Por Christopher Tibble
Revista Arcadia
Son muchos los caminos que pueden tomar los herederos de los escritores a la hora de administrar su legado. Solo en el campo de la literatura abundan los ejemplos. Max Brod, el albacea literario de Franz Kafka, optó por ignorar las instrucciones de su amigo, que quería que se quemaran sus escritos, y en cambio decidió publicarlos. En la otra orilla, Stephen Joyce, nieto del autor de Ulises, se ha encargado en años recientes de demandar a biógrafos, académicos y músicos que pretenden citar la obra de su abuelo, e incluso llegó a destruir las cartas de su tía Lucía, cuya relación con el escritor irlandés ha generado interés literario durante décadas. Los herederos pueden, a su vez, tallar la imagen del autor mediante la supresión, como lo hizo la familia de García Lorca, que silenció durante décadas cualquier alusión a la homosexualidad del poeta granadino; o pueden, en dirección contraria, develar sin trabas su mundo interno, como ocurrió con Correr el tupido velo (2009), el premiado ensayo en el que Pilar Donoso, la hija adoptiva de José Donoso, sacó a la luz el lado más personal –y oscuro– del escritor chileno.
En años recientes, el mundo de las letras latinoamericanas ha presenciado un buen número de escándalos en torno a las herencias literarias. A comienzos de este año, la Fundación Juan Rulfo se retiró de la Fiesta del Libro y la Rosa para protestar contra la presencia de la mexicana Cristina Rivera Garza, que recién había publicado una lectura poco ortodoxa de la obra del autor de Pedro Páramo en su libro Había mucho humo o neblina o no sé qué. Por esa misma época, en la Feria del Libro de Guadalajara, tanto el crítico español Ignacio Echevarría como el editor Jorge Herralde acusaron a Carolina López, viuda del escritor Roberto Bolaño, de tener una “lista negra en la cual incluía a quienes osaran nombrar a la señora Pérez de Vega, la novia de Bolaño en los últimos cinco años de su vida”, como se lee en el editorial de la edición número 135 de esta revista. En el otro extremo de América Latina, María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges, demandó en 2011 al escritor Pablo Katchadjian por haberle agregado 5.600 palabras al cuento El Aleph. Aunque el abogado del acusado aseguró que se trataba de un juego intertextual, similar a los que hacía el autor de Ficciones, en noviembre pasado la justicia argentina lo procesó por defraudación.
Aunque cada uno de estos casos tiene sus características particulares, todos alumbran un debate tan viejo como sonado en las esferas de la cultura: ¿A quiénes les deberían pertenecer las obras de los grandes artistas? ¿Deberían ser custodiadas por sus herederos, como la ley lo estipula, o acaso, como en algún momento sugirió el cineasta Jean-Luc Godard, sus derechos no se deberían heredar porque a veces pasan a manos que no son las más adecuadas? En caso de que sus herederos no conozcan a fondo la obra del autor en cuestión, ¿deberían igual gozar de los derechos patrimoniales para realizar, autorizar o prohibir cualquier utilización que se quiera hacer de la creación, como su reproducción, comunicación, distribución, traducción o adaptación? ¿No es válido argumentar que, en su capacidad de develar las vicisitudes de la condición humana, estas obras les deberían pertenecer a todos?
