Por Karina Sainz Borgo
Zendalibros.com
El piso en el que vivían no era demasiado grande; o así lo recuerda ella. Pero a su madre le daba igual. Lo que tuviera que decirle, lo hacía por escrito: de puño y letra. Entonces deslizaba una carta bajo la puerta de su habitación. Nada más ver el sobre, Milena Busquets (Barcelona, 1972) comenzaba a temblar. Qué habré hecho, se preguntaba. Milena Busquets recuerda estas cosas y ríe. Luce la cara lavada de las mujeres hermosas, acaso porque su belleza viene de un sitio indescifrable. Esa combinación entre indisciplina y corrección. La frontera a la que van a parar los díscolos. Ese filo en el que cabe una carta.
Esther Tusquets, su madre, murió en el verano de 2012. Escritora y fundadora del emblemático sello barcelonés Lumen, Esther alargó su sombra casi tanto como la luz que esparcía su presencia en la vida de otros. Compleja, culta, excéntrica, afilada, egoísta. Así la describieron quienes la conocían. Esther Tusquets: figura esencial de la cultura en la ciudad y columna de una casa en la que las cartas pasaban por debajo de las puertas. Tres años más tarde, en la primavera de 2015, su hija, Milena Busquets, escribió su segunda novela: También esto pasará (Anagrama), la más hermosa historia, en clave contemporánea, sobre la soledad y la incertidumbre. Un libro del que nadie sale ileso, porque retrata. A quien escribe y a quien lee. “Por alguna extraña razón nunca pensé que llegaría a los 40 años”, así comienza esta historia. Así.
También esto pasará, una novela que conquistó a editores y agentes de la Feria de Fráncfort y que alcanza ya diez ediciones, comienza con el desconcierto ante la propia madurez y, también, con la muerte de una madre: la de Blanca, una mujer que comparte talla con quienes la leemos. Un artefacto que Milena Busquets confeccionó para contarse a sí misma; para deslizar, ella también, una carta debajo de la puerta. “Quería decirle a mi madre que la había amado”, dice ella, sentada en un altísimo taburete ante un café que olvida beber. Empujada por la pérdida, Blanca emprende un viaje a Cadaqués. Unas vacaciones. Una peregrinación hacia la infancia, los recuerdos, la adolescencia.
Todo coincide en ese viaje. La muerte de la madre, el afecto estropeado de un hombre casado y las muchas relaciones sin brillo acumuladas en el corazón, el ánimo exhausto de los que no se sienten en el centro de ningún amor, ni siquiera el propio. Blanca jamás encuentra suficiencia en sí misma. No es lo suficientemente guapa, ni lo suficientemente discreta, ni lo suficientemente fina. No es ninguna de las mujeres que acompañaron su infancia. No se siente así. Y lo cuenta con una naturalidad demoledora, incluso luminosa.
A medida que avanza en su viaje, Blanca evoca a la madre y pasa revista a la vida que ambas compartieron. Desteje el estambre de un amor con el que busca hacerse un vestido que cubra el tamaño de su vacío. “Me observaste enamorarme y desenamorarme, romperme la crisma y volver a ponerme de pie, desde una distancia prudencial, disfrutando mi felicidad y dejándome sufrir en paz, sin aspavientos ni demasiadas indicaciones. En parte consciente, supongo, de que el amor de mi vida eras tú y que ningún otro amor huracanado podría con el tuyo. Después de todo, amamos como nos han amado en la infancia, y los amores posteriores suelen ser sólo una réplica del primer amor. Te debo, pues, todos mis amores posteriores”. Prestándole su voz a Blanca, Milena Busquets consigue empujar esta historia sin arrebatos, sin despeñarse por la escalera de la cursilería. Se dirige a su madre al mismo tiempo que se cuenta. Una lenta y elegante carta hacia la soledad, algo más rotunda, de la adultez. “Cuando el mundo empieza a despoblarse de la gente que nos quiere, nos convertimos, poco a poco, al ritmo de las muertes, en desconocidos”, escribe.
