Por Sandro Romero Rey Foto Johan Persson
Especial El Espectador
Harold Pinter es el Shakespeare del siglo XX. O mejor, el Anton Chejov. O, si las comparaciones parecen exageradas, digamos mejor que el Pinter dramaturgo es el Pinter guionista y, por extensión, el Pinter actor, el Pinter director. Porque estamos hablando de un hombre de la escena en el más amplio sentido de la palabra. Permítanme un recuerdo personal: en 1998 viví en Londres una noche pinteriana, compuesta por tres de sus obras (The Lover, A Kind of Alaska y The Collection) en la Donmar Warehouse que, a la sazón, era regentada por el célebre director de teatro y cine Sam Mendes. Para dicha de los presentes, el mismo Harold Pinter era uno de los actores de la tercera pieza. En esa extensa jornada descubrí de qué se trataba, en realidad, el misterio del dramaturgo. Pinter, un jugador integral de la escena, en una demostración incesante de galantes ambigüedades, de silencios y de inteligentísimos diálogos donde se borran las fronteras entre un realismo aparente y el absurdo fatal de la vida cotidiana.
Ahora, casi veinte años después, puedo repetir el prodigio, sin necesidad del respaldo físico del dramaturgo (quien falleció en 2008, tres años después de recibir el Premio Nobel de Literatura). En este caso, en la reposición de uno de sus clásicos imprescindibles, No Man’s Land, según la puesta en escena desde el Wyndham’s Theatre de Londres, bajo la dirección de Sam Mathias. Los actores de esta versión son dos viejos “bestias de la escena”, Ian McKellen y Patrick Stewart, conocidos en las pantallas del mundo por sus triunfos cinematográficos, pero ahora consolidándose como los grandes intérpretes que han sido sobre las tablas. En la obra, dos viejos escritores, con algunas copas encima, deciden encerrarse en la casa de uno de ellos para beber un trago de más, el cual se convertirá, junto a la compañía de dos jóvenes destructores de almas, en un viaje hacia el infierno de las emociones, el aislamiento, las recriminaciones y la manipulación de poderes. Desde su estreno, en 1975, No Man’s Land se ha convertido en una de las criaturas esenciales en la galería de monstruos pinterianos. Bien es sabido que el dramaturgo inglés no sólo fue un excelente escritor para la escena sino un guionista inmejorable. Al parecer, el cine y las tablas iban por vías paralelas, pero, gracias a las versiones audiovisuales del National Theatre, podemos ver cómo la escena se convierte, sin perder su esencia, en un instrumento que se pone al servicio de las cámaras. No se trata de ver una incómoda experiencia de “teatro filmado”, sino de una conjunción de lenguajes, la cual se ha consolidado en cada una de las producciones de las que hemos sido testigos en los últimos años. Esto es, un espectáculo concebido para la escena, donde no se pierde la esencia de la representación sino que, al contrario, se potencia con los múltiples puntos de vista de las cámaras y la posibilidad de ser testigos del prodigio en distintas pantallas del mundo.
Cuando se consolidó el llamado free cinema inglés en los años sesenta, teatro, cine y televisión eran universos que respetaban sus especificidades. Hoy por hoy, esas fronteras tienden a borrarse. En el caso de No Man’s Land se cuenta con un ejemplo de privilegio en el que los duelos histriónicos se ponen al servicio no sólo del espectador de las butacas sino, al mismo tiempo, del público que respira desde la distancia en París, Nueva York o Bogotá. Al vivir el viaje interpretativo de Stewart y McKellen se puede confirmar que la pluma demoledora de Harold Pinter es uno de los mejores ejemplos contemporáneos de la gran tradición del escritor teatral. Ese extraño ser humano que se borra a propósito, para darle paso a la piel de unos personajes que se convertirán en los traductores de sus propios demonios, los cuales habitan la tierra de nadie para convertirse en los espectros de todos.