Por Camila Builes
El Espectador
Mi querido Théo:
(...) Las enfermedades de nuestro tiempo no son en suma más que un acto de justicia, si hemos vivido años de salud relativamente buena, tarde o temprano nos ha de tocar nuestra parte. En cuanto a mí, comprenderás que no habría escogido precisamente la locura si hubiera podido elegir, pero cuando a uno le cae una carga semejante, ya no pesca nada más. Al menos, quizás me quede también el consuelo de continuar trabajando un poco en la pintura.
Eso de la oreja fue mentira. La Nochebuena de 1888 Vincent Van Gogh estuvo en un bar con Gauguin, otro pintor con quien compartía su casa en Arlés desde hacía un tiempo. En el atelier pusieron en marcha el proyecto de Van Gogh: crear una comunidad pictórica en el sur de Francia. Para recibir a Gauguin, Van Gogh pintó dos de sus obras más representativas: Los girasoles y El dormitorio en Arlés, en las que desbordaba el color amarillo —como el de la casa— y que eran el gesto de bienvenida de pintor a pintor. El 24 de diciembre habían estado juntos bebiendo ajenjo. Hablaron de arte. Van Gogh ya venía agresivo, disgustado porque no vendía ninguna de sus obras. Su trago terminó estrellado en el rostro de Gauguin. Gritos, sopor, sangre; luego, silencio. Van Gogh terminó con la oreja derecha en la mano. Con mucho esfuerzo había logrado detener la hemorragia. La sangre manchaba los dos pequeños cuartos y el dormitorio en el piso superior. Una vez detenida la hemorragia, cubierta la cabeza con una gorra vasca, se dirigió a un prostíbulo donde entregó a una de las mujeres un sobre que contenía la oreja bien lavada: mentira. Se cortó la oreja en su primer episodio de locura: verdad. Cercenó su oreja porque no podía dibujarla en sus autorretratos: leyenda.
Van Gogh, que trabajaba las superficies, era el pintor de lo invisible. Fue un artista amenazado; su singularidad lo volvió inadmisible para la época. Estaba obstinado en que su violencia se volvería luz, materia pictórica. Absolutamente frágil, cercado por la pobreza, el aislamiento y la locura, trató de rescatar su ser profundo, constituido “por pequeñas emociones y por el instinto del pobre, tratando de probar la existencia verdadera del recuerdo, aun cuando todos los días olvidemos”.
De las oscuras tonalidades de Holanda, su patria, llegó al sur de Francia, a Arlés, donde pintó los verdaderos colores del mediodía bajo ese sol que quema incluso la razón. Recorriendo las calles con su caballete y sus pinturas a cuestas, Van Gogh puso en cuestión la sociedad. En sus pinturas planteó el problema de la verosimilitud. En esos días de crisis y encierro, su único bálsamo fue mantenerse ocupado: tener algo que leer y pintar todo lo que veía. En las largas y profusas cartas a Théo, su hermano menor, confesó su pasión por la literatura.
En el abismo entre la certeza de su tarea y la duda de no ser reconocido, cayó en la locura, crisis cada vez más frecuentes y demoledoras. Su obra le consumió todas las fuerzas: en las cartas describió, cuadro por cuadro, los hallazgos de color, sugirió tipos de marcos y ordenó los trabajos por complementarios, pensando en el momento en que serían expuestos. Nada escapaba de su vigilancia desde Arlés. Sólo los libros lo distraían de su obsesión. Y las cartas. El resto era soledad y aprender a aceptar su enfermedad. La locura lo desgastó. Lo fatigó. Sus momentos de lucidez fueron de extrema cautela, necesitaba alimentarse, pintar y materiales con qué hacerlo. El dramático contraste con Théo —acomodado, casado, con un hijo— se acentuó desde la miseria de su hospicio, que describió con patético realismo.
En todas sus pinturas, ya sean retratos o paisajes, un jarrón de flores o los olivos nocturnos, aparece siempre el doble carácter de Van Gogh: materialidad y metafísica, una singularidad signada por el desarraigo. Incluso sus naturalezas muertas son apasionadas y coléricas, llenas de compasión. Simultáneamente violencia y ternura, en un tejido que excede la norma de cualquier escuela, cualquier encasillamiento.
Era Théo quien acudía, solucionaba, proveía. Van Gogh reclamaba dinero y puntualizaba cada gasto. Pasó largos ayunos, intoxicado de tabaco y alcohol, produciendo incansablemente. Lleva años ser un verdadero pintor, dijo. Salió a pintar durante la noche, con el sombrero cubierto de la parafina de las velas encendidas sobre en el ala. En 1890 Vincent Van Gogh decidió mudarse a Auvers-sur-Oise, donde el doctor Gachet le propuso una cura homeopática. Pinta entonces desenfrenadamente. Vergeles florecidos, hombres inclinados sobre la tierra, campos de trigo, retratos casi japoneses, su cuarto quieto, autorretratos que le deparaba el espejo. Pintó la noche, un ciprés con luna, los negros pájaros del final... Pintó para salvarse de un enloquecedor rumor que no lo abandonó nunca. Y pintó, también, para ser. Las visiones que plasmó son irrepetibles. “Todo lo que veo es lo que sueño. No sé por qué el mundo no ha pintado lo que yo, no ven como yo veo el mundo”, escribió en una de sus cartas. Su relación con la naturaleza siempre desafió toda cordura general. Se sentaba horas para ver cómo la luz se posaba en los troncos de los álamos lilas. Pintaba in situ. No comía nada, no bebía nada mientras estaba en el campo. Se quedaba ahí, perforado, por la inmensidad del mundo, en silencio.
Querer quedarse queriendo irse, así vivía. El 29 de julio de 1890 Van Gogh salió a un campo de trigo en Auvers-sur-Oise. Se disparó en el pecho. Tardó dos días en morir. No terminó de escribir la última carta para Théo.
(…)Pues bien, en mi trabajo; arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias —bueno— pero tú no estás entre los marchands de hombres, que yo sepa; y puedes tomar parte, me parece, procediendo realmente con humanidad, pero ¿qué quieres?