Revista Pijao
Un fantasma llamado Leonel Estrada
Un fantasma llamado Leonel Estrada

Por Halim Badawi* Bogotá   Foto Daniel Reina.

Revista Arcadia

I. El adentro y el afuera

Uno de los problemas recurrentes en la historia del arte es la relación entre el “adentro” y el “afuera”. Un debate persistente ha sido situar las fronteras que separan un territorio del otro. Según el momento político, esas fronteras se contraen o se expanden, y la principal lucha de la crítica y la historia del arte es precisamente la expansión de esas fronteras. En arte, este “adentro” y “afuera” ocurre de muchísimas formas: lo vemos en el interés de algunos críticos por situar los límites entre lo que es “arte” o “artesanía”, “alta cultura” o “arte popular”, “arte” o “activismo”, “fotografía artística” o “fotografía documental”. Aún hoy, algunos críticos conservadores se preguntan “qué es el arte”, alzando indignados las manos al cielo, no para ayudar a expandir los territorios de lo visual, sino para excluir, para retornar a los pequeños guetos ilustrados que servían como diferenciadores sociales.

En términos históricos, las fronteras también se dan cuando los historiadores seleccionan lo que amerita estar dentro de la historia y lo que no. En este sentido, uno de los propósitos de la historia del arte más crítica ha sido precisamente la inclusión de todo aquello (significativo, singular) que no fue visto adecuadamente en su momento. Las fronteras también se dan en términos de género y raza: en la vieja Colombia se valoraba al artista hombre y blanco como medida de todas las cosas, mientras que el arte de los demás grupos sociales era visto como artesanía, arte primitivo, etnografía o arte decorativo. Bajo este proceso de ampliación de las fronteras del arte subyacen los valores de una cultura democrática: la igualdad y la justicia.

En el plano geográfico vemos marcadamente el “adentro” y el “afuera”. Las regiones coexistían en un permanente “afuera”: una capital cosmopolita y blanca (Bogotá) en oposición a unas regiones provincianas y mestizas; una capital culta y civilizada en oposición a una Colombia rural y campesina; una capital con “el mejor español” (con aquella afición por la gramática de los presidentes finiseculares, bien señalada por Malcolm Deas en su libro Del poder y la gramática) en oposición a una Colombia “mal hablada”. Y Bogotá, a su vez, durante buena parte del siglo XX, también habitó en la periferia, en el afuera, con sus gustos artísticos y arquitectónicos orbitando alrededor de París, Nueva York y Londres, los epicentros globales de la cultura. El “adentro” y el “afuera” están siempre presentes en múltiples escalas, casi en infinitos niveles, como las muñequitas de madera que se esconden dentro de aquella matrioshka colorada.

II. Cuando el afuera es el adentro

Tal vez Leonel Estrada sea el personaje más enigmático de Medellín en la segunda mitad del siglo XX: mitad hombre del Renacimiento, mitad habitante del futuro. Perteneciente a una familia de empresarios, odontólogo de profesión, artista plástico, escritor, gestor cultural y principal promotor de las célebres Bienales de Coltejer, llevadas a cabo en la conservadora Medellín de los años sesenta y setenta, que se convirtieron en el principal faro de la vanguardia artística colombiana de su época.

La financiación de la bienal fue posible porque Leonel logró convencer al empresariado antioqueño, en especial al presidente de Coltejer, Rodrigo Uribe Echavarría, hermano de María Helena Uribe Echavarría, esposa de Leonel. Coltejer, la principal empresa textil de Antioquia, ya había apoyado algunas actividades culturales en la región, pero nunca a la escala prevista por Leonel, quien había viajado por Estados Unidos, conocido el arte de vanguardia y había conseguido una nutrida biblioteca de artistas modernos y emergentes del norte.

Las Bienales de Coltejer, en sus cuatro versiones, a pesar de aún no haber sido historiadas, constituyen el escenario más importante de democratización del arte colombiano en su época, al expandir las fronteras de formas imprevistas: ocurrieron en una ciudad de provincia, Medellín, que parecía tan alejada de las inquietudes de la abstracción, el cinetismo y el conceptualismo, y además ocuparon el espacio público mediante distintas acciones, performances y happenings; promovieron formas de arte poco exploradas en Colombia; incluyeron artistas de distintas generaciones y edades que optaron por lo efímero y lo marginal, en técnicas y materiales, y que si bien hoy cuentan con el reconocimiento unánime de la crítica internacional, en su momento eran jóvenes aventureros que decidieron hacer una apuesta vital, un viaje sin retorno.

