Por Darío Ruíz Gómez*
Revista Arcadia
La idea de una capital cultural hegemónica nació en el París del siglo XIX sin cuya bendición ninguna obra sería reconocida internacionalmente. El centralismo políticamente supuso en Colombia la negación de las distintas experiencias de una sociedad pluralista, la cultura de las regiones. Flaubert escribió sus obras maestras en una pequeña ciudad de provincia y una realidad de provincias describe Clarín en La regenta. En provincia vivió siempre un escritor admirable para mí, Julien Gracq, y fuera de la burbuja parisina vive Pierre Michon. Alguien señaló que no es lo mismo ser provinciano que haber nacido en la provincia. La noción de aldea planetaria, aquel reclamo fundamental de partir de lo municipal para llegar a lo universal del cual nació la gran novela europea, se frustró en Colombia gracias a un centralismo que convirtió al resto del país en un mapa abstracto y ninguneó el pensamiento y la escritura diferentes a la suya. Vale la pena recordar que la literatura moderna italiana nace de esta recuperación de la periferia que es la provincia. No olvidemos que hoy vivimos en una aldea globalizada donde el 70 % de la población es urbana y no hay rincón que escape al ojo del dron que registra, al igual que en la sociedad carcelaria de Orwell, cualquier resto de intimidad, la imposición brutal de la neolengua.
Refirámonos a internet, que me permite estar ahora en París o Nueva York, leer lo que quiero y sobre todo mantener un diálogo con los verdaderos textos del pensamiento crítico. También entrar online en los grandes museos y galerías, escapando del lenguaje perverso de la verdad posmoderna manipulada por los grandes medios de comunicación en su tarea de imponer la idea de que aún existe una élite poseedora de la verdad, en contraste con una periferia supuestamente folclórica, habitada por pintorescos escritores. ¿De qué experiencias de la realidad nos apartó la encorsetada literatura del marketing? ¿Qué clase de lector destruyó? Lo que llamamos, en términos de Pierre Bourdieu, “producción literaria” se dio en Antioquia gracias a la aparición de una economía capitalista y a una clase dirigente que ya desde 1865 había establecido nexos comerciales con Jamaica, Londres y París. Una carta de un comerciante antioqueño describe los días del levantamiento de la Comuna de París que personalmente le tocó vivir y que analiza acertadamente en su complejidad. El círculo de amigos de Carrasquilla estaba compuesto por hombres y mujeres de una cultura cosmopolita, permeada ya por Nietzsche, ya por Schopenhauer. Las certeras observaciones de Carrasquilla sobre la sociedad literaria bogotana, sobre Silva, son documentos críticos de excepcional valor en la recuperación del verdadero proceso y ubicación de la literatura colombiana. De Rionegro, un poblado rural, surge el mayor de nuestros humanistas, Baldomero Sanín Cano, quien llegó a convertirse en el gran pensador que logró establecer nexos entre la cultura europea y la latinoamericana.
Se escoge la soledad para enfrentar las exigencias de la escritura en la tarea de crear un espacio interior. Hasta su muerte, Fernando González asumió la escritura como un padecimiento. En 1913 publicó un texto insólito, Pensamientos de un viejo, en el que, incorporando las posibilidades formales del fragmento, estableció un diálogo con Lucrecio, con Epicuro, para así vencer el fatal ruralismo y desnudar un yo existencial encerrado en preguntas definitorias. Eso constituye la premisa desde la cual se plantea lo que llamamos la literatura moderna.
La obra de Carrasquilla fue reconocida en España y Latinoamérica. La obra de González fue conocida en Francia y continúa señalando con su escritura, tal como se evidencia en la prosa de Tomás González, el hecho de que es la presencia del individuo indagándose a sí mismo –Cuatro años a bordo de mí mismo– la premisa de la cual parten Proust o Joyce, Gide o Pavese, Eliot, Milosz, en la literatura moderna. Identificar el valor de una obra literaria por su éxito publicitario, nos recuerda Claudio Magris, es un grave error en el cual desafortunadamente caen aún los lectores que confunden el rigor de la obra literaria con los espejismos de la nueva publicidad.
Quise hacer este recuento para mostrar los perfiles de un problema cultural que en Colombia ha vuelto a adquirir ribetes donde lo que se ha puesto de manifiesto es el regreso a un cerrado provincianismo al olvidar que la autonomía cultural de las regiones ya se ha dado y que la hegemonía de la capital se esfumó en la medida en que en cada región han aparecido y fortificado grupos de escritores al amparo de pequeñas editoriales, de blogs y revistas culturales autónomas, y de las editoriales universitarias.
Ya la burbuja estalló, y necesitar del centro para ser reconocido carece de sentido: en mi ciudad existen maravillosas librerías, la presencia de las editoriales universitarias ha servido para recuperar géneros como el ensayo, el texto científico, la novela experimental, el rescate de obras olvidadas. ¿A partir de qué premisa se puede hoy establecer un diálogo entre desconocidos? ¿Existe la crítica literaria para comenzar a hablar de un nuevo perfil del escritor? La crítica, recordemos a Goethe, supone la madurez de una sociedad. Continuamos con la tentación de caer en un nuevo simplismo, lo tuvimos en el llamado modelo de literatura Casa de las Américas de Cuba: renunciar a la lectura de “autores imperialistas” y buscar “las raíces locales”. Y lo hemos tenido bajo las estrategias de la llamada industria de la cultura, que entre nosotros se impostó a través de las grandes editoriales españolas, del suplemento cultural del periódico de un grupo editorial que durante dos décadas impuso el llamado Star System. El escritor se limitaba a escribir novelas según ese modelo y así desapareció como testigo intelectual ante la problemática no solo social, sino estética del oficio de narrar.
