Hace algunos días el país recordó que en enero de 1999 un terremoto de 6.2 de magnitud en la escala de Richter devastó la zona del Eje Cafetero, pero en especial la ciudad de Armenia. La devastación inició a la 1:19 de la tarde, seguida de al menos 14 réplicas. Los muertos superaron la cifra de 1.000, eso sin contar los de Pereira. Mientras los noticieros revivían escenas del desastre y repetían testimonios de policías, bomberos y habitantes, yo seguía inmerso en las páginas de Bajo el cielo sucio, la novela más reciente de José Nodier Solórzano, un incansable gestor cultural y escritor nacido en Calarcá.
Mientras escribo esta nota, pensando en la novela de Solórzano, compruebo que es 28 de enero, son cerca de las seis de la tarde y hace dos horas tembló en el país. Se registró un movimiento telúrico de magnitud 4.7, cuyo epicentro fue el volcán nevado del Huila. ¿Qué tiene esa novela de especial que al ser leída evoca los sismos telúricos o los atrae? Lo sabemos: la literatura convoca el peligro, desestabiliza, tira al suelo convicciones. El sismo se sintió fuerte, dijeron mis familiares. Se sorprendieron al saber que yo no lo había sentido. El de hace veinte años sí lo sentí y de algún modo lo padecí. Recuerdo que me paralicé, perdí reflejos, me obnubilé, porque lo primero que hice después del terremoto, sin que tuviera razones para hacerlo, fue salir de la casa de mis padres a recorrer en motocicleta el centro de Pereira, sin ninguna emoción, sin medir las consecuencias frente al peligro, pues muchas estructuras de hormigón quedaron a punto de colapsar. Veía el polvo grueso que emergía de los escombros, sentía ese olor a boñiga húmeda y cañería que invadía el ambiente, pero no lograba comprender lo que había sucedido bajo el cielo sucio de mi ciudad. Debí esperar veinte años para asimilar, desde el territorio del sueño y la literatura que se escribe en la región, el tamaño de aquella tragedia telúrica: ese instante en que todo se mueve “Desde debajo de la tierra, con el silbido de ese tren de metal y maderas viejas”.
La novela de José Nodier Solórzano tiene como epicentro el terremoto de 1999; por lo tanto, abunda en esta historia el sentido de la tragedia, lo que implica la pérdida, el dolor, el desamparo, como el que se perfila en el destino de una niña, Albania. Compleja en su estructura, se destaca en ella un tejido de voces y un juego de temporalidades que amplían ese día funesto de enero a los muchos días funestos de la violencia entre conservadores y liberales, por aquella época del crimen de Gaitán. Aunque la historia de violencia que le interesa a José Nodier es la que se vivió en los pueblos marginales, donde el surgimiento de bandoleros o “pájaros” permitió el exceso en el crimen y el desplazamiento, la justicia por mano propia y la imposición de la autoridad, con anuencia de la iglesia, por vía de la ilegalidad. Nada nuevo a lo que luego se repetiría con la historia del paramilitarismo. Nada nuevo a lo que está pasando hoy con la muerte sistemática de líderes sociales.
Ahora bien, lo nuevo en Bajo el cielo sucio es poner en primer plano un acontecimiento, un desastre natural que le sirve al autor para actualizar leyendas de un pasado indígena y para remover incluso los cimientos de su propia historia familiar. En eso hay, digamos, una valentía, la intención de quitarse la máscara, de traspasar las fachadas, de hurgar entre los escombros para desvelar lo que hay de humano en la víctima, en el desaparecido: el eros incontrolado, la venganza, la abulia y la estupidez tan frecuentes en los conflictos de familia. Por eso me gusta la metáfora que da fuerza a esta historia: la ciudad se vino al suelo, se redujo a escombros, no así la historia de sus moradores, cuyo dolor frente a la pérdida material aviva la de sus parientes y conocidos. Pero lo que no me gusta en esta historia es el exceso, la ambición del escritor por abarcar tanto escombro del pasado. Siento que José Nodier quisiera contarlo todo: desde las leyendas indígenas, pasando por las historias de los implicados en la violencia política, hasta volver a un presente de destrucción urbana. En ese querer contarlo todo acude al melodrama, al esperpento, al relato surrealista —la imagen del tigre de la Brasilia en el terremoto, las lecturas de Albania de la vida amorosa de Simón Bolívar— y a un juego de voces que no siempre es claro ni justificable.
Con todo, Bajo el cielo sucio le permitirá al lector que teme a los terremotos y a los temblores del corazón, acercarse a historias que tal vez perciba próximas en su núcleo familiar: la del Visitador Elías Corzo, la de María del Rosario y María Ernestina, la del cretino Vampirito de Andalucía, la de Braulio Botero, y la que pareciera unir a todas en un solo temblor: la de Leopoldo Solórzano. Una historia múltiple, nada grata es la que aquí se teje, pues incluye violaciones, crímenes brutales, abusos de menores, traiciones, remordimientos y toda esa serie de circunstancias que suele explotarse en los folletines televisivos, en la franja del mediodía. Mientras lloramos las calamidades de los otros, la tierra ejerce su autonomía milenaria.
Rigoberto Gil
Novelista. Premio Simón Bolívar de Periodismo en 2017.
Tomado de La Crónica