Esta inveterada discusión cuenta con un protagonista en Colombia desde hace por lo menos una década, si bien hasta ahora poco se conocía del caso: el escritor de culto Andrés Caicedo, fallecido el 4 de marzo de 1977, a los 25 años. En el más reciente episodio de conflicto que ha enfrentado a las tres hermanas del caleño, quienes desde la muerte de su padre en 2010 son las albaceas de su obra, la sociedad que maneja sus derechos decidió no publicar el libro Correspondencia, que desde agosto pasado se venía gestando en las oficinas de la editorial del Fondo de Cultura Económica (fce). Al momento de su cancelación, el libro no solo contaba ya con un índice de 198 cartas y un prólogo escrito por sus editores, el cineasta Luis Ospina y el escritor Sandro Romero, sino que el FCE ya había entablado alianzas para presentarlo con el Museo La Tertulia de Cali, varias universidades del país y por lo menos tres ferias del libro latinoamericanas. La decisión se tomó por mayoría en asamblea: dos de las hermanas del escritor, María Victoria y Pilar, votaron en contra de que saliera, mientras que la tercera, Rosario, votó a favor de publicar todas las cartas. La razón de las primeras dos fue “sencilla”, según dijeron a esta revista: “Nosotras decidimos que la correspondencia de Andrés no debía ser publicada porque había sido escrita para unos destinatarios específicos”. Pero tanto María Victoria como Pilar, quienes en el pasado habían autorizado la publicación de varias cartas de su hermano, quisieron ir un paso más allá. En la entrevista que le concedieron a Arcadia, afirmaron: “Si pudiéramos dar vuelta atrás, jamás hubiéramos publicado ninguna de las cartas de Andrés”. Cabe destacar que ni María Victoria ni Pilar pudieron haberse leído la totalidad de Correspondencia, no solo porque la mayoría de las cartas eran inéditas, sino porque varias de ellas no estaban en su posesión.
¿Cómo se llegó a que las mismas hermanas que hace unos años accedieron a que salieran cartas íntimas de Caicedo, como las que redactó en el último día de su vida, así como extractos de los diarios que escribió en un hospital psiquiátrico, ahora se nieguen a que el público acceda a un tesoro que, según sus editores, es una hoja de ruta imprescindible para entender a uno de los principales escritores colombianos del siglo XX?
La deuda del padre
A pesar de haber sido un grafómano, Andrés Caicedo murió prácticamente sin dejar obra publicada. El atravesado (1975), la única novela que circuló durante su vida, apareció dos años antes de su muerte en una edición artesanal que le financió su madre. De escasos ejemplares, tenía como portada un garabato de Keith Richards dibujado por el mismo autor y, como editorial, la inventada Ediciones Pirata de Calidad. La novela ¡Que viva la música! (1977) solo apareció en el mercado un mes después de que Caicedo se quitara la vida, si bien él recibió un ejemplar el día antes de su muerte. Aun así, el caleño dejó en una serie de carpetas buena parte de su prolífica obra: cuentos, novelas inconclusas, críticas de cine, poemas, cartas copiadas al carbón, diarios. “Andrés dejó todo organizado para que se publicara –dice Rosario, 14 meses mayor que él y la más cercana al escritor de las tres hermanas–. Siempre he estado profundamente convencida de que Andrés premeditó a la perfección su plan de vida y de muerte”.
Al poco tiempo del suicidio, la madre de Caicedo “optó por guardar todo en unos arcones y baúles, colocarlos en el sitio que había sido el cuarto de Andrés, y les puso candado”, escribe María Victoria en el prólogo de El cuento de mi vida (2007), un libro compuesto por fragmentos de diarios que la familia publicó a los 30 años de la muerte del escritor. El que decidió quitarle el cerrojo al archivo fue Carlos Alberto Caicedo, su padre, quien “tuvo una epifanía en el minuto en que falleció Andrés y decidió conocer a su hijo muerto, como no lo había conocido en vida, leyendo y analizando sus escritos”, dice Rosario. No es ningún secreto que los dos hombres Caicedo tuvieron una relación compleja. En el documental Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1985), de Luis Ospina, Carlos Alberto relata la historia de cuando su hijo le mostró su primer cuento, “El ideal”: “Cuando él me lo presentó a mí, fue tanta mi admiración que mi pregunta fue decirle, ‘dime una cosa, ¿y eso lo escribiste tú?’... Él, en su fuero interno, nunca me perdonó que yo hubiera dudado de que él era capaz de escribir eso”. Pero tampoco es un secreto que, desde 1977, fue el papá quien se encargó de difundir la obra del hijo, labor que llevó a cabo con entusiasmo y sin reservas. “En varias conversaciones –dice el editor Mario Jursich, quien desde el FCE trabajó en el libro Correspondencia–, me enfatizó que él no había entendido a su hijo mientras estuvo vivo: ‘Lo que quiero hacer de ahora en adelante es lo contrario: comprender cuáles fueron sus razones’”.
