Por Ángel Castaño Guzmán
El Espectador
Ahora radicado en México, Mejía prepara una novela que llevará el título de DFCaos y completará un ciclo novelístico.
En Caracaos, la experiencia de la trashumancia y de la extranjería es capital en la narración. Usted ha sido un viajero incansable, ¿en qué medida vivir fuera de la patria natal ha aportado en su visión de la vida y de la literatura en general?
Yo estoy cansado de viajar. Lo paradójico es que nunca me he ido: a cualquier calle de Ambato, Loja, de Colón, o de Santiago, o de la Ciudad de México, la he rebautizado como la Décima o la Séptima, yo nunca me he ido. Creo que lo que me aporta es nostalgia, Ángel, pues cada vez recuerdo más y con cada regreso a Bogotá la ciudad es menos como la recuerdo.
El narrador de Caracaos tiene una relación amor-odio con Colombia. Vista desde la distancia, ¿qué bueno y qué malo encuentra en el país? ¿Siguen estando cerradas las puertas para llevar a cabo una vocación literaria?
El narrador de Caracaos se fue de Colombia porque lo señalaban comunista y se fue de Venezuela porque lo sindicaron reaccionario. Colombia sigue igual, sólo que peor. Venezuela es y será la promesa de América Latina, el ejemplo de gobiernos originales y de pueblos que no sienten vergüenza de ser lo que son, que se asumieron hace tiempo, sin los complejos que tenemos nosotros.
Y con respecto a las puertas… yo insistí en Colombia como testigo de Jehová tocando una y otra y recibiendo una y otra en las narices. Tuve que irme y publicar en Venezuela, luego en México, luego en España y 14 años después mi país me publicó, qué te puedo decir, no me repongo de la sorpresa.
En la novela se percibe con claridad la importancia que ha tenido en su vida la música de Joaquín Sabina y de Fito Páez. ¿Cuál es la banda sonora de su vida y de su escritura?
De mi vida es el metal negro: hace 20 años yo toco la guitarra en el grupo de metal negro Quintessence. Aquí en México sacamos un disco el año pasado. La referencia a Sabina tenía que ver con los recuerdos de Bogotá que me iban llegando en forma de música, y Fito Páez, ese sí está ligado a todos mis viajes y a mi vida en general desde los 10 años. De hecho, actualmente estoy terminando el libro Las Tumbas de la Gloria, que es una novela de infancia y desde luego un homenaje a la compañía de Páez Ávalos en mi vida.
La poesía alimenta los sueños del narrador de Caracaos: lo hace superar los escollos de la vida en una ciudad ajena. ¿Cómo llegó a su existencia la poesía y qué lugar ocupa hoy en sus días?
Mi abuelo paterno era poeta, publicó –prologado por Antonio Gómez Restrepo– un libro de sonetos hace 50 años. Él le leía a mi papá, mi papá a mí. A través de la poesía yo interpreto el mundo, o lo soporto. Pero mire cómo lo dice Huidobro de bonito en El amigo doloroso, que es un poema enorme y poco conocido la música y la poesía me han dado las mayores sensaciones suavemente vigorosas que he saboreado en toda mi vida.
Después de hablar de poesía, hablemos de tres poemas muy presentes en Caracaos: Porfirio, Gaitán Durán y Calzadilla. ¿Qué lecciones literarias le han dejado las respectivas obras de estos autores? ¿Qué revelaciones le han deparado?
Porfirio es el referente inmediato cuando se piensa en las relaciones difíciles con Colombia y consigo mismo: alguien que se cambia tantas veces de nombre y tantas veces de patria desde luego no está contento ni con uno ni con otra. Por cierto, allá en Venezuela yo saqué una antología de él, pues fue uno de los pocos países de América Latina donde no vivió y en el cual anheló publicar. Jorge Gaitán Durán es un hombre sensible e inteligente sin cuya figura la poesía colombiana hubiera dilatado más lo que el mismo Jorge denominó en sus Diarios como “un marasmo intelectual”. Y Juan Calzadilla, además de ser el mejor poeta vivo de nuestra lengua, es el único escritor que no me ha decepcionado como persona.