La dinámica de la globalización es inevitable, pero se está moviendo a contrapelo de los intereses del ciudadano común. Primero, la economía se puso al exclusivo servicio del mercado, luego la política al servicio de la economía, después la tecnología al servicio de ambas. Gracias a lo anterior, una red de intereses privados, tejida por encima de los intereses públicos, produjo una lex mercatoria omnipresente. Hoy existe un conjunto normativo supranacional, desligado del poder del Estado, con mecanismos autónomos de coacción. El Estado social, dio paso al estado fiscal y el principio de la solidaridad al de la competencia. Eso es una amenaza para la vigencia cabal del Estado de derecho.
El Estado resignó funciones en beneficio de lo global. Incluso renunció a la soberanía monetaria y a tomar ciertas decisiones políticas y judiciales. Es como si se hubiera vuelto neutro frente al advenimiento de su propia opacidad. Para los grandes líderes políticos del siglo xx la economía era asunto prioritario. Los técnicos estaban a su servicio. La política -y dentro de ella, la economía- eran debate doctrinario cotidiano, asunto de opinión pública, incluso de deliberación ciudadana y, sobre todo, de conveniencia social.
Pero ahora, la economía es una disciplina más bien esotérica, reservada a los técnicos, quienes la miran con cierta óptica matemática. Privilegian el sector financiero sobre el sector real, a pesar de que aquel simplemente especula, mientras este produce. Hay una globalización sin reglas que mira impasible cómo la economía se volvió una ortodoxia al servicio del dinero. Casi una teología del mercado. La economía, desde los griegos, supone una ética de los negocios. Pero se convirtió en una crematística que, también desde los griegos, tiene el propósito de obtener la mayor abundancia de dinero posible.
La democracia está saturada de contenidos extraídos del mercado y, por lo mismo, está prisionera de ellos. En esa medida resulta violentada en sus principios esenciales. La democracia no necesita de una igualdad medida en números, pero tampoco funciona cuando el 1% de los seres humanos tiene más que el resto de los habitantes del planeta y cuenta con un poder capaz de neutralizar al 100% de los Estados. La democracia es un concepto de hondo contenido político. Resulta sumamente difícil de aplicar cuando las Instituciones son superadas por el poder de ese 1% de dueños de casi todo.
La lex mercatoria no es solo una nueva expresión normativa. Es también una nueva racionalidad global que desdibuja el Estado de Derecho y lo neutraliza desde adentro. No lo amenaza, desde afuera, como los fascismos o los comunismos, ni siquiera como los populismos. Lo intimida desde esa curiosa lógica cuyo funcionamiento hace fraude a los principios jurídicos y a los valores constitucionales: Respeta las formas, pero viola los contenidos del sistema. Esa contaminación resulta letal.
Probablemente la realidad pre-pandémica era funcional a la racionalidad que hizo de la ortodoxia económica un dogma. Pero la dramática realidad de hoy impone revisiones. Creo que nadie, excepto el Estado mismo, está en capacidad de atender las urgencias sociales que trajo la crisis. No basta con una apelación, pura y simple, al gasto público. Es indispensable recuperar lineamientos del Estado de bienestar. En el caso colombiano, quizás bastaría, simplemente, con aplicar la Constitución del 91, de cuyo texto se desprende una ligazón entre Estado social de derecho y economía social de mercado. El primer paso es evitar que la sigan sustituyendo por otra, con más contrarreformas.
Augusto Trujillo Muñoz
Especial Pijao Editores