Por Liliana Martínez Polo
Carter Atwood llega a su casa cargado de codornices, las ha cazado pensando en lo mucho que su hermano menor disfruta de estas aves preparadas por su madre, pero una tragedia lo obliga a huir. Es el comienzo de 'Shotgun Zen', la obra que abre la trilogía de novelas cortas publicadas en un volumen titulado Contenido explícito, del autor bogotano Juan Sebastián Gaviria (1980).
La segunda novela, 'Mojave Flowers' se ocupa de Lester, un cobrador vinculado con el mundo de las apuestas ilegales en los años 30, que acepta sin chistar cualquier misión. En tercer lugar está 'El futuro', que sigue la exitosa vida de Caleb, un niño humilde que se convierte en una estrella de las carreras de motocicletas a comienzos del siglo XX. Sus récords lo vuelven leyenda aunque la caída puede estar en la siguiente curva del camino.
Aunque ha publicado algunas obras, parecen ser bastantes las que conserva inéditas. Gaviria aún es un escritor por descubrir y ese descubrimiento, si se da a partir de Contenido explícito, tiene además el júbilo de encontrarse ante historias bien construidas que no se pueden dejar a la mitad. Quizás la sorpresa mayor es que al leer este volumen uno suele olvidar que es un autor colombiano, parecen historias de un autor gringo traducido al español.
“El motivo: excepto por Borges, Cortázar y un poeta argentino, Roberto Juarroz, mi contacto con la literatura latinoamericana ha sido mínimo –explica Gaviria–. Leí mucha poesía. Creo que el lenguaje poético tiende en ocasiones a alejarse de los coloquialismos. En la poesía uno busca una elegancia o una universalidad del lenguaje. Dicen que mi lenguaje es neutral, como cuando se lee una buena traducción, que no queda ni ‘españoleta’ ni argentinizada, sino que llega a una neutralidad un poco universal”.
¿Cuáles han sido entonces sus lecturas?
Lo que más he consumido ha sido literatura americana o europea: Nietzsche, Camus, Foucault. Al leerlos no sabes desde dónde estaban hablando. Usaban recursos poéticos y filosóficos, sin coloquialismos. No está la cercanía que esperas cuando lees a un autor colombiano o argentino. Si lees 'La venta', novela mía que ocurre en Bogotá, verás el deseo de mantener esa neutralidad.
¿Sin coloquialismos?
Los uso en los diálogos en mis novelas que ocurren en Colombia. Mis personajes se expresan en concordancia con sus circunstancias. Yo no. Trato de mantener el calibre poético y filosófico por encima de todo. El coloquialismo, esa sensación de cercanía, me fastidia. Hay una concepción errónea de que el escritor tiene que convertirse en un souvenir de su país, que sus libros sean objetos autóctonos. Me parece más importante tener como prioridad acceder a ideas humanas y universales. Es válido que la gente use coloquialismos, pero no me gusta usarlos. En el colegio leí autores colombianos. Son buenos. Pero nadie se acercó a mí tanto como John Fante. Cuando lo leí dije: está hablando mi idioma.
¿Por qué sorprende tanto que un colombiano haga retratos profundos de una sociedad al parecer ajena?
Cuando un autor colombiano crea una novela que ocurre en Estados Unidos con personajes estadounidenses, sin latinos de por medio, genera desconcierto. Las novelas de colombianos ambientadas allí, las que conozco, tienen en común algún personaje latino que sirve de puente entre las dos culturas, como si hubiera algo que traducir. No hay nada que traducir. Tenemos que acercarnos con ojos humanos a las realidades humanas. No creo en las fronteras, no creo en los países. Creo en el individuo y detesto el patriotismo de cualquier lugar.
¿Cuál fue su óptica en estos relatos?
He vivido en contacto con la cultura estadounidense que está pasando a ser una cultura global. Mi fascinación es cuestión de escenario: un país tan grande tiene una cantidad de rincones donde se respira cierta impunidad, una especie de descontrol. Es una extensión que de cierta manera se vuelve ingobernable. Es un lugar donde me siento cómodo poniendo a mis personajes, porque, además, me permite estar lejos de la política.
Sin embargo, la política estadounidense es noticia diaria...
En donde mis personajes se mueven, no. Para ellos puede ser presidente quien sea. Están demasiado bajo la superficie. No tienen espacio para preocuparse por la política. Yo menos. A mí me interesa lo humano. La política es pasajera. Tiene un impacto brutal, pero sus temas son demasiado pasajeros en el gran marco. Vale la pena acercarse a las realidades humanas.
