Revista Pijao
Svetlana Alilúyeva, rescatan la historia de la hija disidente de Stalin
Svetlana Alilúyeva, rescatan la historia de la hija disidente de Stalin

Por Pablo Marín

La Tercera (Ch)

Bien contado, como en La hija de Stalin, el incidente de marzo de 1967 en que Svetlana Alilúyeva (1926-2011) se las arregla para ingresar a la Embajada de EEUU en Nueva Delhi y conseguir protección y apoyo para viajar a Occidente, da cuenta de uno de los mayores bochornos soviéticos de la Guerra Fría. De un episodio rocambolesco que enfrentó a unas superpotencias que vivían por esos días un “deshielo”, y que se vio poblado de detalles insólitos: de partida, hasta entonces nadie sabía en Washington que Josef Stalin había tenido una hija.

La lectura de este pasaje es lo bastante sugerente como para que el lector imagine una película de espías que entonces hacían nata. Y sin embargo Svetlana Stalina, la mujer que en 1957 renunció al apellido paterno y adoptó el que su abuelo materno se había inventado, no ha figurado en filmes ni en telefilmes que no fueran emisiones periodísticas o documentales.

Bien podría ocurrir, eso sí, que de algo sirva el impulso de la celebrada biografía de Rosemary Sullivan, La hija de Stalin. La escritora canadiense, quien presentó su obra en la UDP la semana pasada, cuenta que ya hay un guionista escribiendo un libreto para lo que podría ser un filme, o acaso una serie, y que ella misma se puso en contacto con Helen Mirren (la actriz de ancestros rusos que ganó un Oscar por La reina) para ofrecerle el rol protagónico. “Vuelva cuando la producción esté lista”, le dijeron.

Sus propias palabras

El origen más remoto de este libro se remonta a un “viaje impulsivo” que su autora realizó en 1979 a la Unión Soviética, ocasión en la que se las arregló para conocer a miembros de la disidencia. Más tarde escribiría libros centrados en personajes como Margaret Atwood y en historias como las de Orwell y su esposa en la Guerra Civil española. Pero aún había una hebra soviética que tomar, como advirtió Sullivan en noviembre de 2011, tras leer el obituario de Svetlana Alilúyeva en The New York Times.

Una mujer así de interesante y de quien nadie había escrito una biografía, pensó Rosemary Sullivan, merecía tener una. Acto seguido, cuenta, “llamé a mi editor en Nueva York y sólo le dije dos palabras: Svetlana Alilúyeva. Y él me dijo ¡adelante!”.

Ahí nació una biografía que en palabras de Gabriel Salazar, uno de los presentadores la semana pasada, “no es literaria, romántica, ensayística ni hecha para ensalzar o hundir a alguien”, sino que es propiamente historiográfica (aunque su autora no sea historiadora). Un libro que sortea airoso los peligros que constataba Oleg Khlevniuk en su reciente estudio de Stalin: privilegiar el contexto, perdiendo el alma del biografiado, o bien hacer todo lo contrario.

¿Qué hacer con Svetlana Alilúyeva, entonces? En parte, aunque tomando los debidos recaudos, atender a sus propias palabras. Como cuando declaró que “siempre seré la prisionera política del nombre de mi padre”. Su voz, su testimonio, sus escritos, han sido en efecto una fuente para seguir sus pasos y, ocasionalmente, para desorientarse. Formada en literatura rusa, en su primer libro había nostalgia y lirismo (Veinte cartas a un amigo, 1967, memorias que fueron sacadas en secreto desde la URSS). Su obra siguiente (Only one year, 1969) fue un encargo millonario cuyo editor estaba menos interesado en los sentimientos y pellejerías de su autora que en lo que ésta pudiera decir de Stalin. “Los estadounidenses le estaban pidiendo que hiciera comentarios políticos sobre su padre”, plantea Sullivan. “El libro es bueno, pero se sienten en él la censura y la autocensura”.

Y así como no hay que descansar exclusivamente en sus palabras, tampoco cabe desdeñarlas como guía. El ejercicio de asomarse a sus cartas de infancias y juventud, algunas de ellas dirigidas a su “querido papochka”, permiten por ejemplo conocer a una chiquilla respetuosa del padre y ansiosa de verlo más seguido.

Ahora, si bien en años posteriores buscaría exculpar parcialmente a Stalin de los crímenes de su régimen (incluidos los del “Gran Terror” de 1937-38), la biografía de Sullivan da cuenta de un desencanto progresivo.

Porque parece ser cierto que papochka finalmente le hizo caso tras pedirle que perdonara al padre de una compañera de colegio que había caído en desgracia. Pero también lo es que hizo poco y nada para salvar de la muerte o del gulag a miembros de su propia familia. Y Svetlana, por su parte, no perdonaría ni a papá ni a los suyos que no le hubiesen dicho que su madre, muerta cuando la pequeña tenía cinco años, no fue víctima de la tuberculosis, sino que se quitó la vida.

Poco hay de predecible en esta mujer que, tras su célebre huida, fijó residencia en más de 30 lugares. Una literata políglota que en la segunda mitad de su existencia se comunicó casi exclusivamente en inglés y que nunca entendió el valor del dinero. Que gastó, generosamente y en poco tiempo, la cifra millonaria que le adelantaron por Only one year, y que en 1987, con los bolsillos vacíos, pidió plata por correo a sus conocidos en circunstancias que, como afirma Sullivan, “en EEUU no le pides dinero a la gente”.

La misma mujer que atribuyó la crueldad de su padre a su formación religiosa, fue de tomar decisiones osadas y repentinas, para bien y para mal (no de casualidad, uno de sus relatos favoritos fue El jugador, de Fedor Dostoievski, autor a su vez prohibido por Stalin). Y si bien historiadores como Robert Tucker han subrayado cierta semejanza con la figura paterna, para su biógrafa es “sorprendente” lo poco que se parecían.

Dicho eso, la sensación de vivir a la sombra del progenitor no tuvo vuelta para ella y se extendió hasta su último minuto de vida, en un asilo de Wisconsin. Por eso, resulta tan conmovedora una afirmación de la biografiada que el libro rescata tempranamente: “Uno no puede lamentar su destino, aunque yo lamento que mi madre no se haya casado con un carpintero”.


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