Por Paola Guevara
El País de Cali
Y la razón para preferir un celular a una tableta o un computador, es que este pequeño dispositivo tecnológico le permitía estar cerca para vigilar el sueño de su hijo recién nacido. Escribía y enviaba a su correo de Gmail este cuento que terminó convertido en novela porque sí, porque a veces los textos mismos eligen lo que necesitan y quieren ser.
Pero lo que empezó como un ejercicio de pragmatismo se convirtió en una exploración visceral sobre la maternidad y sus emociones, la maternidad y sus zonas luminosas y oscuras, la maternidad como posibilidad que acecha y como imposibilidad que aterroriza.
‘La perra’ se sitúa en el Pacífico colombiano, tremendo contraste entre la híper fertilidad de la naturaleza y la esterilidad de su protagonista.
La selva se presenta vital y a la vez tan protegida del mundo exterior como un gran útero donde se desarrolla la trama.
Damaris y Rogelio son una pareja que no ha podido tener hijos pese al ardiente deseo de ella, quien decide, para paliar los dictados de su naturaleza maternal, ‘adoptar’ a una perrita.
Pero algo sale mal en el ‘amor’ entre aquella mujer expuesta a más abandonos de los que podría tolerar y una perra que, siguiendo sus instintos libertarios, la abandona.
Las reflexiones que suscita esta novela van mucho más allá de un acto de aparente crueldad (la muerte del animal a manos de su dueña), y nos cuestiona sobre el encierro, el abandono, la soledad, el amor, la amistad, los celos, en medio de ese paisaje exuberante que es el Pacífico colombiano, tan pocas veces narrado, tan temido y desconocido como la maternidad misma.
Su libro tiene una narración muy contenida, sin adornos ni pirotecnias. Pensé en la depuración que logra Ernest Hemingway en ‘El viejo y el mar’. ¿Fue esta novela influencia para la suya?
Sí. Exactamente, la influencia directa es Hemingway. Quise hacer ‘El viejo y el mar’ del Pacífico, y en femenino. Muchas personas me han preguntado si la influencia fue esta o aquella, pero en realidad es Hemingway. Aunque no fue del todo intencional, pues este libro pasó por tres capas de escritura.
¿Cuáles fueron esas tres capas?
Al principio estaba escribiendo un cuento y se lo envié a mi agente literaria. Ella hizo una lectura maravillosa y detectó que había dos narradoras allí: por un lado, una mujer natural y sencilla del Pacífico y, por otro lado, una mujer estudiada, erudita. Mis libros son muy sencillos pero de todas formas salían por momentos palabras que no usaría una mujer del Pacífico.
¿Y en la segunda capa?
En la segunda depuré el lenguaje. Decidí no intentar reproducir el habla del Pacífico, pero sí construir un narrador híper sencillo. La que habla es una mujer común. Y en la tercera capa trabajé la atmósfera. En el Pacífico hay inviernos durísimos y lo que quiero es que el lector se traslade allí y sienta la opresión, el calor agobiante… la lluvia.
Una de las experiencias sensoriales que arroja su novela es la del encierro. Por un lado está el mar, por otro la espesura de la selva, por otro las fieras y los insectos que pueden deshacer un cuerpo en días, además del río, el aislamiento, el abandono estatal. ¿Es simbólico o real?
Es realismo. Es mi intento por reproducir mi percepción de la selva. Yo llegué a vivir al Pacífico como una hippie, empeñada en no usar ningún químico y permanecer en contacto con la naturaleza, una postura bastante ingenua. Pero a los pocos días el asedio de los insectos era tan terrible que compramos químicos y el insecticida se convirtió en mi mejor amigo. En esta novela quise reproducir cómo la selva es un lugar tan tremendo, y cómo domesticarlo significa no dejar que se te meta a la casa.
Los indígenas, por ejemplo, tienen una zona de demarcación en torno a sus casas, un espacio de tierra donde nada crece, y la razón es que esa es la única manera de vivir y sobrevivir. En la novela recreé espacios abiertos, pero en todos se siente el encierro.
Asesinar a la propia mascota, al perro de la casa, es terrible. ¿Cómo hizo creíble que un acto tan cruel pudiera venir de una mujer con grandes instintos maternales, como Damaris?
Para darle contexto a este acto de crueldad con el perro construí a mi personaje desde el vientre. Damaris tiene una mamá que la abandona siendo niña, se sube a un barco y se va. Así que se trata de alguien que conoce la tragedia y el abandono. Cuando una persona mata a un perro se le considera malvada. Pero mi personaje no encaja en esta definición: mata, pero no por ello es desalmada.
‘La perra’ aborda el tema espinoso de las malas madres...
