Por Marcos Cortés
El Espectador
Juan Carlos Rodas Montoya ha sido columnista en El Espectador por algunos años. En sus líneas ha ido desarrollando sus ideas sobre dos pasiones: el fútbol y la literatura. Dos campos de juego, porque sí. El lenguaje, como bien lo reconoció el gran Wittgenstein, es un juego que, como cualquier actividad, tiene sus reglas, que varían según su función, su contexto, poniendo de relieve el carácter contextual del significado de la palabras, es decir, otorgándole al lenguaje el carácter de actividad social, una vez más, como un juego, como el fútbol.
No sé si Rodas haya tenido en su mente las Observaciones o el Cuaderno azul de Wittgenstein. A lo mejor sí, no importa. Lo que es claro es que a través de la contemplación que este columnista, y también filósofo, hace del fútbol deja claro el nada banal significado que tiene este deporte en muchas de nuestras sociedades actuales.
Sus distintas columnas le han dado el material suficiente para conjurar un libro: El fútbol esa metáfora, epístolas públicas alrededor del fútbol, la filosofía y la literatura, que pueden intentar fungir como sistema filosófico (aquí algunos eruditos se rasgan las vestiduras) o como estrategia para leer el fútbol (y aquí, los especialistas en fútbol, que parecemos casi todos los colombianos, se mofan), para ambas, tal vez para ninguna.
“No sabemos cómo definir estas dos pasiones puesto que hay tantas definiciones como seres humanos”, dice el columnista y también filósofo en una de sus misivas. Su inusual explicación alrededor del fútbol a lo mejor le da excesiva atención a una actividad que muchos pueden considerar anodina, superficial, intrascendente.
Pero Rodas nos recuerda que el fútbol también despierta esos horizontes de la vida humana tan discutidos y paradójicamente tan inexplorados y simplificados por nuestros miedos e incertidumbres: el amor, la locura, la muerte. “El fútbol y la literatura habitan en el amor, la locura y la muerte, y estas, a su vez, moran en ellos”, otra atrevida sentencia que más adelante intenta justificar alrededor del Dasein heideggeriano.
Afortunadamente, Heidegger encarnó al ser, pero su finitud lo arrojó a un mar de sospechas sin una única definición, pero el lenguaje nos provee de morada, aunque sea provisional.
Y si el fútbol se juega, no se habla, pero es gracias a las palabras que existe, que lo odiamos, que lo amamos, que lo discutimos, es una morada del ser. El 10, por ejemplo, y esto lo recuerda Rodas, era el número perfecto para los antiguos griegos. El 10 marcado en la pechera de un jugador en una cancha lo corona de prestigio, de un aura de (cuasi) perfección. El 10 “representa al jugador que más recrea metáforas en la cancha (taquitos, globitos, gambetas, chanfles, chilenas, gafiaditas y sombreritos), a pesar de varios directores técnicos”, afirma Rodas en otro singular artículo (“Los a(fe)ctos en el fútbol y la literatura”).
El fútbol como la literatura, como la filosofía, intenta tramar un significado, y al hacerlo inevitablemente crea una estética, una ética y hasta una política. Hace que el mundo, nosotros y los otros se sienten, miren e interpreten de muy disímiles formas.
Como sea, ni el fútbol, ni el lenguaje, ni la literatura, ni la filosofía son actos naturales, son todos ellos productos de la desesperada actividad humana por darle orden a la entropía a la que se precipita incontestablemente el universo. Al menos así lo ha comprobado la termodinámica.
El lenguaje, como el fútbol, es un instrumento con el que le hacemos frente al mundo. Esa una metáfora, una ficción, una mentira que acordamos seguir, aun sin nuestro asentimiento, es una verdad, la verdad. Inventamos la existencia indudable de lo que hablamos sobre el amor, la justicia, la libertad. Asimismo intentamos reglas que creemos indudables sobre el fútbol: el offside, el tiro de esquina, el penalti, el “deber ser” de los jugadores en la cancha, de su técnico, del árbitro.
Fungimos como dioses en el fútbol y en el lenguaje, pero también esto nos recuerda nuestra finita condición: la necesidad del otro. Pues si el fútbol existe es gracias a la existencia de ese otro, lo recuerda Rodas en “La soledad es un balón que ya no está”, otra particular columna. El fútbol invoca una verdad ética indudable, el otro: “el fútbol se hizo para jugar en compañía, con otro, contra otro o a pesar de otro”.
Y aunque se puede jugar solo, contra la pared, pasándola de pierna en pierna, cabeceando, contra un muro, allí la soledad incluso es doble, “porque no hay palabras, no hay alegatos, no hay discusiones, no hay fonéticas, no hay otro”, afirma Rodas.
El libro de Rodas nos muestra el fútbol como el lenguaje, no como algo que debe ser primero hallado y explicado, sino ante todo vivenciado, como una experiencia vital que se da allí donde hay ser, existencia humana, donde hay otros.
Aunque a veces se torna rutinario o aburrido, el fútbol se imbrica en la vida humana tanto como el pan: “El pan no puede faltar en las recetas de las abuelas y el gol no falta en las narrativas de los abuelos”, dice en “El gol nuestro de cada día”. Y añade: “El fútbol mueve las mismas masas que el pan, la hogaza estética huele a gol, huele a pan recién sacado del horno”.
Podemos controvertir sobre el papel del fútbol como instrumento del poder, o del capitalismo global actual que aplana e invisibiliza el crisol de tradiciones alrededor del globo a favor de rendimientos económicos, o que funciona como cortina de humo para disolver las manifestaciones políticas más acuciantes del presente, etc. Pero al final, si existe una sentencia ante la cual se mueven las más profundas entrañas de creyentes y difamadores del fútbol (así sea para alabarlo o desacreditarlo), es la imposibilidad de pasar inadvertido ante un sonoro “¡Gol… hijueputa!”.