Carme Riera Sanfeliu tiene una teoría sobre su generación: viven en diagonal. “Pasamos de puntitas por encima de todo y no vamos al fondo de las cosas”. Claro, en tiempos tan acelerados… “No, no es falta de tiempo; ¿cuál es la gran característica humana: el miedo o la pereza? Es un poco lo de la película Waking life: la actitud de vivir en diagonal nace del miedo o de la pereza, no del estrés o la prisa; nada nos impregna y eso nos lleva a vivir, y a leer, en diagonal”.
Cita en primera persona del plural, pero no es su caso. “Todo lo que me ha de ocurrir en la vida me ha de tocar a fondo; no quiero que me pase de lado, ni deseo un entorno así”, se define, próxima, pero con los ojos en un punto perdido de la calle, oblicuos e huidizos al interlocutor, buscando un escondite imposible tras una cabellera lacia… De niña ya era así, íntimamente vital; quizá por eso se aburría un montón cada verano en Sant Vicenç de Montalt, algo de lo que la rescató la bibliotecaria. Y ahí estaba ella, “con nueve o diez años, y tres novelas de Le Carré porque un día oí su nombre a saber dónde”; o enfurruñándose con su padre porque habiéndole pedido El carrer estret de Josep Pla (“había leído un fragmento en la escuela”), le compró El quadern gris. “En casa no había una gran biblioteca; mi padre es médico y mi madre, secretaria, pero no son grandes lectores, aunque siempre existió el libro como preciado regalo”.
Infancia y primera juventud fueron, admite, “solitarias, muy de hija única”, o sea, “inevitable inventarse un mundo interior”. El manual la llevó al periodismo (“era lo más próximo a las letras”) y a unos felices pinitos literarios que se tradujeron, primero, en un diario que ha llevado “siempre, desde los seis años, un lugar donde reflejar por qué te sientes cómo te sientes, qué te ha pasado”, y luego, en el premio Núvol de relatos 2016. “Pero eso se acabó: ahora llevo el sombrero de editora y me ha hecho ser más exigente, sé que me examinaría tantísimo que... Es curioso: hoy siento una vergüenza al escribir que antes no tenía”. Porque sí, desde hace un año, Carme Riera (“compartir nombre realcadémico es complicado”, dice de su feliz coincidencia con la escritora mallorquina) es editora, mirlo blanco según los entendidos del sector: dejó el periodismo tras pasar por televisión y una corresponsalía de un diario en París, cursó con brillantez el exigente Máster de Edición de la Universidad Pompeu Fabra y ha acabado ya, de momento, como editora adjunta de Literatura Random House.
Lleva tatuado en la cara posterior de su brazo izquierdo una chica en plongeon. “Sé alguna cosa de saltar al vacío… y volvería a repetirlos todos”, dice para responder a su acelerado y mutante cambio de tercio vital. Pero del oficio no espera nada distinto a lo que ha perseguido siempre en otras latitudes: “Busco voces que me hablen de la cotidianeidad de la vida tal como es, gente que quizá rastrea la belleza en los momentos que, en principio, no podemos tenerla, como hace James Salter”, cita, tras haber dejado caer previamente a John Cheever, Denis Johnson o Joan Didion. Ella aún no tiene un hijo literario propiamente dicho, pero persigue voces como la que pueda representar Eva Baltasar (Permagel), “una prosa fresca, que lo que escriba sea palpable, con imágenes no vistas, y que lo haga de tú a tú, que no me mire por encima del hombro; donde el clima sea otro personaje fijo; también me pierde la forma, interesantísima siempre”.
¿Y esa búsqueda puede aprenderse? “La parte práctica de la edición, la creación de una programación, cuándo y dónde poner un libro en ella, el tiraje, la edición tipográfica..., todo eso sí, claro, pero la sensibilidad no se puede educar”. Y ahí sale el ejemplo de un Jorge Herralde “que era ingeniero industrial”, a la vez referente profesional, como “los clásicos” Beatriz de Moura o Sílvia Querini. Entre los más cercanos en espacio y tiempo, Aniol Rafel y Eugènia Broggi. “Tampoco somos tan diferentes a los veteranos: quizá acentuamos como prioridad máxima el gusto personal; se creen su catálogo sin fisuras ni concesiones”.
Debe un editor, eso sí condición sine qua non, saber captar el air du temps, mecanismo que Riera dice que en parte tiene integrado por su ya viejo (¿?) oficio de periodista y por estar generacionalmente inmersa en las redes sociales, de las que ella admite ser una early adopter, de cuando aún no había ni aplicación por móvil de Twitter. “Ni que sean tres personas, la Red me ayuda a captar las preocupaciones de la gente y también la de mi generación”, compañeros de época que, admite, “leen muy poco: son muy inteligentes y muy buenos en su trabajo, pero no leen y se autoflagelan por ello; y luego, lo quieren arreglar abordando Ana Karenina en verano y lo acaban dejando, claro”. Son gente que “llega agotada a casa, con el trabajo que los desborda y que desconectan solo con Netflix o saliendo de copas, nunca abriendo un libro… Para eso, necesitas cruzarte en tu vida con un loco de la lectura, con tu bibliotecaria”, juguetea con su propio pasado. Y es importante hacerlo eso de leer, porque “aprendes más de la vida leyendo que viviéndola; encuentras lecciones en la vida de los otros; lo que lees te modifica un poco la tuya, si eres mínimamente sensible”.
“La novela es una suma de mentiras cuyo resultado es la verdad”, sostenía el gran Juan Rulfo. Pero la joven editora discrepa: “En la vida hay menos verdad que en las novelas sobre esa vida porque si no, ¿por qué escribirlas?”. Consecuencia: ¿Uno es lo que lee, que decía Joseph Brodsky? Chica de carácter, también matiza al Nobel: “Uno es lo que vive, antes que nada, pero lo que vivimos se complementa o modifica con lo que lees”. O sea, que lo que leemos nos cambia la vida… “O, al menos, la conforma de algún modo… Qué responsabilidad ser editor, ¿no le parece?”.
Tomado de (El País)