Entre las décadas de los cincuenta y los setenta, el trabajo de Estrada como artista (que puede verse actualmente en la exposición Vivir era crear: Leonel Estrada y María Helena Uribe, en la Biblioteca de la Universidad Eafit, en Medellín), resulta singular en la escena colombiana: sus obras tempranas parecen influidas por Jackson Pollock (con la preferencia por el dripping) o Robert Rauschenberg (con sus collages de pintura y sacos de fique), lo que parece inédito en el medio artístico local, más cercano a la nueva figuración y al pop. Más adelante, su trabajo artístico adquirió un tono más conceptual.

Paralelamente, en Cali se desarrollaba desde la década de los sesenta una experiencia artística afincada en el grabado, impulsada por bienales y con el apoyo de otra empresa regional, Cartón de Colombia. El grabado era una técnica no muy valorada por la burguesía coleccionista de la capital de la república.

Así mismo, en Cali la fotografía tuvo un desarrollo profundo con las figuras de Fernell Franco y Óscar Muñoz, y el cine constituyó otro de los elementos fundamentales del arte caleño. Y en la Barranquilla de los setenta, inquieta desde tiempos del bar La Cueva, se hacía el Festival de Arte de Vanguardia, dedicado al entonces naciente arte contemporáneo, y vivían y trabajaban artistas como Álvaro Barrios, Antonio Iginio Caro, Ida Esbra, Álvaro Herazo y el colectivo El Sindicato.

De manera bastante particular, los artistas de la generación anterior a los setenta también procedían de distintas regiones de Colombia (aunque se hayan aglutinado en Bogotá): Fernando Botero, de Medellín; Alejandro Obregón (barcelonés criado en Barranquilla); Enrique Grau, de Cartagena; Eduardo Ramírez Villamizar, de Pamplona (Norte de Santander); Édgar Negret, de Popayán; Ómar Rayo, de Roldanillo (Valle del Cauca), y Guillermo Wiedemann, de Alemania. La escena del arte colombiano de vanguardia no surgió en Bogotá, la capital política del “adentro”, sino en los territorios del “afuera”, si bien nos haya tomado medio siglo reconocerlo. Bogotá, la capital de los medios de comunicación (capaces de proyectar una escena), la ciudad de El Tiempo y El Espectador, de la televisión nacional, de los historiadores y la crítica, y de la Escuela de Bellas Artes, operó como el catalizador de las inquietudes de una generación procedente de distintos extremos del país.

III. Cuando se borran las fronteras

Martín Nova es el nieto de Leonel Estrada y, en algunos asuntos, su principal heredero. Al igual que Leonel, su formación no proviene de los territorios del arte: es administrador de empresas de la Universidad de los Andes y trabaja desde hace años para el Grupo Éxito. Al fallecer su abuelo, en 2012, vinieron las preguntas que nunca fueron hechas, las entrevistas que quedaron pendientes y un interés por reconstruir, a través de terceros, la vida de su abuelo y una parte inédita de la historia de la vanguardia colombiana. Su deslumbramiento vino a raíz de la aparición gradual del archivo privado de su abuelo, almacenado en un sótano del apartamento en el que vivió durante sus últimos años. Este archivo daba cuenta de un universo insólito que había sido normalizado por la familia. Martín cuenta que “el arte siempre estaba ahí presente, tan presente que nunca se daba el diálogo sobre el tema”.

En el archivo apareció correspondencia manuscrita con casi todos los artistas invitados a la bienal, escritores, poetas y críticos de arte. Poco a poco, en los armarios y las gavetas fueron apareciendo las cartas manuscritas de Fernando Botero, del poeta Gonzalo Arango, del artista argentino Carlos Ginzburg; fotografías inéditas de los críticos Juan Acha, Marta Traba, Jorge Romero Brest, Lawrence Alloway o Giulio Carlo Argan; además de los manuscritos literarios de Fernando González, entre numerosas piezas que darían para un inventario extenso. La intrincada red intelectual de Leonel Estrada empezaba a quedar, de manera imprevista, al descubierto.

