José de Sousa Saramago se compró su primer libro con 18 años. Era un joven de los de biblioteca pública, de curiosidad sin márgenes. Y tenaz, más que ambicioso. Tenía 25 años cuando se publicó su primera novela pero se mantuvo en silencio durante cuatro lustros. El reconocimiento no le llegó hasta cumplidos los 60, con Memorial del convento. Así era.
Le dijeron que era Nobel en un aeropuerto que, bien mirado, no es ni el mejor ni el peor lugar posible. Sonrió, dio las gracias a los que le rodearon, los que le felicitaron, los curiosos que se le acercaron y besó y se dejó besar por Pilar del Río (su mujer, su traductora, su alma). Y si no fue así, algo parecido.
Porque Saramago nunca perdía la compostura. Desde la gravedad de su altura física y moral, escuchaba con la atención de un hombre paciente a quien tuviera delante. No le tembló el pulso ni aquel día.
«8 de octubre. Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. La azafata. Teresa Cruz. Entrevistas». Esto dejó escrito en su diario aquel día de hace 20 años. Para qué más. Estas escuetas palabras pueden traslucir cierto desapego. Para nada. Reflejan la personalidad de un hombre humilde.
Las notas de los días siguientes que se recogen en El cuaderno del año del Nobel (Alfaguara) son del mismo cariz. Está digiriendo el empacho de llamadas, entrevistas, el agobio que llevó con una serenidad que asombraba. Eran los otros quienes estaban nerviosos, los que le pedían que le dedicaran los libros, los que le pedían autógrafos. Al día siguiente de la noticia apenas anotó esto: «9 de octubre. Madrid. Rueda de prensa».
El discurso del Nobel lo escribió como pudo en aquella casa encalada que daba al océano desde una ladera de la isla de Lanzarote donde vivía. El arranque del discurso de agradecimiento de la más alta distinción de las letras de todo el mundo, y que incluye en el libro, vuelve a ser una declaración de intenciones: «El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir».
Ese hombre, Jerónimo Melrinho, «a las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y su mujer». Ese hombre, analfabeto, era su abuelo materno. Vivía en una aldea, Azinhaga, en la provincia portuguesa del Ribatejo. Y semanas de la algarabía, fue hasta allí en un autobús a rendir homenaje a su tierra, donde aprendió a mirar el mundo, donde se forjó un hombre que nunca se calló porque le habían enseñado que la dignidad no admite trato.
A Saramago no le cambió el Nobel; quizá le quebró el ánimo, pero no le trastabilló. Semanas antes de recibir el galardón dijo a este periodista en aquella casa encalada entre tres gatos y el ajetreo de ni se sabe los cuñados y sobrinos: «La naturaleza humana no ha cambiado mucho. Los sentimientos que teníamos, el odio, el rencor, la envidia, sobre todo la envidia, siguen ahí. Tener como objetivo vital el triunfo personal tiene consecuencias».
Y por si no quedara claro, continuaba con la serenidad de quien sabe que un temporal puede arruinar en unas horas la cosecha de un año: «Al igual que se han creado maravillas que no existían en la naturaleza, como la Capilla Sixtina, las obras de Shakespeare o las de Camoens, también se ha inventado algo que no existía en la naturaleza, la crueldad y la tortura».
Así hablaba Saramago, quien aquel año escribió en su ordenador sobre José Donoso, acerca del falso patriotismo de los portugueses, de viajes y de artículos, del poeta Nuno Júdice, reproduce entrevistas que le hicieron, comentarios de taxistas... El pálpito de un hombre que aún nos estremece. Un hombre que a nadie debió nada. Pero a quien tanto debemos.
Tomado de El Mundo (España)