Fue el año del verano que nunca llegó, el de los estragos de la erupción del monte Tambora y los ocasos amarillentos y cenicientos que Turner inmortalizó con sus pinceles. El cielo estival cayó a plomo sobre Villa Diodati, a las orillas del lago Leman, y de las profundidades de aquellas tinieblas emergió, reptando desde una pesadilla húmeda y eléctrica, ese monstruo que primero fue criatura y más tarde se convertiría en ser. «¿Cómo es posible que yo, entonces una jovencita, pudiera concebir y desarrollar una idea tan horrorosa», se preguntaba Mary W. Shelley. Años antes, esas cuatro paredes ya habían visto nacer al Lucifer que John Milton arrojó a las páginas de «El paraíso perdido» y, con el tiempo, recibirían con los brazos abiertos al vampiro de Polidori, así que algo debía flotar en el ambiente o culebrear bajo las alfombras de aquella villa como para cambiar el rumbo de la literatura y convertir el pánico y la congoja en materiales narrativos de primera.
El año, ese 1816 de verano inexistente y pronunciados perfiles góticos, pasaría a la historia como el del nacimiento del Prometeo moderno, pero aún tendría que pasar casi un año y medio para que la primera edición de «Frankenstein», el resultado de aquellos dos cuadernos que Shelley pergeñó primero en Villa Diodati -en compañía de Lord Byron, Polidori, Claire Clairmont y el que sería su marido, Percy Bysshe Shelley-, y más tarde en la pintoresca ciudad británica de Bath, viese la luz. Más de quince meses para buscar editor e insuflar vida a un engendro que, en palabras de la propia Shelley, «debía ser horroroso, porque absolutamente horrorosos deberían ser todos los intentos humanos de imitar la fabulosa maquinaria del Creador del mundo».
Mucho se ha escrito sobre aquel aburrido retiro veraniego en el que Lord Byron retó al resto de huéspedes a escribir un cuento de terror y sobre cómo Shelley se entretuvo «pensando en una historia que consiguiera que el lector tuviera pavor a mirar a su alrededor», pero el ser al que la autora se refiere alternativamente como «engendro» o «demonio» empezó a caminar en realidad el 1 de enero de 1818. Fue ese día cuando apareció en Londres la primera edición de la novela, fecha que se ha querido conmemorar este año con la publicación de títulos como como «Frankenstein. Edición anotada para científicos» (Ariel) o una lujosa edición facsímil del manuscrito original que la editorial británica SP Books pondrá en circulación el 15 de marzo.
No es la primera vez que la editorial devuelve a la vida en su formato original clásicos de la literatura -en su catálogo destacan reimpresiones de los manuscritos de «Jane Eyre», de Charlotte Brontë, o «El Gran Gatsby», de Francis Scott Fitzgerald, entre otros-, pero el caso de «Frankenstein; or, The Modern Prometheus» es especialmente significativo, ya que permite reencontrarse con la encarnación original de un texto que la propia Shelley revisó, cambió e incluso extendió con un capítulo más en 1831. El lector, señalan desde la editorial, ha de tener la sensación de que tiene entre manos esos dos cuadernos originales que Mary Shelleyremató en mayo de 1817 y de la que los impresores Lackington, Hughes, Harding, Mavor & Jones publicaron una primera edición de 500 ejemplares en 1818. Y todo por un precio de 200 libras la unidad, una ganga si tenemos en cuenta que el manuscrito original, depositado en la Bodleian Library de Oxford, se adquirió en 2004 junto a otros documentos de la familia Shelley por aproximadamente 4 millones de libras.
El manuscrito permite también deshacer algunos enredos históricos como los que ponían en duda que Mary Shelley fuese realmente la autora de la novela. Y es que, durante años, tanto el hecho de que hubiese sido Percy Shelley el encargado de buscar editorial presentando la novela como la obra de un amigo como que el libro se publicase sin firma alimentó todo tipo de suspicacias. En 2007, incluso se publicó un libro, «El hombre que escribió Frankenstein», en el que el profesor John Lauritsen sostenía que la novela era demasiado profunda «para haber sido creada por una jovencita de 19 años de pobre educación, cuyos escritos posteriores fueron muy vulgares».
Antes, mucho antes de eso, la propia escritora ya había intentado zanjar la polémica cuando aseguró que el papel de su marido se había limitado a la corrección y la colaboración. «No le debo a mi marido la sugerencia de ningún episodio, ni siquiera de una guía en las emociones y, sin embargo, sin su estímulo esta historia nunca habría adquirido la forma con la cual se presentó al mundo», escribió en 1831 en la introducción de la edición más canónica de «Frankenstein» y de la que saldrían la mayoría de traducciones y versiones posteriores. Ahora, y a través de las páginas de un manuscrito que, como la propia criatura de Victor Frankenstein, es un parcheado de palabras, tachones y correcciones sobre la marcha, puede rastrearse la huella de un Percy en correcciones ortográficas, sugerencias de palabras y cambios en la puntuación. «Fue una colaboración en dos sentidos. No se trataba simplemente de Percy supervisando a Mary», señalaba recientemente Neil Fraistat, responsable de un ambicioso proyecto de digitalización del manuscrito auspiciado por la New York Public Library.
«A lo largo de las páginas se desentraña el proceso creativo de la joven autora y sale a la luz el diálogo íntimo entre Mary y su amante. Las anotaciones manuscritas de Percy, así como sus correcciones y comentarios lúdicos, ofrecen una visión personal de la la vidas de la pareja», añaden desde la editorial. Del autor de «Ozymandias» son, por ejemplo, algunas disquisiciones científicas, la adjetivación del pelo de la criatura como «negro lustroso» o la corrección de la palabra «igmmatic» por «enigmatic», lo que da pie a un curioso intercambio de anotaciones en el que Percy llama a su esposa «Pecksie» y ésta se refiere a él como «Elf». «A medida que la novela y sus personajes cambian y son revisados, el famoso monstruo toma forma y se vuelve infinitamente más humano», destacan desde la editorial.
Tan humano que, dos siglos después de que Víctor Frankenstein devolviese a la vida esa mezcla contrahecha de cadáveres diseccionados, la criatura (o el ser, como muestra uno de los tachones) regrese de nuevo para aleccionar sobre los peligros de la ciencia y, como señala José C. Vales en una de las ediciones anotadas de la obra, representar la «osadía humana en su afán por desvelar el conocimiento de los dioses» para acabar concluyendo que «su atrevimiento es también su condena».