinematográfico, Con la muerte en los talones se convirtió en una revelación para él. Quedó tan impresionado que había cambiado por completo su propia visión del propio James Bond. Aquella era la clase de película que había soñado. En Con la muerte en los talones, Ian Fleming vio el futuro; así deseaba ver a James Bond en la gran pantalla, no podía ser de otra manera. Tanto era así, que su concepción del Bond cinematográfico empezó a diferir mucho del que había creado para sus primeras novelas. El Bond literario era, como describió certeramente un artículo de The Sunday Times, «misógino, sádico y despiadado». Fleming, que había servido en la inteligencia naval británica, lo concibió como «una combinación de los agentes secretos y comandos que conocí durante la guerra». El resultado era, como decimos, un personaje mucho más frío y duro. Pero Con la muerte en los talones cambió a su personaje. Allí, Fleming vio a su Bond perfecto: Cary Grant.
El perfil del personaje de Cary Grant en aquella película era mucho más amable y sofisticado que el James Bond de las novelas, pero por otra parte el actor también había demostrado que podía representar un lado más oscuro, como se había visto por ejemplo en otra película de Hitchcock, Sospecha. Así pues, Ian Fleming imaginó la materialización del James Bond perfecto en el punto medio entre el Bond despiadado de las novelas y el elegante Cary Grant de Con la muerte en los talones. El escritor, en una clara señal de flexibilidad creativa, no tuvo inconveniente en admitir que aquel sería un James Bond incluso mejor que el inicialmente creado por él y que era el que sus lectores ya conocían. Así, tras la revelación, concibió el debut cinematográfico del espía más famoso del mundo como una redefinición del personaje basada, sobre todo, en el Cary Grant de Con la muerte en los talones. De ese modo, el proyecto cinematográfico para la primera película de Bond era básicamente una traslación a su universo de los resortes de la acción y el suspense que habían podido verse en la por entonces última película de Hitchcock.
Cuando Hitchcock rechazó dirigir el debut de James Bond, Ian Fleming quedó comprensiblemente decepcionado y utilizó aquel inédito argumento para confeccionar su siguiente novela, Thunderball. Pero aunque se hubiese abandonado el ambicioso proyecto que debió tener a Hitchcock como buque insignia, se empezó a trabajar en un segundo intento de llevar James Bond al cine, esta vez con medios más modestos y adaptando una novela ya publicada, Dr. No. Descartado Hitchcock, Fleming quiso hacerse al menos con Cary Grant, pero este se veía demasiado mayor para el papel y tampoco quería embarcarse en una franquicia de tres películas, como el estudio deseaba. Algo parecido sucedió con James Mason, a quien tampoco le apetecía rodar más de un largometraje. Richard Burton, que no terminaba de confiar en aquel nuevo formato de película de espías con mucha acción, quiso cubrirse las espaldas y pidió una buena cantidad de dinero, pero careciendo el proyecto de la garantía de un Hitchcock, el presupuesto se limitaba bastante y no se le podía pagar a Burton lo que pedía. También le ofrecieron el papel a Rod Taylor, entonces de moda gracias a La máquina del tiempo, pero este desperdició una de las mayores oportunidades de su carrera al considerar que un personaje como el de James Bond no era digno de su talento. Finalmente, el debut de James Bond en la pantalla sería dirigido por Terence Young y protagonizado por un poco conocido Sean Connery. Aquella primera película de James Bond, aunque realizada con un presupuesto mucho menor del que se hubiese manejado teniendo al frente a nombres como Alfred Hitchcock o Cary Grant, se convirtió en un éxito y propició una lucrativa saga de secuelas que dura hasta la actualidad.
