Revista Pijao
Un verano con Gunther
Un verano con Gunther

Por Jacinto Antón

El País (Es)

¿Qué hay mejor que pasar un verano con una novela de tu personaje favorito? Pasarlo con dos. He compartido la playa con las dos últimas novelas (undécima y duodécima) de Bernie Gunther, el detective berlinés inventado por Philip Kerr que se mueve fundamentalmente en el proceloso, turbio y pardo mar de la Alemania nazi: The other side of silence (Quercus, 2016; RBA la publicará ahora en octubre con el título La otra cara del silencio) y Prussian Blue (Quercus, 2017). Las dos (mis ejemplares están felizmente baqueteados y de entre sus páginas amarilladas por el sol brotan como recordatorio de la felicidad de la lectura y de la vida granitos de arena y plumas de cormorán y chorlitejo) son estupendas y nos muestran a un Bernie que no deja de crecer y volverse más y más profundo como personaje (averiguamos algunas cosas de él como que su libro favorito es Berlin Alexanderplatz, aunque no desdeña a Karl May; también que Hitler despreciaba el té inglés).

La verdad a mí y creo que a muchos de los que somos fans de la serie (como Evelio, Carles o Mariano), las intrigas policiacas estrictamente hablando no me interesan tanto como el marco histórico (que Kerr recrea de manera magistral) y la personalidad de Bernie Gunther, atrapado en el trágico dilema moral de ser un policía alemán nostálgico de la República de Weimar y que usa el Völkischer Beobachter como papel de wáter, obligado a trabajar en la Alemania de Hitler, y que incluso es reclutado a la fuerza para que les resuelva sus asuntillos por criminales como Heydrich, Goebbles o Bormann. Lo que sobre todo te atrapa es el sentido del humor de Bernie, cínico, negro y retorcido como sus casos y que te hace estallar de risa una y otra vez durante la lectura, aunque un instante después vuelves a quedar sobrecogido por la trama.

En The other side of silence, encontramos a nuestro detective donde acabó La dama de Zagreb, en 1956 convertido en portero de un hotel en la Costa Azul (en Saint-Jean-Cap-Ferrat) un guiño a Portero de noche, aunque nadie se podría parecer menos al delicuescente ex SS Max/ Dirk Bogarde de Liliana Cavani que Bernie. Allí, donde vive enfrascado en sus recuerdos y en largas partidas de bridge, se ve metido en un complejo juego de chantaje (un crimen “peor que el asesinato” que parece obsesionar últimamente a Kerr) y espionaje en que están involucrados un antiguo colega en la SD y asesino de masas y nada menos que Somerset Maugham (“I’m a rich old queer”), que vive a tiro de piedra en su famosa Villa Mauresque, lugar del que, por cierto, fue expulsado flamígeramente un joven Patrick Leigh Fermor por bromear con la tartamudez del viejo novelista, una de las pocas cosas tabú en la mansión. Kerr disfruta de lo lindo poniendo a Bernie al servicio de Maugham (que tuvo un papel activo como agente secreto británico y cuyo sentido del humor es parecido al del detective) y dando cameos a Anthony Blunt o Guy Burgess (en una grabación). El pasado de Gunther está muy presente en forma de viejos nazis reciclados en la Stasi y capítulos alternos en los que saltamos al Berlín de 1938 y el Königsberg de 1944-45 gobernado por el corrupto gauleiter Erich Koch (“he visto nazis más bajitos pero solo en las Juventudes Hitlerianas”, lo describe Bernie con esa lengua afilada que le cuesta más de un disgusto). La Cámara de Ámbar, el hundimiento del Wilhelm Gustloff (el Titanic nazi) y un viejo amor aparecen en esa trama paralela que confluye con la principal, que se cierra con un verdadero tour de force en el que no sabes dónde acaba Kerr y empieza John Le Carré (¡o Alistair MacLean!).

Prussian Blue continúa la historia en un doble argumento: Bernie huyendo de la Costa Azul perseguido por la Stasi y un caso que tuvo que resolver en 1939 nada menos que en el Berghof, la residencia de montaña de Hitler en Obersalzberg, por encima de Berchtesgaden (“era como estar atrapado en una película sin fin de Leni Riefenstahl”). La descripción que hace Kerr del complejo residencial nazi en los Alpes bávaros, “el castillo del ogro”, ese mundo en el que puedes planear la II Guerra Mundial pero no fumar, y la corrupción inmobiliaria que rodea al enclave es sensacional. En el centro de la historia está nada menos que Martin Bormann, el nuevo empleador de nuestro detective, que ha de enfrentarse a un asunto de asesinato en la misma terraza en la que suele pasear el Führer. Sexo, drogas (Pervitin, la metanfetamina que luego usaría generosamente el ejército alemán) y jodeln. De nuevo el retrato de los líderes nazis es genial: “Bormann dio una chupada a su cigarrillo y exhaló una generosa mixtura de humo, alcohol, arrogancia e hybris”. Rudolf Hess (“mucha gente piensa que Hitler lo tiene cerca para parecer él un poco más normal”) tiene un cameo en el que se mide con Bormann a ver quién tiene “el bratwürst del poder más largo”, y también aparecen en la sombra Kaltenbrunner y sus cicatrices.

Ir descubriendo los mortales secretos de la montaña de Hitler no hará más feliz a Gunther pero hay que ver cómo lo disfrutamos nosotros. Nuestro detective se describe como urbanita y abomina de la pureza de los montes, arrojando un juicio impagable: “Probablemente la historia de Alemania hubiera sido diferente si nuestro gran hombre hubiera pasado menos tiempo en la cima de la montaña y más en la playa”. Mejor mar que montaña, Adolf...

 


Más notas de Actualidad