Por Mónica Acebedo
Revista Arcadia
Unos despiertan la sentenciosa voz de sapientíssimo Rey diciendo: «en mil hombres hallé uno con sciencia y entre todas las mugeres, ninguna encontré con ella.» Otros fomentan la siempre irascible Aglauros, de quien canta Ovidio se alimenta de venenosas serpientes. Los primeros cortan el zéfiro a mi cálamo para impedirle su elevación; los segundos acobardan mi impulso en la pretendida empresa para que no llegue al meta deseado. De suerte que por entrambas partes parezco errante navecilla, combatida de encontraros vientos.
-Isabel Rebeca Correa.
Se ha generado una fuerte protesta por no haber incluido a ninguna mujer en la participación de escritores colombianos al evento literario de la Bibliothèque de l’Arsenal en París. Esta ausencia (deliberada o negligente) ha sido reiterativa desde hace muchos siglos. Un buen ejemplo es el de las escritoras de uno de los siglos más prolíferos de la literatura española: el Siglo de Oro que retoma la querella femenina en las voces de mujeres cuya profesión es precisamente escribir en un mundo intelectual exclusivamente masculino.
Justamente, las palabras de la poetisa española holandesa Isabel Rebeca Correa, que sirven de epígrafe a esta nota y que fueron escritas en el prólogo de la traducción del poema Pastor Fido de Gaurini (1694), expresan esa queja recurrente y milenaria. Este llanto quejoso y dolorido de la mujer por una condición de iniquidad, que ha manifestado a lo largo de la historia de la humanidad, fue bautizado unos siglos antes, en el apogeo de la Edad Media, como la querella femenina.
En la España de finales del Siglo XVI, la monja sorda, Teresa de Cartagena, en su obra mística Admiración Operum Dey argumenta que, si Dios creo al hombre con la capacidad de escribir, bien pudo haber creado a la mujer con la misma facultad. La religiosa no se aparta de la tradición bíblica en el sentido de que la mujer fue creada a partir de una costilla del primer hombre para que lo acompañara en su infortunio como su súbdita. Pero, inclusive desde antes la mujer reclama y se queja por la asimetría entre hombres y mujeres: por ejemplo, la obra medieval llamada La ciudad de las damas (1405), de Christine de Pizan ocupa un lugar indefectible es ese querer femenino. El texto, cargado de simbolismo, presenta una ciudad habitada únicamente por mujeres. La escritora entre ficción y poesía, denuncia la misoginia del momento y defiende abiertamente a la mujer. La obra plantea un nuevo modelo de pensamiento que se constituye como emblema de la experiencia de la mujer como fuente del conocimiento.
Esa querella en España va poco a poco consolidando su sentir, en especial cuando la Edad Media termina su aterrizaje forzoso acompañada de la imprenta y otros fenómenos renacentistas que dan lugar no solamente al resurgimiento de las artes en muchas de sus formas, sino también al inicio de un periodo de mayor divulgación de las letras y del conocimiento. Simultáneamente, y en la medida en la que crece la educación femenina y por ende su intelectualidad (en la Corte y en el convento), se robustece la querella femenina desde la perspectiva de la defensa de la mujer como ser capaz de estudiar y escribir.
Así, el siglo XVII que posiciona a la mujer en una sociedad cargada de axiomas provenientes de los estamentos sociales establecidos y con códigos culturales que se refuncionalizan y acomodan a la vida palaciega, junto el auge de la comedia a todos los niveles como un fenómeno que mueve las bases de la población ya que presupone mayor acceso a la cultura. Pero, esta directriz social que le permite a la mujer tener mayor acceso a la educación no deja de ser muy estricta con respecto al papel de la mujer en la sociedad, ya que los códigos sociales están contextualizados por una influencia monárquica categórica y una moral cristiana que aboga por la discreción y la sumisión femenina.
Este modelo de comportamiento y en general la vida cotidiana de las mujeres del Siglo de Oro se observa, en gran medida, a partir de la literatura, como, por ejemplo, La perfecta casada de Fray Luis de León que a través de sus escritos se opone tajantemente a la instrucción de la mujer y la conmina al silencio como postulado ineludible de la discreción:
“[…] es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quien les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir los que saben, porque en todas es, no solo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco. Y el abrir su boca en sabiduría, que el sabio aquí dice, es no la abrir, sino cuando la necesidad lo pide, que es lo mismo que abrirla templadamente y pocas veces, porque son pocas las que lo pide la necesidad”.
Lope de Vega con la Dama boba y muchas otras de sus obras pone de presente el sentir de la sociedad del momento: la mujer educada y conocedora, no es buena madre, esposa, no sabe amar y se aparta del papel esencial de la mujer. Lo mismo hace Quevedo en sus poemas satíricos se refiere a la mujer con conocimientos: “Muy discretas y muy feas / mala cara y buen lenguaje / pidan cátedra y no coche, / tengan oyente y no amante. / No las den sino atención, / por más que pidan y garlen, / y las joyas y el dinero para las tontas se guarde.”
