Por Gonzalo Garces
Revista Ñ (Ar)
En 1951, cuando se publicaron las Memorias de Adriano, lo que hoy se conoce como cultura adolescente estaba en sus comienzos. El hecho es significativo: esa novela, la más famosa de Marguerite Yourcenar, apareció el mismo año que El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, y en muchos sentidos es su perfecto reverso. La novela de Salinger inauguró la figura del adolescente como personaje central y como punto de vista para entender el mundo, justo cuando Yourcenar cantaba el elogio del adulto.
En retrospectiva, resulta evidente que el primero inauguró una cultura que luego no hizo más que crecer: los siguientes diez años verían la aparición de Rebelde sin causa de Nicholas Ray, Aullido de Allen Ginsberg, Rock alrededor del reloj de Fred F. Sears, En el camino de Jack Kerouac y “Love me do”, el primer simple de los Beatles. Por contraste, la autora de Opus Nigrum no tuvo descendencia. A mediados de la segunda década del siglo XXI, el lenguaje adolescente se ha extendido a la política, los negocios, la educación, el arte; en ese contexto, la obra de Marguerite Yourcenar se reviste de una extrañeza radical.
Una de las proezas que lleva a cabo Memorias de Adriano, por supuesto, es la reconstrucción del mundo occidental bajo el reinado del hijo de Trajano; ahora bien, por lejana que nos quede aquella época, nos resulta menos ajena que el propósito de investigar las posibilidades de la adultez, algo que hoy parece casi un oxímoron. Por el contrario, si hubo una época propicia para la figura del adulto, sin duda fue la de Adriano. Este presidió una época en la que el mundo romano había alcanzado su forma definitiva y todavía no había empezado a disiparse; no en vano Edward Gibbon empieza en ese punto su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. En sus notas a la novela, Yourcenar cita una frase de Flaubert: “Los dioses ya no estaban y el Cristo aún no existía; hubo, de Cicerón a Marco Aurelio, un instante único en que el hombre estuvo solo”. Esa soledad es el primer rasgo del adulto que Yourcenar retrata.
Quizá otro sea eso que los anglosajones llaman gracia bajo presión. Es decir: los protagonistas de Yourcenar son conscientes de los límites de la condición humana. Saben de la decrepitud inevitable del amor, de la envidia de los pobres y la opresión de los ricos, de la necesidad de matar a nuestros padres y maestros. No por eso dejan de afrontar esos trances con toda la gracia de la que son capaces: es decir, con la generosidad y la elegancia de las que es capaz un individuo.
Podemos pensar, por ejemplo, en el sabio pintor del cuento “Cómo Wang Fo fue salvado”, que sabe inútil toda resistencia contra el emperador que quiere su cabeza, pero que se fuga a bordo de un barco pintado por él mismo (lo que constituye una variación, dicho sea de paso, de “El milagro secreto”, de Borges). O podemos pensar en otro cuento, “El último amor del príncipe Genji”, donde la Dama-del-Pueblo-donde-caen-las-Flores, a quien el príncipe desdeñó cuando era joven, vuelve a buscarlo en su vejez y, disfrazada de campesina, consigue seducirlo. La mujer finge que no conoce al príncipe, ya que lastimaría su vanidad de anciano pensar que lo buscan por compasión o por el recuerdo del hombre que fue. Esa manipulación delicada de una emoción mezquina hace la gracia del cuento; también, que la Dama sepa que el Príncipe no es digno de su amor y que esto no atenúe su devoción.
Al contrario de muchos escritores, Marguerite Yourcenar parece haber vivido a la altura de sus ficciones. Fuera de los tres tomos de sus memorias, esta correspondencia con Silvia Baron Supervielle, traducida por Eduardo Berti, es una buena manera de conocerla. En 1980 la escritora argentina le envió su traducción al español de Recoins du cœur, seis poemas aparecidos en la revista Le Manuscrit autographe; Yourcenar le respondió con agrado y comenzó una relación entre autora y traductora que parece haberse convertido en genuina amistad.
Eran los últimos años de Yourcenar, que murió en 1987, y en esta correspondencia están la fragilidad de la autora de Cuentos orientales en aquel tiempo, su gloria crepuscular (“El trabajo de ‘creación’, como se dice, que debería ocupar el primer lugar para el escritor, ocupa en realidad el último o el anteúltimo”, se queja. “De manera que el ‘éxito’, si podemos usar ese pobre término, tiene el resultado paradójico de impedir que el escritor escriba”), su voluntad de defender su aislamiento en Mount Desert Island, donde vivía desde 1950, y al mismo tiempo su necesidad de contacto con el mundo exterior.
Están también su inquietud por la Argentina de la dictadura, su humor (¿qué puede ser más gracioso que la autora de Anna, soror, con su elegancia patricia, relatando a su corresponsal cómo se refugió de la lluvia en “esa institución americana poco elegante, pero cordial” llamada Dunkin’ Donuts?) y su admiración por Borges. A este atribuye Baron Supervielle, en una de sus cartas, una frase notable: “En el fondo, la literatura no es sino afecto”. A lo que Marguerite Yourcenar responde: “Iría más lejos, incluso, y diría ‘amor’”.
Una reconstitución apasionada, M. Yourcenar y S. Baron Supervielle. La Compañía, 101 págs.