Revista Pijao
Las primeras detectives de la literatura
Las primeras detectives de la literatura

Por Carmen Morón

No crean que las mujeres detectives, sabuesas o investigadoras son cosa de la literatura policiaca de estos días. Ni mucho menos. Tampoco se agotó el modelo con Agatha Christie. El diario de Anne Rodway, publicado por Wilkie Collins en 1856 suele figurar como la primera historia protagonizada por una mujer detective, y las escritoras se incorporaron a este género apenas un cuarto de siglo después de darse por iniciado como tal con los famosos crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, en 1841. Muchas de ellas incluyeron a investigadoras en sus relatos. Fueron las primeras detectivas, valga el palabro, en un mundo cambiante donde también empezaba a haberlas de carne y hueso.

Aquellos personajes (las mujeres detectives) rompieron los principios de escayola de la época victoriana saltándose a la torera los roles establecidos. Unas porque eran pobres y necesitaban dinero que llevar a casa y las otras porque eran ricas y hacían lo que les venía en gana, todas se internaron en un mundo masculino hasta la médula, nutrido de criminales y policías en unas ciudades que entonces ofrecían poca protección y ningún sustrato científico para determinar la culpabilidad de los sospechosos. Anna Katherine Green escribió su primera novela policial, El caso Leavenworth en 1878 y pronto fue de lectura obligada en la Facultad de Derecho de Yale, porque incorporaba pruebas circunstanciales en sus relatos. También dio origen a esos finales en que se desentraña el caso en presencia de todos los sospechosos. Después vendría Miss Marple, pero ya la aguerrida detective Amelia Butterworth y Violet Strange habían dejado señales de su intrepidez en las páginas de la estadounidense Anna Katherine Green (1846-1935).

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, muchas mujeres, y también hombres, dieron vida a muchachas sabuesas que se remangaban las faldas para perseguir a un ladrón en bicicleta, montaban en tren, se calzaban su sombrero y salían a las bulliciosas calles londinenses o neoyorquinas en busca de aventuras. Si el año pasado Antipersona publicó Ladronas victorianas. Cleptomanía y género en el origen de los grandes almacenes, de Nacho Moreno Segarra, ahora Michael Sims compila 11 relatos bajo el título Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca (Siruela), en un momento “más que oportuno”, a decir del director editorial de esta colección, Julio Guerrero, “para dar visibilidad a las escritoras que se lanzaron en pos de este género”. La antología “pretende rescatar todas esas voces femeninas que no se conocen tanto”, como la citada Anne Katherine Green, pero también las contemporáneas Catherine Louisa Pirkis o Mary E. Wilkins. Un buen puñado de hombres eligió asimismo a mujeres detectives, como George Sims. W. S. Hayward, Grant Allen o Richard Marsh, cuyas historias recoge el libro.

A través de estos personajes femeninos los lectores pueden hacerse una idea cabal de la época en que se desenvolvían las mujeres en empleos mal vistos. En prácticamente todos los relatos, las investigadoras ponen excusas para trabajar en esos márgenes, bien sea la pobreza o la necesidad de ayudar a alguien, como una forma de redimirse por participar en aventuras impropias de señoritas. Pero las autoras, sobre todo, aprovechan también a sus protagonistas para lanzar alegatos marcadamente feministas, un movimiento que vivía entonces una época de grandes logros, con las sufragistas poniendo el sistema patas arriba.

Del caballo al tren

Estas obras encontraron un gran desarrollo y sus mejores escenarios en las ciudades anglosajonas, que entonces bullían con los avances de una revolución industrial muy consolidada. Por las calles de Londres y Nueva York se caminaba entre coches de posta y bostas de caballos, látigos, bicicletas y periódicos voceados por niños con gorra. Rateros, pillos y criminales en un tiempo de embrionarios proyectos para una policía profesional. Aquella sociedad se desperezaba de un siglo a otro entre el ruido y la carbonilla de los trenes, o como dice Michael Sims, en el clarificador prólogo del libro, “el siglo victoriano entró conducido por caballos y salió tras una máquina que escupía humo y se alimentaba de carbón”, en la que se diseñaron dorados y cojines de terciopelo para que viajara la reina y vagones de madera cruda donde se hacinaban los menesterosos. También ruedan automóviles, como el que conduce la detective Madelyn Mack con su amiga periodista Nora Noraker en El hombre que tenía nueve vidas, de Hugh C. Weir.

Pero de lo que se enamoró Inglaterra fue de los “caballos de hierro”. “Cómprese una bicicleta”, decía Mark Twain. “No lo lamentarán si viven para contarlo”. Y no exageraba, porque los accidentes se sucedían entre las mujeres ciclistas debido a los muchos adornos y la largura de sus faldas, que se enganchaban en los engranajes de las bicicletas, para regocijo de los sectores conservadores, que no veían con buenos ojos que las señoras sentaran sus reales en ese aparato del demonio.

Transitando por estos relatos verán también la evolución de un género literario que empezaba con toques oscurantistas y esotéricos —cuando los forenses pensaban que las mujeres asesinas solían ser peludas y de formas masculinas—, hasta dar cabida a los avances científicos. Se olvida con facilidad que hubo un tiempo en que nada se sabía de huellas dactilares, ni de ADN ni siquiera se podía determinar si la sangre derramada era de persona o animal.

En lo científico se han dado pasos de gigante; los coches de caballo son ahora aviones supersónicos; y la calaña criminal no deja de perfeccionar sus mañas. Sin embargo, ¿cuánto ha avanzado la lucha de la mujer por demostrar su capacidad sin pedir permiso ni poner excusas? Algunos párrafos reivindicativos de estos relatos siguen hoy en plena vigencia.

(Tomado de El Pais)


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