Por Alberto Gordo Foto Urban Zintel
El Cultural (Es)
Las lacónicas respuestas de Robert Seethaler (Viena, 1966) a cuestiones más o menos generales se corresponden con la sobriedad con que está escrita Toda una vida (Salamandra). “Hay cosas sobre las que no tengo ni idea”, dice si le pregunta por su generación literaria o por el vacío que ha venido a llenar su libro, de cuya edición en alemán se han vendido ya casi un millón de ejemplares. A Seethaler le gusta salpicar la entrevista, que se desarrolla por escrito, con expresiones lapidarias (“Cada hombre es el héroe de su propia historia”) y citas (“El todo es más que la suma de las partes”).
Actor de cierto éxito antes que escritor, Seethaler dejó el teatro por timidez. Creció con una severa discapacidad visual y fue a un colegio para ciegos en Viena. “De niño vivía siempre en mi pequeño mundo propio -cuenta-. Por eso he preferido siempre escribir”. Tiene bien teorizada su difícil relación con las tablas: “Cuando actúas tienes que exteriorizar, ensanchar tu interior, hacerlo visible. Ese nunca fue mi punto fuerte. A mí se me da bien interiorizar. Cuando actuaba en un teatro me avergonzaba, quería que el escenario me tragara. Pero con las películas es distinto; el silencio y la discreción de una cámara me protegen”. Así se explica que aún le tiente la interpretación, pero sin público. Su último papel fue a las órdenes de Paolo Sorrentino en La juventud.
Una vida en “fogonazos”
En Toda una vida se cuenta, en apenas 150 páginas, la vida de Andreas Egger, que a los cuatro años fue abandonado por su madre y terminó en un recóndito valle centroeuropeo. Hasta allí le seguiremos, sobre todo en sus caídas. El siglo XX le pasará por encima, y él será testigo del implacable progreso, de la destrucción del paisaje y de los vaivenes políticos.
Pregunta.- ¿Cómo se condensa una vida en 150 páginas?
Respuesta.- Ninguna vida puede resumirse en 150 páginas, pero tampoco puede hacerse en 10.000 ni en 100.000. Podemos reducirla a fogonazos, imágenes, momentos. Es como mirar atrás en el lecho de muerte: forzosamente se ve solo una parte. Pero con suerte, esa parte te ayudará a comprender algo de tu vida.
P.- Aquí parecen predominar las partes trágicas. ¿No temía abusar del dramatismo?
R.- Andreas Egger no es un personaje trágico. Está lleno de energía, de ganas y tiene curiosidad por la vida. Es cierto que se enfrenta a la pérdida, a la enfermedad y a la muerte, pero esto es común a todas las vidas.
Seethaler dice no tener modelos literarios. Toda una vida es su quinta novela, pero prefiere no hablar de las que escribió antes: “Si pienso mucho en los pasos que he dado, no puedo mirar hacia delante y corro el riesgo de tropezar”, dice. Tampoco tenía una idea muy clara sobre cómo narrar la vida de Egger, más allá de que quería hacerlo “desde su punto de vista”. Le ocurre, añade, con todos sus libros: “Veo una imagen borrosa en medio de la niebla, y voy dándole forma y resplandor. Para mí una historia es como un río que se alimenta de muchos afluentes. Pero sobre todo es un trabajo, como tallar la madera: lo innecesario ha de quitarse”.
P.- Por momentos el lector piensa que Egger asume los varapalos de la vida de un modo natural. ¿Lo concibió así?
R.- Yo cuento su vida en retrospectiva. Y él se ve a sí mismo con cierta frialdad, sí. Se dice: la vida vino como vino, y está bien. Pero luchó por sobrevivir, por salir adelante. Y a cambio conoció la insatisfacción, la tristeza y la pérdida.
P.- ¿Cómo fue la construcción del personaje?
R.- Yo del personaje solo he elegido los inicios. La mayor parte de su carácter se fue construyendo con el tiempo, como ocurre en la vida real.
Seethaler vive entre Viena y Berlín, pero como austriaco, dice, su relación con la naturaleza es especial. De hecho la materia prima de esta novela rural está en sus recuerdos de vivencias infantiles: “Si uno ha nacido en Austria, obligatoriamente ha deambulado por la naturaleza desde niño. La mayoría de los austríacos somos arrastrados a alguna montaña por uno de nuestros padres al poco de nacer”.
P.- ¿Con qué tipo de naturaleza está familiarizado? No será una postal idílica de los Alpes.
R.- No. No hay que pensar que el contacto con la naturaleza es un remedio contra determinados estados de ánimo. La naturaleza existe en la mayoría de las mentes humanas sólo como un deseo, un anhelo. Por eso aparece embellecida.
P.- ¿Y eso que le parece?
R.- Creo que no debemos idealizar la naturaleza. Las montañas simplemente están ahí y no desean nada. Son a partes iguales bellas y horribles. Son lo que nosotros queramos ver en ellas. Y son especialmente hermosas cuando las contemplamos a lo lejos, a través de una ventana, o cuando soñamos con ellas. Pero en cuanto nos acercamos, o cuando ascendemos por sus laderas, esa belleza decae. En la montaña todo es incómodo, agotador, duro; hay viento, hace frío y a menudo es peligroso. Enfrentarse a la naturaleza es siempre un examen.
P.- ¿Qué queda de la vida rural, la de los granjeros, en Austria y en el sur de Alemania?
R.- Muy poco. Ahora las granjas son empresas y las vaquerías son fábricas de carne. La leche es un producto industrial. La vida en el campo, tal y como aparece en las películas, existe sólo como folclore. Aunque quedan algunos nichos. Las pequeñas granjas familiares, por ejemplo. Pero son la excepción.