Por Fanny Buitrago*
Revista Arcadia
Sucede que escribo desde la emoción, la pasión, la fantasía, el asedio de temas, personajes, historias. El centralismo es un hecho al margen-margen, que se empeña en alimentarse a sí mismo y muchas veces carece de significado.
Los lugares en donde se escribe, a no ser los estadios de la mente y del espíritu, no siempre son reales. Ni siquiera soy yo misma cuando tomo un bolígrafo y un cuaderno, golpeo las teclas de una máquina portátil, me siento frente al computador. A mi cerebro no le importan ni las distancias ni las cercanías, ni si me será dado luego publicar. Está demasiado ocupado en controlar la fogosidad, la intensidad, el misterio, la sonoridad y color de las palabras. A mí me gusta contar historias. Lo imperativo es escribir y escribir, el resto pertenece a la aventura, a la suerte.
Con excepción de la presencia del mar, que no ceso de añorar, nunca me había planteado: ¿qué se siente escribir fuera de Bogotá? Sí, es una de mis ciudades favoritas, señalada como el centro de la vida literaria del país, del ir y venir de los libros y los sucesos. Una capital plena de vida, zumbidos y alboroto, hechos políticos y culturales, en donde me siento tres veces viva y con la mente abierta a las narraciones que llegan del centro, el norte y el sur, o de ninguna parte.
Así que ahora escribo en Bogotá, no en las afueras. Sin embargo, ninguna fantasía es comparable a narrar en compañía de la visión y el sonido del mar, en mi sala y al borde de un balcón en Cartagena. Escribir en la tarde, sumergida en un placer indescriptible, acariciada por la brisa, mientras llega el momento de salir a la noche, al encuentro de la magia o los amigos.
Ahora estoy, soy, en cada amanecer le tomo el pulso a Bogotá. Me asomo a las montañas desde los ventanales de un apartamento en un piso 20, a unas cuadras del peatonal de la carrera séptima, en donde se baila y se narran historias; y en la esquina de la avenida 19 con séptima, gente desencantada (un hombre que toca magistralmente la trompeta) y muchachas y muchachos de jeans rotosos obsequian poemas fotocopiados a cambio de unas monedas.
Como todas las ciudades vitales y difíciles, Bogotá está enmarcada en sus propios inventos y en las fábulas que la entronizan como centro cultural del país. ¿El centro? Quizá, pero un centro demasiado abigarrado que se atomiza a sí mismo, en donde los eventos se atropellan y hay que atrapar el tiempo para asistir al lanzamiento de un libro, a un concierto, a los festivales del verano, del teatro y del nuevo cine. Su centralismo es carne de su energía y de la multiplicación de sus leyendas y mitologías.
De modo que escribir afuera es una delicia, hay menos visitas y menos telefonazos, se afianzan las antiguas y las nuevas amistades, a la vez se aligeran las obligaciones sociales.
Por fuera, Bogotá no es la ciudad de la literatura sino de mis grandes afectos. Ahora la vivo y disfruto otra vez, la siento como una ciudad que recibe a todos, juega con la inteligencia y el talento. A los escritores les brinda unas cuantas oportunidades. Los ha convertido en sujetos de reality shows y portadas de revistas, los ha fotografiado en plan de modelos y también de estatuas. Eso no quiere decir que no sea veleidosa, antipática, que no se dedique a glorificar las novedades, al escritor que sabe sonreír a las cámaras, y también acoge a quienes narran en serio y a veces a quienes también pueden aburrir en serio. He sentido pena al encontrar, después de sonados lanzamientos, a los ocho o quince días, tirados en la calle o apilados en librerías, libros de moda a 5.000 y 10.000 pesos. Lo hermoso y excitante es que también se encuentran libros de segunda y tercera, cotizados muy por encima de sus precios iniciales.
Bogotá se precia de su centralismo cultural, pero lo cierto es que en el exterior los curiosos preguntan primero por las voces del festival de poesía de Medellín, de las jornadas de música clásica en Cartagena y el Hay Festival. Un protagonismo que también aureola a la Casa de Poesía Silva, a la que los jerarcas de la cultura o de la política tratan con calculada indiferencia, mientras se da preferencia a Rock al Parque y en las pantallas de televisión los futbolistas y los raperos golpean en tun tun tan tan como si la emprendieran a tortazos contra la claridad de la poesía.
