A las seis, en esa hora lívida por la presión de la sombra inminente y cuando se mira hacia adentro con la intensidad de quien lleva a cuestas su casa y su camino, estábamos con Humberto Cárdenas, Ariel Caro y Floriberto Cardona en la entrada de las escaleras grises del salón de actos del Banco de la República, en la calle once, viendo a la noche tibia que en verano subía cálida desde el río y en invierno se descolgaba de la cordillera, que nos iba sumergiendo en la corriente de luces de los vehículos junto a la escultura en mármol rojo de un boga Pijao. Cerrada la oscuridad, de la carrera segunda llegó un Land Rover blanco. Dejando el volante y empuñando un ruidoso manojo de llaves bajó una mujer delgada y de mediana estatura, cabello claro, pantalón vaquero color aceituna, y del lado derecho, el primer pasajero: calentano, con indumentaria europea y gafas oscuras. Saludaron a los conocidos que los esperaban en el andén. En segunda fila, los seguimos y entramos al auditorio. Nos quedamos cerca a la puerta donde hacía menos calor y no se extrañaba las inasistencias.
Después de los anuncios que el amplificador distorsionaba, escuchamos la voz del pasajero con acento del Guamo y terminaciones españolas. Despojándose de las gafas oscuras, dijo, o confesó, o quizá delató, no estar seguro de haber alcanzado lo que buscaba y se refirió con inquietud cierta a un pesado carretón, que haciendo rechinar sus ruedas en las altas madrugadas, alguien arrastraba por una calle incrustada en su insomnio en varias ciudades. Atestiguó que el arte de su escritura se resumía en una patrulla de media centena de palabras que con el alma rastrillada bajaba por los vericuetos de su memoria y las escarpadas laderas de sus emociones, para encontrar aquello que la realidad arrojaba hasta su corazón. Se aproximó, conceptual, a la ausencia igual que se discute a solas y con la ropa puesta en una habitación de hotel con una acompañante ocasional que sin saberlo dejará una herida sangrante; también a la distancia interior señalada por autores que las horas modificaban pero no conseguían eludir, y concluyente, a los fantasmas de la experiencia que no eran siempre la sal de la vida. Abrasado por el desierto que sentía bajo sus pies, bebió un sorbo de agua. Después, un tanto quedo y asomándose a un zaguán conocido, escrutó el parentesco con los términos esquivos y elevo un reclamo; comprometido, ofreció un homenaje a los rostros gastados por los días porque ya eran suyos; pretendió reivindicar a los amigos ignorados en el torbellino de pequeñas usuras y demarcó el horizonte efímero. Y sin solución de continuidad, crítico, restalló en la noche temblorosa el conjuro de la sentencia de San Ambrosio: quien lucha contra la verdad, lucha contra sí mismo. Zumbaron los ventiladores y los asistentes miramos a ambos lados procurando reconocernos, tal vez encontrándonos.
Luego, Héctor Sánchez, con las muchas voces ajenas de la nostalgia contó anécdotas impresionistas de convivencia con urbes y parajes. Y, a medio testimonio, se exasperó con la ingratitud porque dijo, agrio, tiene igual destino que el oro, y ante el cinismo, que acuña monedas corrientes alabando bajo las ventanas, y con la traición, antigua entre el incienso y escondida en cada encrucijada doméstica. Aunque se promulgó inmune. Oteando por sobre el auditorio a un paisaje o una escena recurrente, preguntó por el significado de algunos lacerantes y amados nombres de mujer y, acucioso, si acaso el espacio de una existencia cabía en el tiempo de otro cuerpo. A continuación, capaz de la duda y la incertidumbre, hizo con trazos a brocha gorda bocetos de personalidades e ideas en los que procuró hallar convergencias. Y se puso lánguido y agudo por erizados minutos en que los asistentes nos removimos y esperamos que se deslizaran las confirmaciones, dejando advertir el rumor de la lejanía.
Buscó los ojos de su acompañante y le entregó una sonrisa. Hubo intervenciones de alabanza y de discordia entre el auditorio que el conferenciante sorteó con habilidad y sentimiento pero se veìa que en cada rostro procuraba encontrar señales desconocidas. Cuando sonaron los aplausos empezando en la primera fila, descendimos con la convicción de que su prédica nos comprometía y terminaba la edad de las incógnitas. Continuamos sin hacer comentarios hasta la esquina de la carrera tercera, que empezaba a desangrarse en el círculo del viernes. Antes de despedirnos, sintiendo el viento azul del Combeima subir hasta los árboles de la plaza, recordé aquel personaje entrañable en Winesburg Ohio de Sherwood Anderson, que decide marcharse del pueblo en el último asiento del último vagón del tren de la tarde y al verlo pasar, un vecino de infancia, le pregunta: ¿Dime, qué se siente al partir? Aquella noche cálida, no sabía que necesitaría el resto de mi vida y más, para intentar una respuesta.
Dos años después, en Pedro Juan Caballero, un caserío escuálido y remoto en la frontera del Chaco de Paraguay con Brasil, caía una llovizna sobre el calor sofocante que hacía evaporar las gotas de agua antes de llegar a la tierra rojiza. Entonces, alguien que también esperaba bajo un techo de calamina recalentada a un lado de la carretera rojiza donde revoloteaban mariposas y zancudos, la aparición de un desvencijado camión de carga para trasladarnos al otro lado, se refirió a ese libro con incierta gratitud. Y tampoco lo supe, tres años después, la mañana cruda de invierno cuando en la Biblioteca del Congreso en Santiago de Chile atravesada por la luz de altura que bajaba de la cordillera y rebotaba en el rio Mapocho para quedar flotando en el umbral de las edificaciones, durante la dictadura de Augusto Pinochet y decidido a leer para esperar la hora de la reunión, busqué en los ficheros, anoté en un formulario de cartulina blanca y quince minutos después tuve en mis manos el pequeño volumen. Y volví, sediento, hasta aquel pasaje en la claridad austral. Descubrí, con dolor, cada palabra desde la primera a la página última. Al levantar el rostro, había pasado mi existencia hasta ese mediodía y la tarde plateaba.
El salón estilo francés estaba vacío. Dejé el libro sobre la mesa y le agradecí, con frases que no entendí ni recuerdo, a la encargada que me miraba distante detrás de sus gafas de montura metálica. Crucé, sonámbulo con pasos cortos, un pasillo de techo alto y descendí, cauteloso, escalón a escalón a mi espacio que continuaba agotándose. Las ramas de los arboles sin hojas se delineaban en bronce y plata y el cielo estaba cubierto de nubes. Avancé por la callejuela peatonal desolada que daba al edificio. No tenía hambre y tampoco quería hablar. Caminé volteando siempre a la derecha igual que en los laberintos y de cara a las vitrinas de los establecimientos, buscando sin premoniciones, hasta encontrar a quienes esperaba. Y sin intercambiar saludos, los seguí hacia la orilla del río. Con el agua sonando abajo creí entender que tal vez no lo sabremos nunca, porque cada mañana partimos, y quizá, no haya respuesta, y cada intento es una variable de un solo final.
Humberto Villa Macias
Especial para Pijaoeditores.com