Por Luis Magrinyá Foto Ben Stansall / AFP
El País (Es)
A lo largo del siglo XIX, el género novelístico fue estableciendo una alianza entre autor y autoridad que, ya propiciada por la etimología, pasó por las previsibles fases de confianza, engreimiento, escepticismo y burla sin acabar de renunciar nunca, es curioso, a eso que ahora ya tópicamente llamamos «el control férreo del narrador». De hecho, tales fases no fueron tanto sucesivas como simultáneas, porque los novelistas, conscientes de tener el «control», se permitían alternar, hasta en una misma obra, el crédito con el descrédito, la satisfacción con la frustración, la bravuconada con el ridículo. Como nada se les escapaba, aunque de hecho se les escapara, podían hacer ambiciosas enormidades como Balzac o Zola, Tolstói o Dostoievski, payasadas como Thackeray o Dickens (y Dostoievski también), o ser delicadísimos como Turguénev... o delicadamente crueles como Flaubert.
La conciencia de que sí, ¡por el amor de Dios!, siempre hay algo que se escapa tal vez fuera responsable de que Chéjov no se dedicara nunca realmente a la novela sino al cuento y a la nouvelle, y de que algunos de los experimentos más exquisitos sobre la limitación del poder y la (con) ciencia del narrador (James, Melville) se concretasen también, más que en novelas, en nouvelles. Pero, aun así, en esos rinconcitos abreviados, empequeñecidos, donde los narradores podían perderse e inducir al lector a dudar de su autoridad, subsistía la duda de si no habrían encontrado, en las estrecheces justamente, el sitio donde eran más poderosos. En 1925, en una novela de más de 400 páginas (una metanovela, encima), Los falsificadores de moneda, Gide se presentaba como un autor/narrador que «se pregunta con inquietud adónde va a llevarle su relato»... pero al mismo tiempo se regalaba con un capítulo titulado «El autor juzga a sus personajes». En descargo de tanta coquetería, añadiremos que la metanovela finalmente resolvía (sí, resolvía) con la mayor seriedad y compromiso el dilema entre autor y autoridad.
Toda la obra publicada de Kazuo Ishiguro, a excepción de la última, El gigante enterrado (2016), está escrita en una primera persona que desde el principio parece no creerse ni ella misma lo que dice. Su novela más famosa, Los restos del día (1989), empieza así: «Cada vez es más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la cabeza»; la tercera frase es: «Según la he planeado, me permitirá llegar hasta el oeste del país». Tal conjunción de incerteza y probabilidad, de vaguedad y cálculo, es característica de la narrativa de su autor, que parece toda ella confiada a un individuo tan celoso de su capacidad de control como advertida o inadvertidamente sujeto a lo incontrolable. Normalmente su vanidad se estrella contra los hechos, aunque nunca reconozca o tarde muchísimo en reconocer la catástrofe. Los novelistas del XIX podían tratar con sorna o con timidez el yo; Ishiguro parte de un yo que, visto desde fuera más que (en patéticos momentos de lucidez) desde dentro, no es nada.
Esta cualidad terrible no se expresa, sin embargo, con los habituales trucos neorrománticos del siglo XX y aún del XXI (fanfarrias, languideces, jueguecitos pueriles), sino con una extrema y a menudo desesperante formalidad. Una formalidad que resulta algo extemporánea pero que se entiende de inmediato cuando en los primeros epígrafes o líneas de las novelas sale a relucir la palabra «Japón» (en las dos primeras) o la más ominosa todavía «Inglaterra» (en todas las demás). Los narradores de Ishiguro están educados en la virtud cívica de no decir y es extraordinario el partido que el autor, a nivel estilístico y estructural tanto como moral, saca de esa represión que obliga continuamente a la digresión, al circunloquio, a la corrección, a todas las estrategias concebidas para no ofender a nadie –ni siquiera a uno mismo− y facilitar la cohesión social. Por una parte, afecta a la construcción temporal de la narración, conducida con increíble virtuosismo a través de continuas interrupciones, aplazamientos, anticipaciones y retrocesos, como si la linealidad –y he aquí un malicioso y bonito vuelco a uno de los tabús de la posmodernidad− fuera una grosería. Por otra, se aplica al estilo, a la misma frase, donde todo ruido está de más, las metáforas y la pedrería se evitan porque son de mal gusto, y el acabado plano, ultraprosaico, clónico y hasta atontao se revela en tremendas atenuaciones como «Mi padre estaba inconsciente y tenía la cara de un tono gris muy singular» o «Me ha venido a la cabeza que una vez te hice cosas horribles, esposo». Joyce Carol Oates recriminó a Los inconsolables (1995) ser «un Kafka medicado con Thorazine»; tal vez no vio el espléndido alcance que, a todos los efectos, especialmente en la destrucción del yo, de su autoridad y de su lenguaje, podía tener un neuroléptico.
Las alegaciones de la Academia sueca para otorgar el Premio Nobel a Ishiguro no difieren mucho de la defensa que hizo, precisamente de Los inconsolables, el arzobispo de Canterbury en julio de 1996: «ofrece una potente descripción de los recientes cambios culturales, y en particular de la creciente sensación de fragmentación y pérdida de comunidad que hoy se experimenta en muchas partes del mundo». No faltan, desde luego, en Ishiguro esos Grandes Temas que tanto impresionan a Occidente. Pero es importante que se haya valorado esta vez, como ya se hizo con Modiano, la extraña y espinosa forma en que esos temas desoladores se articulan en su obra, tan ajena a la latosa orfebrería léxica, a la sentencia viril, a los brillos del ingenio y la ironía, a los académicos mariposeos de la meta y hartoficción y a las obviedades pronunciadas con voz cavernosa, preferiblemente delante de una pintura de historia, con que se afanan los escritores consagrados desde hace décadas a ese género conocido como «prosa de Premio Nobel».