Milena Busquets habla de estas cosas con la misma naturalidad con la que las describe. Hay generosidad en su risa y sus gestos. Su conversación es como su prosa: sencilla y de una belleza fulminante. Es espontánea y elegante. La crítica la ha comparado con Françoise Sagan, pero hay en ella algo más, una sustancia que recordaría a Natalia Ginzburg, de no ser porque su voz es lo suficientemente fuerte como para resonar por sí misma. Criada en un hogar iluminado por la impronta de la cultura de la Barcelona de los años setenta, Milena Busquets recuerda aquella casa a la que iban a parar Ana María Matute, Anna María Moix, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé, Carlos Barral. Aquel reino inverosímil que evoca en cada uno de sus movimientos. Un saber estar inyectado de rebeldía.
Para quien creció escribiendo sus sentimientos y deslizándolos bajo las puertas de una casa no demasiado grande, hay entrenamiento suficiente en la sobriedad. Por eso Milena Busquets consigue en este libro recolocarse, y con ella al lector, ante la figura de una madre total: alguien que abraza al mismo tiempo abrasa; que da oxígeno al mismo tiempo que lo arrebata. Milena Busquets avanza hasta el centro: de sí misma y de quien la lee. Se construye en voz alta. Los pisos que ha dejado, las relaciones rotas, los hijos, los lazos familiares y la permanente sensación de habitar un mundo desprovisto de la belleza. A lo largo de 170 páginas Blanca y Milena Busquets se funden en la mujer definitiva. La que emerge tras la muerte de otra. También esto pasará es la última y más importante carta que haya atravesado antes el filo de ninguna puerta. Es el retrato y el mensaje de alguien transformándose. Así es la Milena Busquets de estas páginas: la última mujer que amó. Que realmente amó.
— ¿Elige escribir o no puede controlar escribir?
—Creo que hay que sentarse a escribir cuando no tienes otra opción. Lo digo en mi caso, porque todos los escritores son distintos. Cada vez que me he puesto a escribir es porque he tocado fondo. Y ahora, que estoy escribiendo la tercera novela, ocurre lo mismo. Tienes que tener una necesidad muy clara y potente. Hablo de contar una historia, más que de escribir. Debes tener la frase que dará pie a esa historia. Ahora la tengo. También esto pasará partía de una frase: quería decirle a mi madre que la había amado.
—Entre un libro y otro, ¿el diario y el blog desahogan una necesidad… o distraen?
—A mí el blog me funcionó. Pero hay que entender que escribir es la mezcla de dos cosas: una necesidad y una profesión. Yo vengo de una familia en la que la gente vivía de los libros: publicarlos, corregirlos, traducirlos. Teníamos que hacerlo para comprar la comida. Cuando escuchábamos a alguien decir que escribía por hobby, nos echábamos a reír. La escritura no es un hobby. Es un trabajo. Requiere disciplina, al mismo tiempo que posee un elemento visceral.
—En su caso la propia vida es el material literario, ¿cómo se da método a eso? ¿Cómo se ordena una intemperie?
—Tiene que ser así. Hay muchos días en los que lo que menos me apetece es escribir. Pero si escribes en serio, si escribes de verdad, te enfrentas a cosas complicadas, privadas, profundas. Además, escribir supone un esfuerzo físico. No sé cómo hacen esos escritores tan mayores. Los admiro, porque tienes que estar en muy buena forma física.
—Ya decía Philip Roth: escribir es bajar a la mina.
—Philip Roth, que es uno de mis escritores favoritos, tiene completa razón al decir eso. Pero, al mismo tiempo, te sientes mal al decirlo.
— ¿Por qué?
—Hay mucha gente que trabaja de cajera en un supermercado y pensaría: ¡pero esta es una mimada! Hay muchos momentos de placer al escribir, por supuesto. Pero hay otros en los que quieres darte golpes contra una pared: quiero hacerlo mejor, quiero decirlo mejor, quiero llegar más allá. No es sentarte a escribir y volverte feliz.
—Si escribir es hacerse compañía, ¿ser leído es ser querido?
—A mí me parece que sí. Pero no estoy segura de que para todo el mundo sea así. Desconozco si en otros escritores existe esa necesidad. Para mí, escribir y ser leída fue una forma de entrar en mi familia. Algo que nunca me atreví a decir cuando mi madre estaba viva. Siento un deseo de volver a aquel mundo de aquellos años y sólo lo consigo escribiendo.