A Nova le sorprendieron varias cosas, como que, a pesar del archivo encontrado en su casa, tan lleno de historias, nadie hubiera escrito un libro que diera cuenta de las bienales y su papel transformador de la cultura nacional. Por esa razón, Nova inició las entrevistas que darían forma a su libro Conversaciones con el fantasma: treinta y dos entrevistas sobre los últimos cincuenta años del arte en Colombia (Crítica, 2017). La primera fue a Gloria Zea, antigua directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, y de ahí en adelante invitó a varios protagonistas del arte colombiano de los años setenta, ochenta y noventa: críticos, curadores, artistas con posición institucional, coleccionistas y galeristas. Luego, al ver que la generación de su abuelo ya había prácticamente fallecido (imposible entrevistar, por ejemplo, a Marta Traba o Alejandro Obregón), Nova prosiguió su viaje editorial desligándose del fantasma de Leonel y adquirió una dimensión propia al expandirse hacia los problemas del arte más actual como el mercado, las ferias o el coleccionismo.

A pesar del tamaño del libro de Nova (902 páginas), se lee de manera muy ágil, tal vez porque mantiene el estilo oral de los entrevistados sin hacer ediciones excesivas. Pero, más allá de las características editoriales, el libro se encarga de diluir numerosas fronteras: no existe jerarquía entre los entrevistados, ni separación temática, por regiones geográficas o tipos de artistas; las entrevistas se amarran entre sí de forma relativamente caprichosa, que conlleva a conexiones imprevistas. Es un libro polifónico que da cuenta de una multiplicidad de voces que a veces entran en contradicción o se enlazan, y en esta polifonía radica su mayor fortaleza, al dar cuenta no necesariamente de los hechos, sino de las versiones, las memorias, los recuerdos. Es un libro que da cuenta de un momento histórico que implicó una democratización del arte nacional y la subversión de varias categorías.

A pesar de la información reveladora presentada en las entrevistas, se echan de menos varias cosas, especialmente en el prólogo realizado por William Ospina, quien, a pesar del espíritu del libro, continúa apuntalando algunos viejos prejuicios. Por ejemplo, el escritor comienza situando a Marta Traba como el alfa y el omega del arte local con frases cuestionables como: “El nacer de la consciencia del arte entre nosotros (es) un hecho de hace apenas medio siglo”, “desde siempre hubo arte, pero (antes de Marta Traba) sin duda no había debate artístico” y enfatiza en que Traba trajo al país el “debate estético”. Afirmar que la “consciencia del arte” y los “debates estéticos” nacieron con Traba es de una ingenuidad suprema: esto olvida los extensos debates estéticos en las exposiciones nacionales de 1886, de 1899 (en donde hubo un debate relacionado con la pintura La mujer del levita, de Epifanio Garay) y de 1904 (cuando se desarrolló el primer debate sobre el impresionismo, protagonizado por Andrés de Santa María). Ospina, de talante trabista, también olvida los debates estéticos alrededor del movimiento Bachué en los años veinte y treinta, por críticos como Armando Solano o Germán Arciniegas, y los arduos debates en las décadas de los cuarenta y los cincuenta debidos a los críticos Juan Friede, Casimiro Eiger o Walter Engel.

En todo caso, a pesar de esos reparos frente al prólogo, la nota dominante es un libro que constituye una pieza singular en un país no habituado a las extensas compilaciones de entrevistas sobre historia del arte (recuerdo un par: Miguel Ángel Rojas y el Taller 4 Rojo), un país con poca investigación en arte moderno y contemporáneo, un país en el que las grandes editoriales optan por los coffee table books, un país en que el episodio más significativo de la vanguardia local, las Bienales de Medellín, son una asignatura pendiente de revisión por la historiografía oficial, aunque, por fortuna, este vacío ha empezado a ser llenado por Martín Nova con su magnífica compilación de entrevistas.

*Crítico de arte, investigador y curador con especial interés en arte latinoamericano.


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