Cierto que hay una guerra contra el pensamiento, en la que Bogotá no se encuentra ausente. Junto a los creadores se plantan personajes autobautizados de autoridades literarias y críticos geniales, que no solo enarbolan las banderas del centralismo a ultranza, trabajan con ahínco para recortar y cambiar el mapa literario del país, y no para ampliarlo; para tornar invisibles a ciertos narradores, colgados de lo que presumen buenas intenciones y que en muchas ocasiones se vuelca en una imitación de la literatura, que engulle entrevistas, mesas redondas y participación de las redes sociales. Tales personajes necesitan controlar, aplaudir o descartar, manipular a escritores agradecidos y nada orgullosos, ojalá doblados en un trabajo distinto a la literatura. Es así que al escribir lejos del centro, del eje, existe la posibilidad de enfrentarse al cambio, al entusiasmo de otros narradores, a sus dudas, a sus esperanzas, a sus planes relacionados con el futuro. En mis conversaciones con escritores de Cartagena, Medellín e Ibagué, San Andrés, Montería, Sincelejo, Valledupar, San Diego y otros sitios, nunca se me ha mencionado la mitología capitalina del centralismo, ni siquiera en sus leyendas urbanas. Total, con anterioridad se hablaba de la capital de Colombia como la Atenas Suramericana, y ahora la aureola de Bogotá, a veces turbia y a veces límpida de azul añil, hace carrera como una ciudad jardín, como la capital del estruendo y el zumbido, la nevera que abruma con su helaje a los calentanos, como una metrópoli siempre asediada por la lluvia y la niebla, no como sede del sol, de la poesía, de la novela, del teatro, sino del rock.
Cierto que al terminar un libro, y he publicado unos 25, la puerta de la literatura se abre a las sorpresas y las luces literarias de Bogotá titilan. ¿Hora de acercarse a una de sus grandes editoriales? ¿Por qué no? De pronto responden, publican, ejercen el llamado poder del centralismo y mueven los hilos y la rutilancia de la moda. ¡Estupendo! Aunque muchísimos libros, aquí y allá, son promocionados y vendidos boca a boca.
A propósito de escribir por fuera, he recorrido mi biblioteca y encontrado, además de las importantes ediciones de las multinacionales, una serie de libros de factura maravillosa, sellos editoriales a los que no les inquieta la mitología capitalina, y que cuentan con sólido respaldo intelectual. Publicaciones de la Universidad Eafit, de la Universidad de Antioquia, del Taller de escritores de la Biblioteca Piloto, de las populares o lujosas de Pijao y las bellísimas de la editorial Sílaba. En la costa atlántica las del programa Leer el Caribe, que cuenta con generoso patrocinio del Banco de la República, y la Universidad de Cartagena, y otros polos culturales. Me acompañan ediciones de la Universidad del Atlántico, de la Universidad del Norte, de la Universidad de Cartagena y la de Córdoba. También ediciones de la Universidad del Valle y de la Universidad San Buenaventura. Para mencionar unas cuantas. Nadie niega que, además de las grandes editoriales, Bogotá puede jactarse también de sus estupendas ediciones universitarias.
¿Se preocupan del centralismo los escritores de Bolívar, que se plantaron en internet como dueños de la fama, o los aspirantes a escritores que acuden a talleres, lecturas de poesía, clubes del libro en todo el país? No lo sé, pero sí que los estudiantes cartageneros llenan el teatro Adolfo Mejía para escuchar y dialogar con los escritores, y los universitarios se reúnen en las terrazas a hablar de los cuentos y novelas que han leído mientras la gente que pasa se acerca a escuchar. Y que en Sincelejo me encontré con un vendedor y promotor de la literatura sucreña, un caso único en Colombia.
Bogotá tiene todo el derecho de apoyar a la turbamulta del Rock al Parque, publicar en páginas sociales reuniones poéticas de asistencia selectiva, consentir a entendidos que no hacen su propio trabajo sino que se jactan de minimizar al ajeno, apoyar concursos, galardones, eventos multitudinarios, casas de cultura. Aunque en promoción de la creatividad literaria y la inteligencia no invierta demasiado empeño, de cierta manera es un generador de energía y rayos láser, que con sus ferias del libro, y sus tonos de ignorar y encapricharse, convertir a los autores colombianos en motivos del juego de lo visible o lo invisible, ha propiciado que en las afueras nazcan grupos, clubes en donde se rinde culto a la palabra, a la ficción, a la narrativa. A menudo las madrastras empujan a las cenicientas a surgir como bellezas y bailar con los príncipes, y es que el verdadero ejercicio de escribir le da la espalda a la manipulación, a la intriga, a la sagrada tontería: no importan los baches, los peligros, los silencios. La literatura, además de ser pasión, revolución o agonía, es ante todo una fiesta y por eso ahora se ha marcado otro camino con la Fiesta del Libro en Medellín, como se marcan muros y torres tapizados de leyendas, cuentos y acertijos en otras ciudades y pueblos de las afueras: acontece en La Cueva, en Barranquilla, en la casa del grupo El Túnel en Montería y la Ronda del Sinú; en el sonido de los chicos que al tocar vallenatos en San Diego y Valledupar, invitados por sus escritores, narran otras historias.
La realidad es que al escribir-escribir no interesa en dónde sucede. Escribir es vivir en plenitud, lo mismo asomada al mar, a las montañas, a la nieve, a la revelación o a la plegaria.
El único lugar en donde realmente se puede escribir y se escribe, lejos de Bogotá y de otras ciudades tenidas como columnas del libro, es Utopía. Como no existe tal lugar, Utopía se escribe desde el corazón, el ímpetu de la pasión, la investigación, los sonidos de la música interior, la conmoción o la armonía. Así que se escribe en todos los lugares y puntos cardinales del sentimiento y el pensamiento.
*Escritora, cuentista, dramaturga, ensayista barranquillera. Su novela más reconocida se titula Señora miel.