—Un mundo en el que se topaba con Ana María Matute, Anna María Moix…
—Y Gil de Biedma, y Barral, y Juan Marsé —completa ella, automáticamente, los afectos—. Algunos de ellos todavía están vivos. Pero fue una generación que envejeció muy mal. No sé por qué, pero tengo la sensación de pertenecer más a los años setenta, a la Gauche Divine, que a mi generación. Es una cosa de carácter.
— ¿Nostalgia?
—No es nostalgia. Pero sí puedo decir que estoy pendiente del pasado. Me interesa.
—Tiene más reproches contra su generación que contra las anteriores. ¿Por qué?
—No lo sé. Aquel medio de los editores y escritores ya era de por sí extraño, en plena burguesía catalana. Yo era la única hija de padres separados. Nunca me he sentido parte de ningún grupo. Yo no me siento parte de una generación. ¿Tú te sientes parte de una generación?
—Se atomizaron, ya no existen como nos las contaron.
—Ya no existe un Mayo del 68 francés.
—Nos une la demolición (Muro de Berlín, Torres Gemelas). Ellos construían un mundo entre Bocaccio y los libros. Nosotros llegamos a los escombros ¿Hay desclasamiento en eso, no?
—Creo que tenemos hermandades muy lejanas y ajenas. Nuestro referente es la gente que está viva y podemos tocar. Pero también podemos sentirnos hermanados con Bocaccio o los ballets rusos del siglo XIX. Para un escritor es importante no necesariamente saber adónde va o dónde está, sino de dónde viene. Yo sé que hubiese intentado seducir o ser amiga de Colette, la escritora francesa…. Pero creo que un escritor es siempre una persona desclasada. ¿Y si me hubiese casado con el chico del Club de tenis? ¿Y si hubiera hecho esto? ¿O lo otro? No sé. Nunca estás del todo cómodo en este mundo.
—Le importa el pasado, dice. Estudió arqueología, por cierto. El arqueólogo, como el escritor, excava, busca. La relación es elocuente. ¿No cree?
—Comencé a estudiar arqueología a los 17 años. Mi padre había muerto de cáncer. Todo era bastante complicado. Desde muy pronto supe que quería salir de Barcelona. Viajar, ver otras cosas. Así que me fui un año a Inglaterra: a estudiar inglés. Un día, mi madre me llamó y me dijo: ‘Milena, ya se está acabando el curso. O te buscas un trabajo o te pones a estudiar, porque yo más dinero no te mando’. Me pilló totalmente desprevenida. Estaba en Londres, con 17 años, sola, con amigos, me enamoraba todas las semanas…
— ¿Y entonces? ¿Qué hizo?
—Acaba de ver Indiana Jones en el cine, y dije —estalla una risa rubia, loca, de mujer hermosa—: “¿sabes qué, mamá? ¡Quiero hacer arqueología!”. Todo con tal de que no me riñera. Ella respondió: ‘Ah, muy bien. Es una mezcla de una cosa muy práctica, la ciencia, con la imaginación. Te vendrá muy bien’. Colgué y me quedé así —Milena Busquets hace un gesto coqueto, de desparpajo pirómano—. Rellené los formularios y me dieron una beca, que en aquel entonces las daban más fácilmente. Pero, te lo juro: ¡lo pensé de un momento a otro!
—Y terminó haciendo arqueología de sí misma y de su familia…
—Estoy constantemente pensado en el pasado. En dónde estoy y en dónde estamos.
— ¿Cuál es su relación con autores como Natalia Ginzburg?
—La admiro muchísimo. Ginzburg para mí es importantísima. Es la escritora a la que aspiro. Tengo frases enteras suyas apuntadas. Hay elegancia.
—Se lo pregunto porque su introspección es parecida. Ese tipo de texto da de sí, pero exige mucho.
