Revista Pijao
Viajes estelares y un archivo extraterrestre
Viajes estelares y un archivo extraterrestre

Por Elvio E. Gandolfo

Si uno menciona al polaco Stanislaw Lem, en seguida aparece la descripción: “escritor de ciencia ficción”. Y un segundo después: Solaris (1961). Hoy que la obra literaria de Lem está del todo completa desde hace una década (falleció en 2006) ese libro sigue siendo un clásico absoluto del siglo XX, a la altura de, por ejemplo, El extranjero de Camus, o El cazador oculto de Salinger. Con la virtud adicional de ser una obra de ciencia ficción y fantasía, no solo de extraordinaria imaginación sino también de sugerencia de ideas complejas y esquivas. Empezando por el riesgo de que su principal ser viviente sea un planeta-océano. También la ayudó a llegar rápido a ese puesto la gran adaptación al cine de Andrei Tarkovski que, como suele ocurrir, la hizo con pocas ganas, pero logró otro clásico, esta vez del cine.

Los lectores de Lem han tenido suerte en su difusión. Sellos como Bruguera, Alianza y Minotauro (que difundió Solaris y El invencible) dieron a conocer buena parte de la obra. En especial Bruguera no se quedó en el género de la ciencia ficción y tradujo La fiebre del heno, una obra maestra de la novela policial bizarra, un poco en la liga de El maestro del juicio final de Leo Perutz. Una serie de muertes de astronautas en Italia termina por apuntar a un culpable curioso: el exceso de planos de complejidad de la vida masiva. También tradujo su otra novela policial, La investigación (casi un borrador de La fiebre del heno) y sus libros que inventan libros, al estilo de Borges, en los años 70 y 80: Vacío perfecto y Un valor imaginario, completados en polaco con Provocación y Golem XIV, cuarteto reunido en un tomo: Biblioteca del siglo XXI.

En su ciencia ficción hay dos sabores, sólo aparentemente diversos: el de los libros “serios”, como Fiasco, Edén, Memorias encontradas en una bañera (densamente kafkiana), o El invencible. Luego están una novela satírica como El congreso de futurología y las decenas de cuentos, entre filosóficos y surreales, reunidos en tomos sucesivos de “historias del piloto Pyrx” o “retornos” o “diarios” de las estrellas. En ambos casos, se nota que Lem, que tuvo todo tipo de experiencias en una Polonia recorrida por las costumbres y excesos del comunismo y la guerra (soportar cinco años de censura de su primera novela “realista” por no ajustarse a los patrones del Partido, por ejemplo), está fascinado por dos temas. Ellos son la complejidad a) de la raza humana, y b) del mundo físico y comunicacional, en tanto pensador interesado en la ciencia.

En el primer caso, escribió en un texto autobiográfico: “Me irrita el mal y la estupidez. El mal nace de la estupidez y la estupidez se alimenta del mal. La televisión está llena de violencia y hace del mal una cosa cotidiana. Gracias a la tecnología se refuerza el anonimato del crimen. Internet facilita hacer mal al prójimo”. Al mismo tiempo reconoce que “la historia de la humanidad no es más que un tic en el reloj geológico”. Tal vez por eso se ha dedicado en más ocasiones a describir, en una mezcla de pesimismo y fascinación, la dificultad repetida de comunicarse con razas extraterrestres, o de penetrar en el sistema de planetas extraños.

El último sello en interesarse con paciencia y cuidado en su obra es Impedimenta. Decidido a hacer las cosas bien, ha partido de los originales polacos para elaborar versiones directas. Cuatro títulos repiten libros ya difundidos: Solaris, Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y La investigación. En otros casos dio a conocer inéditos, empezando por El hospital de la transfiguración, la primera novela demorada por la censura, seguida luego por Golem XIV y los relatos de Máscara.

Ahora se agrega su “primera novela de ciencia ficción”, Astronautas, de 1951. El libro tiene una importancia esencial, porque su éxito inesperado fue el que lo decidió a cultivar con altura un género que lo llevó incluso a formar parte de la Asociación de Escritores Norteamericanos de Ciencia Ficción, aunque fue expulsado cuando se le ocurrió criticar el bajo nivel del género en Estados Unidos.

La chispa fue un paseo y una conversación con un “señor gordo” del que no sabía que era jefe de una editorial. Comentaron la falta de novelas polacas del género. Allí el compañero de charla le encargó que escribiera una. “Al cabo de unas semanas”, comenta en un texto autobiográfico, “me llega el contrato, sólo falta poner el título. Puse Astronautas, aunque no sabía aún de qué iba a ser el libro”.

El resultado fue insólito. La novela no sólo funcionó muy bien en Polonia, sino también (y acaso sobre todo) en Alemania (donde se llamó Der Planet des Todes), país al que Lem viajaba a cambiar los marcos orientales por marcos occidentales en Berlín Occidental, con temor de que los policías lo detectaran por tener escrito en la frente: “¡El de la estrella roja!”. Una vez entregada, una escritora y asesora de la editorial la hizo pedazos, comentando entre los rasgos negativos la falta de conciencia de clase. El editor, irónico, se burló de ella diciéndole que si en el cosmos existiera la lucha de clases, tendría que existir el Partido Comunista de Venus, que nunca habría permitido que se invadiera la Tierra.

Un prólogo de Jerzy Jarzebski exagera los defectos del libro. Lo trata de ilegible y excesivamente didáctico. Es cierto que sus primeros capítulos constituyen una especie de curso sobre la actividad científica. Pero el arranque, basado en el meteorito enorme que cayó en Siberia en 1908, considerado en realidad una nave que estalló allí, es poderoso en su tono “informativo”. Pero incluso en esa zona preliminar, el estilo de Lem adolece sobre todo de la falta de tensión relativa que impone la idea de un futuro donde el último país capitalista ha desaparecido hace tiempo. Por lo demás, de manera un tanto arcaica, pero real, exhibe la presión de seriedad e intensidad que lo relacionarían más tarde con este tipo de temas.

El libro es mucho más absorbente en la segunda mitad, donde la nave terrestre parte a Venus, integrada por una serie de científicos de distinto tipo y nacionalidad, más un piloto encargado de ser el narrador, más simple y activo. El entretejido entre las distintas personalidades es sostenido sobre todo por el “sentido de lo maravilloso” que caracterizaba a buena parte del género de la época.

Las páginas sobre el paisaje de Venus, lentamente recorrido y desentrañado, van acompañados por un manejo también minucioso de la intriga acerca de los “seres” agresivos que habían tratado de conquistar la Tierra. Lejos de la falta de imaginación que suele caracterizar a la producción estadounidense de alienígenas (generalmente insectos gigantes), Lem juguetea unas páginas con la posibilidad de que sean pequeñas hormigas metálicas, aunque cuando se llega al final del recorrido, la forma de estos seguirá estando oculta, en la línea de su tenaz creencia en la impenetrabilidad de algunos misterios del cosmos.

Una virtud esencial para poder sacarle el jugo a esta novela con más de sesenta años de edad, tal vez sea conservar cierto gusto por las viejas novelas del género, en cualquier idioma. Dotado de ese plus de paciencia, el lector puede ir viendo poco a poco cómo también está leyendo un libro en el que el autor expone rasgos que después desarrollaría. O cómo, en los paisajes, hace recordar por momentos al un poco posterior J. G. Ballard, por el esfuerzo para conjurar en sus primeras novelas panoramas realmente extraños.

Astronautas, Stanislaw Lem. Impedimenta, 408 págs.

 

Con información de la Revista Ñ del diario Clarín


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