Por eso, en la España del siglo XVII que una mujer se atreviera a tener conocimientos y a escribir era de por sí una trasgresión al orden social. Y, a pesar de este ambiente hubo unas cuantas mujeres que se atrevieron a romper con la discreción que de ellas se esperaba; se atrevieron a escribir y a publicar. En la base de datos BIESES (Bibliografía de Escritoras Españolas), se identifican en el Siglo XVII unas seiscientas escritoras en España. Dentro de ese significativo número de mujeres se encuentran muchas religiosas, de las cuales algunas ingresaban al convento solamente para poder dedicarse a estudiar, leer y a escribir. También hay un número importante de mujeres que tan solo escribieron un breve poema o quizás algunas cartas, pero que de alguna manera fueron públicos probablemente debido a las justas y concursos que se celebraban a lo largo del siglo XVII (con mucha frecuencia con temas religiosos) y a los cuales no era prohibido que accedieran las mujeres, o por lo menos no aparece un registro histórico que sugiera una prohibición similar. Pero, a pesar de que el número de escritoras es considerable ya que hay muchos nombres identificados por Serrano y Sanz en Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas, desde el año 1401 a 1833 (sobre todo concentradas entre 1598 y 1700), lo que es interesante es justamente la situación particular de aquellas mujeres que fueron publicadas, reconocidas por sus contemporáneos y que además consideraban la producción literaria como profesión.
Nieves Baranda en un artículo titulado: “Las escritoras del siglo XVII” explica que el número significativo de escritoras a partir de finales del siglo XVI (número que a finales del XVIII y durante el XIX se redujo considerablemente), sugiere una normalización de la escritura femenina y una evidente participación activa de la mujer en la cultura pública. Este fenómeno se debió, en parte, a los certámenes y justas públicas y seguramente a las razones que se mencionan a continuación: (i) la educación y producción literaria de las religiosas que inició con la publicación de las obras de Teresa de Jesús de 1588, (ii) a un incremento significativo en la educación de la mujer, (iii) al crecimiento en la circulación de libros impresos y (iv) posiblemente a la influencia de la literatura italiana en donde, en cambio, ya eran varias las mujeres que se habían atrevido a escribir inclusive desde el siglo XVI.
María de Zayas, Ana Caro de Mallén, Leonor de Meneses, Mariana de Carvajal o María de Guevara son apenas algunos ejemplos de escritoras que vivieron, escribieron y publicaron en la España peninsular en el siglo XVII. Fueron reconocidas por parte de sus pares; Lope de Vega menciona a María de Zayas en su Laurel de Apolo, Vélez de Guevara en el Diablo Cojuelo se refiere a Ana Caro como la “Musa Sevillana” o Rodrigo Caro menciona a Ana Caro en Varones ilustres de Sevilla. Participaron en justas poéticas, algunas fueron parte de las academias literarias de Madrid, pero, no solamente se atrevieron a romper con la discreción esperada del “sexo débil” por atreverse a escribir, sino que en sus escritos atravesaron las fronteras del erotismo y la expresión de las pasiones.
María de Zayas, por ejemplo, inserta esa voz querellante ya sea dentro de las introducciones a sus escritos o en boca de sus personajes y expresamente se queja por la falta de educación a la mujer. Dice en el prólogo de la primera edición de sus Novelas amorosas y ejemplares:
“[…] ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podamos serlo? Esto no tiene a mi parecer más respuesta que su impiedad y tiranía en encerrarnos y no darnos maestros porque si en nuestra crianza como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres […]”
María de Guevara, también llamada Condesa de Escalante, por su parte, en Desengaños en la corte y mugeres valerosas, escrita anónimamente por “autor moderno, de poca experiencia y gran celo”, presenta una voz querellante en el mismo sentido al enseñar al pequeño Carlos II que las mujeres tienen habilidades literarias e intelectuales al estilo de Sor Juana en México en su famosa Carta a Sor Filotea de la Cruz (1691) al responder a las duras críticas del obispo de Puebla por el contenido de su escritura, reitera la querella y reafirma la capacidad de la mujer en las letras a lo largo de la historia.
Ana Caro de Mallen, en Valor, agravio y mujer, con una mirada casi paródica, da cuenta de la profesionalización de la escritura a en boca de sus personajes:
TOMILLO ¿Qué hay en el lugar de nuevo? [Madrid]
RIBETE Ya es todo muy viejo allá;
sólo en esto de poetas
hay notable novedad
por innumerables tanto
que aún quieren poetizar
las mujeres, y se atreven
a hacer comedias ya.
TOMILLO ¡Válgame Dios! Pues, ¿no fuera
mejor coser e hilar?
¡Mujeres poetas!
RIBETE Sí;
más no es nuevo, pues están
Argentaria, Safo, Areta,
Bresilia, y más de un millar
de modernas, que hoy a Italia
ilustre soberano dan,
disculpando la osadía
de su nueva vanidad (1164 a 1180)
Si bien las escritoras no parecen, en principio, innovar en materia de géneros literarios, si piden perdón por ser mujeres y atreverse a escribir como lo hace Jacinta la protagonista de Aventurarse perdiendo de María de Zayas que antes de recitar unos versos por ella compuestos advierte a su oyente:
“[…] Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de oírlos te los diré, que, aunque son de mujer, tanto que más grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues los están adornando y purificando con arte y estudios; más una mujer, que solo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo y alabanza en lo bueno?”
En suma, las mujeres escritoras de la España del XVII fueron protagonistas de una ruptura evidente: querían educarse al igual que los hombres, pero, además escribieron, publicaron y con eso alteraron el orden patriarcal establecido en la sociedad áurea. ¿No es paradójico que cuatrocientos años después el debate siga sobre la mesa?
La imagen que acompaña el artículo se titula Curiosidad', ca. 1660–62, Gerard ter Borch el joven. Via el Metropolitan Museum of Art.