—Es complicado. Hay que procurar no hacer un retrato demasiado bonito de ti mismo. Intentar ser objetivo. Mientras escribía También esto pasará intentaba cuidarme de la cursilería, porque el tema se prestaba para eso. Además, no nos engañemos: los escritores somos unos narcisistas y exhibicionistas. Por eso intentaba disimular constantemente. En Natalia Ginzburg, en su escritura, hay un muro de contención: la buena educación. A mí me gusta mucho la escritura contenida. El vomitar un texto no me interesa. Por eso me interesan autores como Ginzburg, Sagan, Isak Dinensen. En todos está presente la educación y no porque vengan de buenas familias, cultas y educadas, sino por esa contención. Eso funciona. El vómito en la literatura no me interesa, y en la vida todavía menos. Hay que observar las cosas con cautela, con respeto. Soy dura con los personajes, pero no busco destrozar a ninguno.
—En También esto pasará el personaje con el que es más dura es con Blanca; a su manera consigo misma.
—Totalmente, eso es bueno para escribir.
—Escucho ecos de Blanca en algunas de sus entrevistas: teme ser frívola, no estar a la altura. Está siempre riñéndose a sí misma.
—Blanca está siempre intentando demostrar. Imagínate. Tengo 45 años, y todavía estoy en eso. Es una mezcla y a muchos nos pasa. Me ocurrió algo curioso con También esto pasará. La novela la asignaron como lectura en un instituto, al que fui. Se me acercó una chica de unos 15 años y me dijo: “Milena, ¿por qué dices cosas tan profundas y hermosas y luego lo estropeas diciendo frivolidades?”. La chica tenía mucha razón. Pero creo que es miedo a meterse en lo hondo. La contención es efectiva en el tema de la elegancia, pero su lado malo es justamente ese deseo de no meterse en lo hondo, en nada que pueda ser peligroso. No dejar de ser una niña mona y agradable a la que sacas a tomar el té. Hay que moverse entre ambas cosas. Cuando te hundes mucho, de repente, es ji-ji ja-ja. Es como cuando le confiesas tu amor a alguien. Tienes miedo de decir: “me estoy enamorando”. Y dices después, ‘pero bueno, que me enamoro cada semana’. Somos bastantes así.
— ¿Cómo se sobrepone al hecho de haber crecido cerca de personas como Ana María Matute, una mujer que se demolió y se rehizo en mármol? ¿Cómo se sobrevive a aquellas mujeres, a aquellos personajes?
—No te sobrepones, al contrario. Me siento muy honrada y agradecida. El otro día, revisando mi biblioteca, conseguí un libro dedicado por Anna María Moix sobre la Gauche Divine. Lo escribió en los años setenta y se publicó en el año 2000. En la dedicatoria ella escribió que aunque yo no hubiese nacido en esa época, de haberlo hecho, hubiese reinado. Creo que me ayudan a no sentirme tan sola. Y no sólo porque las recuerde a ellas, sino también a la mujer que me crió, que era la hija de un militar de León. O mis abuelos. Recordar a la gente que me rodeó en mi infancia y mi juventud me da fuerzas y me obliga a mantener un nivel de comportamiento.
— ¿De qué forma exactamente?
—Me siento orgullosa y responsable de lo que me enseñaron de niña. Una forma decente de estar en el mundo, no narcisista, ni chabacana, ni prepotente. El mundo de hoy es muy violento en sus relaciones. Muy poco amable. Por eso insisto en las formas, lo que nos contiene. Para mí es importante. Una de las razones por las que me he dado de baja de twitter es ésa. Nuestro deber, y más si escribes, es dignificar el mundo.
—El viaje está presente en También esto pasará. Viajar es, siempre, volver
— ¡Uhm, uhm —Milena bebe un sorbo de agua que apura, con asombro—! ¡Y en este, el nuevo libro también! No lo había pensado. Bueno, el viaje está presente, en todos los libros. Es un recurso habitual. Y sí, es verdad. Sí. Hay un viaje de introspección.
—Retratarse en el malestar es complicado. Sacar ese dolor de lo frívolo exige dejar el pellejo. ¿Cómo lo lleva?
—Hagas o no autoficción estás tú. Pero no olvides que un escritor es un mentiroso. En parte soy Blanca, pero no. Un escritor alarga la realidad que conoce para sacar un producto que se lea, que haga que te quieran. Trabajas con la verdad, pero la modificas. En ese aspecto, soy muy pudorosa. Sólo conseguirás hacer una obra válida, si palpita. Si está muerta desde que nace no será leída ni este mes, ni en cien años. Yo, en el fondo, cuido mucho eso. Quiero a mis personajes, no quiero hacerles daño.