Es que hay madres malas y no solo entre los humanos sino entre los animales. Yo tenía una perra que era lo más dulce, yo creía que cuando fuera madre sería igual con sus cachorros, pero en cuanto tuvo perritos y nos quedamos con una cachorra la mordía, le ladraba, la dejaba con hambre y la sacaba de la casa para que muriera. Al momento de escribir este libro yo acababa de tener un bebé y había emociones negativas en mí que no estaba lista para decir ni para escuchar, y en el libro las exorcicé, hice catarsis, me pregunté qué pasaría si yo fuera una mala madre.
¿Qué le enseñó su vida en el Pacífico? ¿Encontró lo que buscaba?
Ha sido una de las experiencias más determinantes de mi vida. Me dio malaria, me dio leishmaniasis, y ahora sé que puedo sobrevivir a lo que sea. Me fui al Pacífico huyendo de mí, huyendo de Cali, y en la selva aprendí que no puedes huir porque siempre te llevas tu maleta contigo. Después de esa experiencia ahora soy feliz viviendo en Bogotá, abro la llave y sale agua, aprendí a valorar esas pequeñas cosas que en las ciudades damos por sentadas. Ya no quiero huir de la vida en la ciudad, pese a que Bogotá también tiene sus cosas difíciles.
¿Por qué sintió necesario ‘huir’, como usted dice, de Cali? ¿Qué era eso que la aprisionaba?
Yo me gradué del Liceo Benalcázar, luego estudié ingeniería industrial, muy joven empecé a trabajar en una multinacional, entonces sientes que te va bien, pero yo no era eso. Me tocó nacer en una sociedad que esperaba esas cosas de mí, cosas que no era yo. Sentí que Cali, en ese momento de mi vida, significaba opresión. Por un tiempo Bogotá me dio libertad, pero regresé a Cali con nostalgia, porque Cali es el clima, los ríos, la gente, las piscinas, pero volvió la opresión y supe que tenía que irme de nuevo. Durante tres años viajé por Suramérica, fui a la India, a Nepal, a Australia y a Estados Unidos, y de allí regresé directo a vivir al Pacífico.
¿Por qué al Pacífico?
Porque quería salir a la calle con ropa rota y que nadie me mirara mal. En el Pacífico yo era “la escritora”, nadie me juzgaba, me preguntaban cómo pasaba los textos del computador al papel para volverlos libros. No me valoraban por mi oficio sino como ser humano. Eso fue liberador, me quitó de encima la presión.
Otra de las encrucijadas que aborda en su libro es la imposibilidad para tener hijos. ¿Tuvo casos cercanos que le sirvieran de inspiración?
Tengo dos amigas que no pudieron tener hijos, y otras que se hicieron muchos tratamientos para poder quedar embarazadas. Ver su deseo tan intenso por ser madres me impactó porque yo, en cambio, entre mis 30 y mis 40 años de edad jamás quise hijos, no quería en lo más mínimo y me parecía, en cambio, que ese era un instinto muy animal. Cuando regresé a vivir a Bogotá quedé embarazada de inmediato, al segundo intento.
Uno de 42 años siente que eso no puede pasar así de rápido, así que decidí escribir sobre la maternidad, un tema que me parece no tan explorado desde la literatura.
Su novela revela cómo una mujer del Pacífico que no es madre es mirada como alguien extraño y carente de valor…
Había una mujer de 45 años allá en el Pacífico, que no tenía hijos, estaba triste o parecía triste, les compraba paletas a sus sobrinos y la gente murmuraba. A mí, al verme sin hijos, me decían: “¿Para cuándo el bebé?”. Y como les parecía inaudito que yo les dijera que no quería tener hijos, creían que era una excusa mía o una forma de evitar decir que era estéril, entonces me repetían: “No se preocupe, un día va a tener bebés”. Elegir no tener hijos era impensable para ellos.
¿Usted escribió esta novela, principalmente, en su celular? ¿Por qué eligió esta forma de hacerlo?
Porque me permitía estar cerca de mi hijo. Me resultó el mejor formato. Lo que iba escribiendo lo mandaba a Gmail y luego, cuando imprimí, ya tenía 72 páginas sin darme cuenta. Entonces supe que no era un cuento como había pensado inicialmente, sino una novela. Creció hasta las 94 páginas que tiene hoy en día.
¿Cuál fue la primera imagen de esta novela que llegó a su mente?
La primera imagen fue recién llegada al Pacífico. Murió un animal y en pocas horas se lo comieron los gusanos, luego llegaron los gallinazos y en minutos no dejaron nada. Me causó tanta impresión que escribí un cuento, ‘Huesos y pelo’, que publicó una revista chilena, y me dije desde entonces: ‘Tengo que escribir una ficción sobre esto’.
Si hay un sitio dónde no dejar rastro de un asesinato es la selva. En tres días desaparece el cuerpo. Entonces se me ocurrió contar la historia de una mujer pequeñita que mata al marido, en tres meses armé al personaje, pero luego nació mi hijo Salvador y decidí que mi personaje adoptaría una perra y luego la mataría, es decir, entró en juego el asunto de la maternidad.