Revista Pijao
Una vida con Sherlock Holmes
Una vida con Sherlock Holmes

Por Berna González Harbour

Revista V (Es)

Sherlock Holmes se convirtió en una criatura tan real que los escolares franceses llegados a Londres querían ver su (inexistente) casa en Baker Street, y muchos lectores enviaban cartas a su creador para pedirle autógrafos de su detective. Cuando Arthur Conan Doyle anunció que Holmes se retiraba para dedicarse a la apicultura en South Downs, el escritor empezó a recibir misivas ofreciéndole ayuda para la tarea. “¿Necesitará el señor Holmes un ama de llaves para su casa de campo?”, se interesaba una de ellas. “Sé de alguien a quien le encanta la vida tranquila del campo, además de ser una mujer discreta como las de antes”. Y no era la única.

No importaban las excentricidades que se gastaba el detective en el 221 B de Baker Street con su propia casera y criada, la señora Hudson, ni el peligro en que ponía el inmueble virtual una y otra vez. Los candidatos a asistirle en su etapa como apicultor u otras eran reales, como reales eran las peticiones de ayuda que recibía el doctor Conan Doyle para que investigara misterios sin resolver.

El elegante sir británico (Edimburgo, 1859-Crowborough, 1930) dejó la huella de sus recuerdos en Mis libros, Ensayos sobre literatura y escritura, una sabrosa rareza para aficionados y curiosos que Páginas de Espuma ha traído a España en traducción de Jon Bilbao. Estará en las librerías a la vuelta del verano.

¿Es justo que la criatura adquiera más fama que el creador? ¿No es realmente digno de orgullo que Frankenstein, Sherlock, Dorian Gray, el Quijote o Sancho se conviertan en iconos y parte de nuestro imaginario sin que prestemos atención al autor? Conan Doyle se resiente un tanto de que su criatura le supere y lo narra divertido en sus ensayos, llenos de anécdotas sobre casos reales que reclamaban de él el planteamiento que hubiera hecho Holmes si hubiera vivido de verdad.

El escritor se atrevió a ello alguna vez. Y estos son los consejos que dejó para quien se atreva: lo primero es separar lo que es cierto de las conjeturas. Lo segundo, hacer deducciones. Lo tercero, preguntarse por qué: por qué el hombre en cuestión se fue de medianoche; por qué se cambió de ropa… Preguntas y ejercicios deductivos que chocan con aparatosidad con la realidad: cierta vez “que se produjo un robo en la posada del pueblo, el agente de policía local atrapó al culpable cuando yo no había llegado a nada más que deducir que se trataba de un zurdo calzado con botas de clavos”, narra Conan Doyle, plenamente consciente de sus limitaciones.

¡Ay! ese universo de huellas en el barro, de cabellos en el peine, de ropa abandonada y hojas blancas sometidas a pruebas químicas, cuando los crímenes no tenían el apoyo tecnológico de las redes, de los móviles o Internet. Holmes libraba sus batallas sin muchas más herramientas que su enorme inteligencia y su poder deductivo. Conan Doyle lo creó a partir del Dupin de Allan Poe, que actuaba a base de razonamientos, pero le dotó de una formación científica formidable para que fueran sus habilidades, y no su fortuna o la casualidad, las que merecieran la resolución del caso. “En esto fui un revolucionario y después muchos me han imitado”.

Pero los ensayos denotan hartazgo, miedo a aburrirse y a aburrir. “No quiero ser desagradecido con Holmes, a quien considero un gran amigo. Si alguna vez me he cansado un poco de él es porque es un personaje sin matices”, narra el escritor. “Es una máquina de calcular y cualquier cosa que añadas debilita esa impresión”. Lo mismo le pasa con Watson. “Para que un personaje sea verosímil hay que sacrificarlo todo a la coherencia”.

El autor intentó apartarse de Sherlock para promocionar otras obras (recalca que ha escrito “entre 20 y 30 obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía”), pero sus intentos solían chocar con la demanda de más Holmes. Cierta vez alquiló un teatro con una obra suya que fracasó, y tuvo que improvisar una adaptación de Sherlock Holmes para no perder el dinero. Otra vez montó una consulta oftalmológica y se aburría tanto entre paciente y paciente que dedicó el tiempo a escribir relatos que publicaba en revistas… sobre Sherlock Holmes. Y le agradece el éxito, pero a la vez le reprocha que sus trabajos “más serios” no hayan tenido mayor reconocimiento.

Quiso limitarse a seis relatos (Las aventuras de Sherlock Holmes, 1892) y aceptó otros seis (Memorias de Sherlock Holmes, 1893); le retiraba o le mataba creyendo que estaba agotado, pero al final acabó produciendo 56 relatos y cuatro novelas durante cuatro décadas que opacaron absolutamente el resto de su producción. Creía que “las buenas obras literarias son las que hacen que el lector sea alguien mejor, pero nadie puede mejorar por leer a Sherlock Holmes”, escribió, honesto. Frente a todos los que hoy defienden la conversión de la literatura criminal en un género en mayúsculas, Conan Doyle les arroja un jarro de agua fría desde la tumba: “No era mi intención hacer una obra mayor y ninguna historia de detectives podrá serlo nunca; todo lo relacionado con temas criminales no es más que una forma barata de despertar el interés del lector”. Y claro que no creó literatura en mayúsculas, pero sí un icono de la cultura popular británica que sigue originando películas, visitas a Baker Street –ahora sí existe un museo de su falso hogar- y nuevas ediciones. Porque, aunque no fuera su intención, el mundo fue mejor con Sherlock Holmes.


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