En una bella carta fechada el 30 de abril de 1977 se puede leer la admiración que sentía Carlos Alberto por la prosa de su hijo, así como su deseo de que se dieran a conocer sus escritos. Es su respuesta a una crítica publicada por una señora llamada Joan Jelseg en el diario El Pueblo, en la que ella condena las temáticas de sexo y drogas de ¡Que viva la música! Dice así: “No le estará pasando a usted, distinguida señora, lo que aconteció a mi generación más o menos en los años 1930, que debíamos soportar el ver las películas recortadas pues si los enamorados se iban a coger de la mano o pretendían darse un beso, el sombrero ‘censor’ tapaba la imagen y dejaba en nuestras mentes ávidas y ansiosas la malicia del hecho ‘impuro’. Nuestra época actual, usted lo sabe, está caracterizada por el ambiente que describe Andrés en su novela. Tratar de ocultar esa evidencia es ignorar la realidad del mundo moderno, es divagar y desdibujar la verdad. No es ‘vivir en la basura’ tener la osadía, la franqueza y la entereza para describir ese mundo y no de cualquier forma, sino manejando el idioma de un modo muy personal. Esa obra tiene cuando menos un valor literario que usted desconoce, y en cambio sí ha sido reconocido y exaltado por muchos escritores y comentaristas de alta alcurnia intelectual...”.
Unos pocos buenos amigos
A comienzos de los años ochenta, Carlos Alberto les abrió el baúl de su hijo a Luis Ospina, amigo íntimo, y Sandro Romero, admirador suyo desde joven, quienes, asombrados por la cantidad de material inédito, pronto pasaron a convertirse en sus editores. “Una vez murió Andrés me preocupaba que su historia se fuera a perder, que cayera en la desmemoria –dice Ospina–. Él quería que todo lo que había escrito se publicara, y en el baúl Sandro y yo encontramos muchas. Los dos fuimos los que manejamos tácitamente sus derechos, junto a su papá”. Romero agrega: “Como lo dice el título del documental de Luis, Unos pocos buenos amigos, durante años fuimos nosotros los que lo representamos. Porque Andrés, en últimas, era un contestatario, una persona que se enfrentó a su clase, a su medio, a su familia, a su sociedad, a su ciudad, fue alguien que nunca quiso ser manipulado socialmente. Y Carlos Alberto siempre respetó esa decisión y nunca se entrometió en nuestras decisiones editoriales”. Ospina y Sandro se encargaron de publicar dos libros. De la mano de la editorial Oveja Negra sacaron en 1985 Destinitos fatales, una especie de tres por uno que incluía 15 cuentos, el libro Angelitos empantanados (que La Carreta, una editorial independiente paisa, ya había publicado en 1977) y la novela inconclusa Noche sin fortuna. Muchos años después, en 1999, publicaron con la editorial Norma Ojo al cine, un gigantesco libro compuesto por 124 textos de Caicedo sobre cine.
En ese orden de ideas, los dos editores también buscaron impulsar la publicación de la correspondencia del autor de ¡Que viva la música!, en parte motivados por las instrucciones de su amigo, quien en una carta de 1975 le había escrito al crítico de cine español Miguel Marías: “...Estimulado por tu ejemplo es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”. En un principio, Ospina y Romero quisieron incluir su correspondencia en Ojo al cine, pero desistieron conscientes de que el libro ya era de por sí muy grande. En vez, y con el visto bueno de Carlos Alberto, empezaron a publicar las cartas a cuentagotas: en 1996 aparecieron nueve en el primer número de la revista El Malpensante y, una década después, en 2007, circularon varias en dos ediciones de los Cuadernos del cine colombiano de la Cinemateca Distrital de Bogotá, seleccionadas y presentadas por Ospina. Vale aclarar que las primeras cartas de Caicedo en ver la luz aparecieron a finales de los setenta en el suplemento dominical de El Pueblo de Cali, gracias a la labor de su editor, Hernando Guerrero, fundador de la comuna artística Ciudad Solar en los años setenta y otro buen amigo de escritor.