Se percibe cierta indolencia en los protagonistas de sus novelas…
No lo catalogo como indolencia, sino como individualismo. Si a mis personajes los ponen en una situación en la que tienen que escoger entre ellos y otros, siempre se salvarán a sí mismos. Es una reacción universal. La bondad desbordada que antepone el beneficio propio ante un tercero es algo de ficción, pero no creo que exista salvo cuando sea un caso de amor, como sucede en 'Mojave Flowers', cuando Lester decide sacrificarse por su hija. Pero son individualistas, fríos. Cuando Carter está huyendo tratando de salvar a su hermano y lo ves hacer algo como no cambiar de rumbo para auxiliar a un par de mexicanos perdidos, estamos ante un personaje completo con un nivel enorme de bondad y un nivel decente de frialdad.
Hablamos de ‘Shotgun Zen’, la novela que abre la trilogía...
Esa es la más cruda, aparezco menos yo. Es uno de los motivos por los que Shotgun Zen es de mis favoritas, porque logré no estar, crear unos escenarios y paisajes y que el lector lidie solo con ellos. No está el escritor para interpretar lo que sucede.
¿Cómo termina juntando tres novelas que ocurren en épocas tan distintas? ¿Cuál fue el hilo conductor?
Tengo muchas novelas que ocurren en Estados Unidos y muchas en Colombia. Inéditas. Al presentarle la primera novela a Sebastián Estrada, mi editor, él dijo: “Esto es raro: un escritor colombiano escribe una novela que ocurre en Estados Unidos con personajes estadounidenses sin ningún latino como puente, sin ser despectivo hacia la cultura norteamericana”. No me acuerdo de quién fue la idea, pero dijimos:
“Evitemos que se vea como un capricho, saquemos tres”.
Así me di cuenta de que al unir las tres generaba una especie de viaje hacia el pasado. 'Shotgun Zen' es de un momento reciente; 'Mojave Flowers' ocurre en la gran depresión de los 30, y El futuro, en las dos primeras décadas del siglo XX. Me gustó que, a medida que se leyera, se diera una especie de viaje hacia atrás. Lo mejor de la trilogía es que no hay conexión entre ellas. Eso les da dinamismo, las hace ágiles.
¿Cómo empezó a adentrarse en la cultura norteamericana?
En la adolescencia estuve en una academia militar en Estados Unidos. Fui a donde los latinos enviaban como premio a sus hijos y a la que los gringos los mandaban cuando no encontraban dónde meterlos sin que terminaran en una correccional. Eso me permitió ver un lado de Estados Unidos poco usual. Antes había ido como turista, pero ese fue el primer acercamiento a la verdadera cultura norteamericana como un andamiaje más complejo, como algo que empieza a adoptar una profundidad ante mis ojos.
Después, viajé mucho, he recorrido el país de mil maneras. Las ideas llegaron no por vivir allí, sino porque me encanta el escenario: tiene más kilómetros de autopista que cualquier otro país, es como una telaraña de autopistas sobre una extensión de tierras gigante, son paisajes demasiado chéveres, con desiertos, estaciones de gasolina, paradas de camioneros, moteles de carretera. Me produce placer poner a mis personajes a vivir en esos lugares.
Usted antes era poeta…
Solo escribí poesía entre los 16 y los 29 años. Hacía un viaje en moto por América, con la que ahora es mi esposa. Ella tenía un blog para los amigos y la familia. Un día, Ángela dijo: “Ayúdame a escribir un párrafo sobre el problema en el paso de la frontera entre Guatemala y México”. Yo nunca había escrito ningún cuento, pero lo hice. Luego dije: Espera hago otro explicando nuestra salida de Colombia. Y a la larga escribí una novela. Llegó a medir 300 páginas de Word. Fue Brújulas rotas.
¿Qué quedó de la poesía en lo que hace ahora?
La poesía está mal interpretada por una cantidad de poetas refinados y secretistas que plagan el panorama. A la gente le dices ‘poesía’ y piensan en el verso que el quinceañero le regala a la novia. Te imaginan como un señor con boina y chaleco, fumando pipa y escribiendo versos mirando al atardecer.
La poesía es la palabra pura, la economía total del lenguaje, la eficacia total. No tienes que contar una historia, es una transmisión directa de sentimientos. La gente necesita que le corrijan su percepción de la poesía y eso se hace recomendando poetas buenos. A cualquiera le diría que se compre un libro de poesía de Bukowski para empezar y que lea sobre la vida de François Villón, padre de los poetas malditos, que lea 'Una temporada en el infierno', de Rimbaud, o 'Los proverbios del infierno', de William Blake, los aforismos de Ciorán o de Nietzsche, y así empiezas a darte cuenta de que no hay nada más hardcore que la poesía, que puede llegar a ser lo más impactante, lo más desafiante, descabellado y también lo más indolente del mundo.
Con información de periódico El Tiempo