—Con el personaje de la madre, ya ve, eso siempre se complica. Con las madres amar es herir, y al revés. Sobre todo al revés.
—Mi madre era el amor de mi vida, en cierta forma. A mí lo de la autoficción ni me interesa ni me preocupa mucho. Yo que soy una loca de Proust, no me interesa saber exactamente qué hay de él en su escritura. Ni siquiera sé si importa mucho saber quiénes eran sus personajes. O el propio Shakespeare. Ya sé mucho de él leyéndolo. Dentro de 20 años, no quedará nada. Lo que importa es la relación con la madre. De igual que sea editora. No escribo para el presente. El escritor es una proyección entre el pasado y el futuro.
— ¿Escribe lo que quiere o lo que puede?
—Una mezcla. Sé lo que quiero escribir, pero quisiera escribirlo como Ginzburg. Pero lo hago como yo puedo.
— ¿Cuál es su mayor obstáculo al escribir?
—Todo. Me resulta todo muy difícil. Todo es una batalla. De repente hay momentos luminosos, en los que consigo pasar un muro. Pero siempre a pesar de mí –hace una pausa, mordisquea un trozo de sandía ensartado en un palo-no voy a poder. Y cuando lo hago, digo: ‘no está mal. Pero siempre, siempre pienso: no voy a poder.
— ¿Por qué es tan dura consigo misma?
—No lo sé. Vengo de una familia bastante dura, ¿sabes? No había mucho… Pero con la gente no soy dura. Con mis hijos no lo soy. Soy amable, pero… ya es carácter.
—Su casa estaba llena de libros. ¿Cuál es su primer recuerdo lector?
—Lo primero es muy cursi, muy obvio: El pequeño príncipe, de Saint-Exupéry. No sé si tenía seis años cuando lo leí. Me emocionó y me sigue emocionando. A mi madre le gustaban mucho los cuentos de hadas. Pero ése me gustó. Aunque sea cursi y la gente muy literata lo aborrezca. Era lo bastante pequeña para que me sintiera una niña. En la adolescencia leí muchísimo: desde la cosa maldita y torturada de Rimbaud o Verlaine. Los clásicos. El siglo XIX francés. Dostoievski fue muy importante, Chéjov.
— ¿Cuál fue ese autor que activó las ganas de escribir? ¿Su pulsión escritora es lectora?
—Era la forma de comunicarme que tenía con mi madre. Vivíamos en un piso pequeño, normal, y cuando mi madre tenía algo importante que decirnos, nos mandaba una carta. Siempre me he comunicado por escrito. Recuerdo el terror que me generaba ver pasar por debajo de la puerta de mi dormitorio una carta de mi madre. Pensaba: ¡Dios, qué he hecho ahora! Mi hermano, que estaba puerta con puerta, también me mandaba cartas. Pero para mandarme a la mierda, porque le hacía cogido una cazadora de aviador, que se usaban en esa época. No creas que eran cartas filosóficas con poemas. Peleábamos y al mismo tiempo nos declarábamos nuestro amor. De alguna forma estás protegido cuando escribes, ¿no crees? Es algo que puedes controlar. La escritura te permite ser cuidadoso.
—Pero la escritura es irreversible
—Mi abuela siempre decía: nunca dejes nada por escrito. Claro, eran esas mujeres de una burguesía antigua que entendían que nada debía de quedar por escrito. Mi madre nunca dejó una carta personal por escrito. Sé que hubo muchos amores, mujeres y hombres, pero no tengo nada.
—El mundo de Blanca, un mundo que pertenecía a su madre, se ha roto. Y sin embargo levanta sobre él otro.
—Todos los mundos se acaban. Y los que pensamos que va a durar siempre, incluso en las sagas familiares, desaparecen. Y sí, de alguna forma ese tema de la madre está ahí. En el próximo libro vuelvo a explorar ese tema. Estoy comenzando a escribirlo, tengo las primeras páginas. Espero poder sentarme a escribirlo intensamente en verano.