Por Juan Cruz
El País (ES)
A la vez que comenzaba en España la discusión sobre el imperativo "iros", que la Academia está a punto de aceptar, el académico y novelista mexicano Gonzalo Celorio (México, 1948) ponía sobre la mesa el pescado fresco que le gustaba al guatemalteco (y hondureño, y mexicano) Augusto Tito Monterroso, el inmortal autor de la línea más breve de la narrativa en lengua española.
Fue en la tarde del lunes, en la Librería Alberti de Madrid, cuando Celorio, autor de El metal y la escoria, presentó Del esplendor de la lengua española (Tusquets), su último libro. Ahí, entre ensayos sobre Alfonso Reyes, Dulce María Loynaz, Salvador Novo, Carlos Fuentes o Víctor García de la Concha, aparece uno sobre Monterroso.
Celorio conoció muy bien a Monterroso, acaso el escritor más ingenioso de la lengua española en los últimos decenios; como Juan Rulfo, el genio de este novelista singular se producía también en los silencios, o en la escritura brevísima. Escribo tachando, decía Rulfo; escribo borrando, decía Monterroso.
Cuenta Celorio en su libro (y contó en la librería) una anécdota que ilustra tanto su poder para contar como la personalidad de Monterroso. Fue a verle, con Gabriel García Márquez, con Vicente Rojo, con otros amigos, a su bella casa baja de Coyoacán. Era 2003, ya en los últimos tiempos de Tito. Y éste le pidió que le contara otra vez una vieja fábula que le había referido Celorio en otros momentos.
Se la había contado a Celorio el novelista R. H. Moreno Durán. Un obsesivo gramático del Instituto Caro y Cuervo pasaba cada día ante una pescadería bogotana en cuyo cartel se leía este anuncio: “Aquí se vende pescado fresco”. “El académico consideró que al anuncio le sobraba la palabra aquí, pues el pescado estaba a la vista de todos los que por ahí transitaban y obviamente era ese lugar, y no en otro, donde se ofrecía a la venta”. Así que, como cuenta Celorio que contaba Moreno Durán, el académico bajó del coche en el que transitaba, entró en la tienda y le explicó al pescadero su inquietud.
Una semana más tarde había desaparecido el aquí del cartel. Esto animó al académico, en semanas sucesivas, a reclamarle al pobre comerciante que fuera quitando, por obvios, los términos “se vende” (¿qué otra cosa se hace en una tienda?) o “fresco” (¿conoce usted una pescadería donde no se venda un género que no sea fresco?), hasta que llegó al más difícil todavía: confrontado con la realidad (allí olía a pescado), ¿a qué demonios seguir diciendo en el cartel, también, la palabra pescado?
Aquel 23 de enero de 2003 fue la última vez que Celorio vio a Monterroso, invitado por éste y por su esposa, la también escritora Bárbara Jacobs. Él moriría poco después, y Celorio lo supo en Barcelona. Llamó entonces para darle el pésame a Bárbara. Al teléfono respondió… Tito Monterroso, su voz pregrabada. “Pensé que el silencio inexorable al que Tito había sido reducido por la muerte y que la grabación telefónica había tratado de burlar, era el último y luminoso estadio de su estilo, empeñado siempre en quitarle al texto original las palabras que sobraban, según las sabias enseñanzas de la fábula del académico y el vendedor de pescado”.
“Lo demás es silencio”, termina ese artículo de su libro Gonzalo Celorio. Lo demás es silencio es, a la vez, un título de Monterroso.
Y de Monterroso es, claro, ese invencible relato, Cuando despertó el dinosaurio todavía está ahí. Cuenta Celorio: “Se dice que una vez alguien, al citar de memoria el famoso cuento, le antepuso sin querer una Y, que obviamente el original no contenía: 'Y cuando despertó el dinosaurio todavía estaba ahí'. Tito protestó diciendo que habían hecho de su cuento una novela tan larga como En busca del tiempo perdido de Proust”.
Celorio leyó otros textos (uno muy hermoso sobre Dulce María Loynaz) y contó otras anécdotas, y en todo caso dejó en la tertulia de la Librería Alberti el muy refrescante olor a pescado fresco con el que marcó su evocación de Monterroso, un escritor imborrable.