Por La Nación (Ar)
Reproducimos aquí un fragmento del discurso inaugural del Filba, que el escritor Juan José Becerra dará el miércoles próximo, en el Malba, a las 20.
La violencia humana es un problema prácticamente solucionado. El mundo acopia bajo las llaves de la discreción unas 15.000 cabezas nucleares, que equivalen a dos tercios de las que había en 1980. El peor país del mundo, Corea del Norte, nos amenaza con sus 10 (un poco desorientadas respecto de sus recorridos aunque eternas en la lírica visual que las retrata), por lo que es una suerte histórica que lo vigile el mejor, Estados Unidos, que tiene 7700, de las cuales hace mil años revoleó dos sobre poblaciones civiles, lo que le da un índice bajísimo, casi gandhiano, en la relación comisión de masacres/portación de arsenales: 1 en 3850. Lo hizo por la paz, por la paloma blanca de Picasso y por el futuro de las mil grullas de shinigami; y por sus aptitudes quirúrgicas para el control de daños sólo produjo 214.000 bajas más 20 martirios por fuego amigo (injustamente olvidados por la cultura de la victimización japonesa).
La deriva interesada de estos datos nos demuestra que la violencia humana, pese a lo que digan de su significado los diccionarios, es una fuerza contenida que puede llamar al interés un poco más tenso de la reflexión literaria. En primer lugar para decir que, al ser inocua, la violencia de la literatura no está obligada, por presión del remordimiento moral, a la autocensura de quienes la hacen. ¿Por qué habría de contenerse la violencia allí donde nadie rompe nada ni ejerce la autoridad, salvo en la modalidad inmaterial de la representación?
La literatura -cuyos reyes han sido por lo general anarquistas sueltos- brilló siempre en las combustiones de la acefalía, contra los contextos, a contrapelo de la época, en la desobediencia, invirtiendo mal sus recursos y consolidando un carácter de problema sin solución. Es en las actividades negativas donde pueden verse con algo de optimismo las condiciones de su supervivencia. "¡Usted es escurridizo como una anguila!", le dijo Dominique de Roux a Gombrowicz en 1968. Gombrowicz le contestó con una maniobra de elusión en la que la individualidad del artista, que les da aire a la vanidad del nombre y también a cosas más importantes como la voluntad o la fatalidad de diferenciación, va a desembocar en una regla general de existencia: "No soy yo el escurridizo, sino la literatura. ¿Qué sería de la literatura si la atraparan? Se la comerían. La literatura y la anguila sólo vivirán mientras consigan escaparse".
El peligro de que la literatura sea comestible en cómodas lonchas estimula en Gombrowicz el gesto de permanecer en ella bajo la condición del escurrimiento. La consigna es clara. La anguila, como la literatura, es un animal resbaladizo como un líquido y de configuración mixta, con forma de serpiente y dinámica de pez. Nada y excava. Se mueve de noche y en un ambiente turbio que favorece su presencia un poco mágica de estar y no estar. Vive en el barro (incluso vive medio muerta cuando se entierra en seco para ahorrar gastos), aspira sin envenenarse el aire de la atmósfera y es el centro de una mitología de la fuga que puede compararse con los grandes éxitos de Houdini, además de un mito viviente en el que Eugenio Montale vio ("cada vez más adentro, más en el corazón de la piedra") la encarnación de la sirena, es decir, de aquello que no existe salvo cuando se lo nombra.
De las anguilas nombradas, la especie que ha llevado más lejos su evolución de tal modo que ya no impacta por su arte silencioso de darse a la fuga (lo que Proust llamó, a la escala humana del Faubourg Saint-Germain, "irse a la inglesa") sino por sus dones contragolpeadores es la anguila eléctrica o pez temblador. Una falsa anguila que no nos importa que lo sea porque la literatura nunca se subordinó a la verdad, y de la que viene al caso recordar que es una bestia de raíces clavadas en las oscuridades subterráneas de Sudamérica.
El enciclopedismo, que va rumbo a la cima histórica de su imprecisión -todo lo que sabe del mundo lo sabe en términos de rango, de sospecha degradante o ascendente: entre una cosa y otra-, y que ya no oculta sus deseos de ficción, nos dice que es capaz de descargar de 400 a 650 voltios durante un lapso que puede durar entre treinta segundos y un minuto.
Hasta que los desarrolladores de biotecnología no logren instalarles llaves térmicas que suspendan en nombre de la piedad selvática el poder inconcebible de sus electroshocks, los caimanes del Amazonas seguirán cayendo como moscas a la hora de almorzarlas. [...]
Tomando la analogía de Gombrowicz como de quien viene -y sin olvidar que en Polonia es un plato popular, por lo que no parece haber superado el estado inferior del escurrimiento- es posible que no se le haya pasado por alto que la anguila es también un animal al que los hombres y sus leyendas cargan con la cualidad antropomórfica de la misantropía. Lo que le concede a la imaginación un tipo de comedia en la que la literatura se escapa para marcar, como puede, una distancia de supervivencia con la bestia odiosa que la persigue.
A esa bestia hay que presentarla por deducción. ¿Quién está en el eslabón más próximo de la cadena alimentaria de la que la literatura desea escurrirse? Osvaldo Lamborghini intuyó los peligros de la anguila a la que le golpea la puerta un comando nocturno de rebanadores y los concentró en un verso de "Juana Blanco", de 1980: "Llegaron los lectores, se acabó la fiesta".
Lamborghini dice que va a cantar una sencilla historia de amor, lo que no despeja los problemas compositivos que se presentan de la mano de la angustia: "Porque es más el miedo a la falla del instrumento, a mi torpeza, que a la lacra o a la laya o a la clase (Homo-Sexuales) de los amores que cuento". ¿Prosa o verso? ¿Hombre o mujer? No son preguntas de profesión como la de la azafata hamletiana que da a elegir a los pasajeros carne o pasta en un triste simulacro de elección, sino el comienzo de un problema que una vez que empieza no termina más. La "difícil cuestión del género", que es la cuestión de dónde sacar y dónde poner la literatura propia (Lamborghini lo dice en uno de los últimos versos por el que se fuga el alivio de la derrota consumada) es algo que "no tiene solución".