Con la estruendosa crisis económica del régimen de Zapatero, que lanzó al destierro a millones de españoles desempleados, vino la crisis total de los grupos empresariales que aplicaron en España y Latinoamérica sus modelos comerciales a la literatura mientras sus ejecutivos fungían de editores. La producción periódica de genios latinoamericanos de la novela, como irónicamente señalaba Javier Marías, se terminó de repente, pues se agotaron los presupuestos de la publicidad. El más importante periódico español y su suplemento cultural pasó a manos de nuevos propietarios y la crisis patentizó un esperado cambio de paradigmas, el final de una larga manipulación literaria.
Así como la crisis económica marcó el final de la llamada burbuja inmobiliaria de este mismo modo podemos señalar que se inició el final de la burbuja editorial y el final en España de un raquítico catálogo de obras publicadas entre las que habían desaparecido el ensayo y el pensamiento filosófico. Estos afortunadamente fueron incorporados desde hace algún tiempo a una cantidad de pequeñas editoriales que, al rescatar las grandes obras de referencia como la gran novela rusa, inglesa, francesa, italiana, rumana, han permitido cotejar los desastres a que este desdichado aislamiento cultural había llevado.
La característica de la burbuja mientras mantuvo su hegemonía fue la de borrar la historia de la literatura, la de la sustituir la crítica por reseñas de ocasión, la de imponer un modelo narrativo comercial y rechazar por no ser comerciales las obras experimentales, intertextuales. Pero prescindir del pasado de la literatura supone nada menos que eliminar los verdaderos cánones de referencia, el magisterio “de los grandes maestros”, caer en un inmediatismo que elude la responsabilidad ante una tradición y ante unas premisas históricas, caer en el adanismo y en el peor de los males. En ese ombliguismo desaparece la fiscalización de lo universal, actitud necesaria para no caer en el provincianismo desmedido en que hemos caído. ¿Podemos prescindir de Hernando Téllez, de Eduardo Zalamea Borda, de Ernesto Volkening, de Gómez Dávila? O sea, ¿se puede suplantar la reflexión, el pensamiento crítico, el conocimiento de la literatura, de una tradición de la modernidad por las vacías monografías académicas, por las vacuas profecías políticas radicales? ¿No es este el límite que se establece hoy entre la civilización y la barbarie?
Mi nacimiento en la literatura se da desde la vivencia del horror de una violencia descarnada a cuyo paso se arrasó el proyecto de modernidad que la generación del 39 trató de poner en vigencia incorporando la experiencia específica de las distintas regiones, revitalizando una tradición democrática a través de un liberalismo moderno, incorporando la presencia moral de quienes lucharon contra el totalitarismo: Orwell, Huxley, Maritain, Croce, Camus, que, sin embargo, fracasaron trágicamente bajo la irracionalidad del ultramontanismo. “¿Sartre o Camus?” llegó a ser la disyuntiva de mi generación. “¿Malraux o el marxismo leninismo?” La literatura es la creación de un espacio para el diálogo platónico, para sacar de la incertidumbre un atisbo de esperanza, una tarea imposible por la cual muchos sufrieron persecución y tortura, y siguen sufriendo silencio.
De ahí la certeza íntima de que escribir debía ser la tarea de buscar un lenguaje desprovisto de la tentación de caer en el énfasis y la profecía política, lacras que aún proliferan en nuestra producción literaria. ¿Cómo afirmar la libertad sin afrontar estos desafíos? En primer lugar, buscando la palabra en la fuente que le concede legitimidad y demanda de un escritor la voluntad del estilo, la voluntad de la forma. No la historia de los historiadores sino el poder de la ficción para hacer presente eternamente la presencia de un individuo en una sociedad en la que, como diría Norman Manea, se vive una disminución de decencia, de generosidad y de grandeza. La literatura, siempre la literatura como referencia, repito de un magisterio necesario. Camus, Pavese, Thomas Mann, Ortega y Gasset, George Steiner. La lectura como medio de establecer un vínculo con aquello que aparentemente me sería negado históricamente. Esos autores que se convierten en un pasado del cual carecía, tal como nos enseña Valencia Goelkel. ¿He vivido en una soledad tomada como un castigo editorial, como un marginamiento de los modelos del marketing, de la literatura de izquierda?
No olvido la amargura de algunos novelistas que fueron beneficiarios del marketing, pero al cambiar este en sus temáticas de ventas, ese “Ahora ya no se lleva más el realismo mágico, se lleva la novela histórica…” ha quedado a la deriva. En Francia se publican más de 400 novelas al año. En España escriben novelas exministros, exdirigentes, feministas, exbancarios, ciclistas, pero, lógicamente este producto no es una novela ni nada tiene que ver con la literatura. El escritor que se detiene a reflexionar, no sabe aún cuál será la forma en que logre resolver aquello que se le aparece como un contenido. Proust no escribió novelas al uso, ni Joyce, ni Foster Wallace, por lo tanto escribir es escribirse.
Bajo la extrema rapidez con que suceden los cambios en nuestra sociedad sin que apenas logremos percibirlos, en este choque de civilizaciones entre una ruralidad que busca transformarse en expresión urbana y una condición urbana que no logra aún asimilarse a la globalidad, muchísimos escritores alistados en el realismo social como consigna política y no como ahondamiento en los espacios olvidados de grupos marginados, fueron melancólicamente agotando sus recetas. Otros han ido languideciendo en ese amateurismo que al carecer de preguntas es incapaz de plantearse indagaciones y se contenta con los loores de la crítica publicitaria. La obra verdadera madura en el silencio. Aún no he decidido, por lo tanto, si ya debo salir de la torre de Montaigne.
*Escritor, periodista, crítico literario y poeta nacido en Anori, Antioquia.