Para entonces, sin embargo, la influencia de Hitchcock ya se había convertido en el ingrediente fundamental del universo cinematográfico de James Bond, aunque el propio Hitchcock nunca hubiese llegado a implicarse lo más mínimo en el proyecto. El Bond de Sean Connery, que serviría de molde para todas las reencarnaciones posteriores del personaje, se mostraba ya en las primeras escenas de aquella primera película como un trasunto del Cary Grant más prototípico, canalizado con suma eficacia —y de manera muy personal— por el carismático actor escocés. En el Bond de Connery veíamos a un tipo con clase, de una instrumental cortesía, capaz de seducir a una imponente morena (la espectacular Eunice Gayson) desde el otro lado de una mesa de póquer gracias a su apabullante seguridad en sí mismo y el arma, muy propia del mejor Cary Grant, de un flirteo distante, casi despectivo. Y justo en la escena siguiente veíamos a otro Bond muy distinto, pero también inequívocamente grantiano, juguetón hasta lo infantil, que lanzaba su sombrero a una percha y se sentaba en la mesa de la señorita Monnypenny, quien le reprendía golpeándole en la mano como a un niño travieso que estuviese asaltando un bote de mermelada. Aquellas dos caras del James Bond de Connery eran, ambas, deudoras de Cary Grant. Atenuada la misoginia y el sadismo de sus primeras aventuras literarias, el nuevo James Bond, como tantos personajes de Grant antes que él, orbita en torno a las mujeres y cambia de careta en función de ellas, más que de ninguna otra cosa, e impone las necesidades de la elegancia sobre los impulsos más despiadados del Bond literario.
La acusada influencia de Cary Grant en el James Bond cinematográfico no fue, ni mucho menos, la única herencia hitchcockiana de la saga. Como podemos suponer dado el impacto que Con la muerte en los talones había tenido en Ian Fleming, también en lo puramente cinematográfico podía notarse que siempre había tenido a Hitchcock en mente. Incluso después de muerto el propio Fleming, y con frecuencia de manera muy consciente, las películas de James Bond estarían siempre impregnadas del espíritu de Hitchcock, abundando las referencias a su trabajo y por encima de todo a Con la muerte en los talones; es curioso comprobar la fidelidad de la interminable saga hacia el espíritu de esa única película. Desde las persecuciones de coches hasta las secuencias de acción en landmarks internacionalmente reconocidos. Hemos visto cómo el monte Rushmore de Con la muerte en los talones se transformaría, a lo largo de la saga Bond, en el Golden Gate, las pirámides de Giza, el Taj Mahal, el muro de Berlín, o la torre Eiffel, por citar unos pocos. Incluso se repetiría motivo de Con la muerte en los talones con la sede de las Naciones Unidas. Además, muchas películas de Bond han recurrido a trucos del «mago del suspense» como el de utilizar la anticipación del público, y no tanto la precipitación a la hora de mostrar el clímax que enfrenta al protagonista con la amenaza, como herramienta para crear tensión. En fin, apenas sorprende que Con la muerte en los talones haya sido calificada a veces como «la primera película de James Bond». Algunos films de Bond, como Desde Rusia con amor, eran casi un ejercicio de imitación; baste mentar la persecución con helicóptero, directamente deudora de la secuencia de Cary Grant huyendo de un aeroplano.
La influencia de Hitchcock sobre el cine de acción, curiosamente, se produjo más a través de la franquicia Bond, que imitó una y otra vez aspectos de Con la muerte en los talones y que a su vez fue imitada mil veces, que a través de sus propias películas, en las cuales y con raras excepciones solía primar más el suspense que la acción. Es decir, los cineastas que se consideraban abiertamente deudores de Hitchcock solían primar el suspense. Nombres como Steven Spielberg (en sus primeras películas), Brian DePalma, David Fincher, M. Night Shyamalan, David Lynch, o los de la escuela francesa como Chabrol, Truffaut o Clouzot, han sido más directores de suspense que de acción. Y sin embargo, el cine de acción moderno, que, no hace falta decirlo, en buena parte ha tomado forma alrededor del éxito de la saga Bond, y que utiliza resortes tomados de ella que poca gente consideraría resortes hitchcockianos, ¡es hitchcockiano hasta la médula! La influencia de Alfred Hitchcock, pues, se extiende en ocasiones hasta aquel cine al que podríamos considerar opuesto a sus principios. Por este tipo de cosas nunca me atrevería a afirmar que Alfred Hitchcock ha sido el mejor director británico de todos los tiempos, porque, ¿qué significa «mejor»? Pero, de esto me caben pocas dudas, ha sido, con mucho, el más grande.