Por Jorge Cardona
Especial para El Espectador
Su primer libro, en 1925, "Perfil del aire", no tuvo su medida porque sus cercos admitidos seguían levantados. Entonces marchó a Toulouse (Francia) y después a Madrid, hasta borrar los estigmas, y con el viento, el sol, las nubes o el agua proclamar su amor, “ángel o demonio”, por un joven actor que derribó sus prejuicios y aisló sus hastíos.
“Si el hombre pudiera decir lo que ama, si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo como una nube en la luz; si como muros que se derrumban para saludar la verdad erguida en medio, pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de su amor, la verdad de sí mismo, que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo, yo sería al fin aquel que imaginaba…”.
Poco o nada se insiste sobre el autor de estos versos, infaltables en cualquier antología universal. Se llamó Luis Cernuda y, como otros grandes poetas de España, nació en Sevilla en 1902. A la rígida educación social y familiar que marcó su carácter sensible, “raro” para algunos, retraído, él opuso la ruta luminosa que le trazó su profesor universitario, mentor y amigo, Pedro Salinas. Los clásicos del Siglo de Oro, los simbolistas franceses, T. S. Eliot, André Gide, Friedrich Hölderling. Él mismo lo reconoció: lectura “para reconciliarme con un problema vital mío decisivo”.
Su primer libro, en 1925, Perfil del aire, no tuvo su medida porque sus cercos admitidos seguían levantados. Entonces marchó a Toulouse (Francia) y después a Madrid, hasta borrar los estigmas, y con el viento, el sol, las nubes o el agua proclamar su amor, “ángel o demonio”, por un joven actor que derribó sus prejuicios y aisló sus hastíos.
“Un río, un amor” fue su visión surrealista. “Los placeres prohibidos” desnudaron para siempre su ser. El erotismo contra la farsa y luego el fracaso amoroso en “Donde habite el olvido”, antes de marchar al exilio como otros intelectuales de su época, porque almas como la suya, por partida doble, no cabían en la regla fascista, y fusilaron a García Lorca, “verdor en nuestra tierra árida, y azul en nuestro oscuro aire”. Vivió en Reino Unido, Estados Unidos y, finalmente, en México, donde murió en 1963, lejos de su tierra andaluz y de la posguerra en su país, “donde todo nace muerto, vive muerto y muere muerto”.
Toda su desazón y su deseo de anegarse “Con las horas contadas”, los “Poemas para un cuerpo” y su reincidencia en el amor y la bruma escarlata; o la “Desolación de la quimera”, antes del fin de su afán y el comienzo de su legado. Únicamente rebeldía para advertir a tiempo, “no sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si pudiera esperar algo, solo sería morir allí donde no hubiera penetrado esa grotesca civilización que envanece a los hombres”. Un testimonio de vida que grita desde su poesía que ahora desencadena: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; alguien por quién me olvido de esta existencia mezquina, por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu, como leños perdidos que la mar anega o levanta, libremente, con la libertad del amor, la única libertad que me exalta, la única libertad porque muero”.
No decía palabras...
No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.
La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.
Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Aunque sólo sea una esperanza,
porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.
Luis Cernuda.