Ahora, ¿por qué publicaron sus amigos estas cartas? ¿Por qué querían sacar el libro con el FCE? “Andrés era una persona que no se comunicaba muy bien hablando. Además de ser tartamudo, no se expresaba bien, le huía a la conversación. A veces me decía ‘No, mejor te escribo’, y al día siguiente aparecía debajo de la puerta de mi casa una carta de diez páginas –afirma Ospina–. Sus cartas son muy reveladoras de su personalidad, del espíritu de la época, y desde luego están muy bien escritas. Él las redactaba varias veces antes de enviarlas, hacía varias versiones. Andrés tomó el género epistolar como uno más de su literatura”. Jursich agrega: “En un día [él] podía escribir nueve o diez cartas en las que hablaba de todo: de sus pasiones cinéfilas, de sus tormentos existenciales, de sus dudas frente a la vida. Leídas en conjunto, estas cartas forman una autobiografía involuntaria y un retrato absolutamente vívido de la generación nacida en los años cincuenta”.
Pero quizás el mejor resumen del alcance de las cartas del escritor se encuentra en el que habría sido el prólogo del libro del FCE: “En su Correspondencia está todo: el teatro, la crítica de cine, el cineclubismo, la ciudad de Cali, las drogas, los amigos y parientes vistos como si fuesen exquisitos interlocutores, Bogotá, el amor loco, los hospitales psiquiátricos, el rechazo al mundo intelectual colombiano, la esperanza del reconocimiento internacional, su humor descachalandrado, su tristeza, su poder para enfrentarse al orden, su destino fatal”.
La caja de Pandora
El primer atisbo de las grietas que se crearían a futuro entre las hermanas Caicedo ocurrió durante la elaboración del libro El cuento de mi vida (2007), según relata Rosario, cuando las tres asumieron un papel más activo a la hora de manejar el legado literario de su hermano, en parte porque su padre ya se encontraba disminuido por la edad: “Yo no diría que hubo censura, pero sí que se empezó a notar una tensión, pues era un tema muy íntimo y nosotros como familia poco hablábamos sobre la muerte de Andrés. Hubo apartes que se quitaron porque mis hermanas, que no conocían a fondo su obra, no querían que salieran los nombres de sus amigas, algo que yo entiendo. Pero digamos que ahí se abrió la caja de Pandora”. Esa primera desavenencia se tornó en un conflicto abierto un año y medio después, cuando apareció el escritor chileno Alberto Fuguet, quien tras leer Ojo al cine en Lima se fascinó con la figura de Caicedo y en la FIL de Guadalajara, en 2007, le propuso a la familia y a la editora María Elvira Bonilla escribir su biografía: “Me acuerdo de que se me hizo un escándalo que en España no lo hubieran publicado y que en Colombia aún no fuera parte del canon. Así que quise hacer un libro grande, pero en Cali me encontré con que todo el mundo tenía historias contradictorias sobre Andrés. Así que renuncié a la idea de hacer una biografía y en cambio hice una especie de montaje con sus escritos, que titulé Mi cuerpo es una celda y que salió en 2008”.
Durante el proceso de edición de libro, Fuguet se enfrentó en dos ocasiones con las hermanas mayores del caleño, María Victoria y Pilar: “Ellas sí vetaron cierto material, pero no quiero usar la palabra censura porque llegamos a un acuerdo”, afirma. En primera instancia, según el autor de Sudor, “Pilar se molestó porque yo había dejado pasar una línea en la que Andrés se reía de la familia Urdinola de Cali. Ella me pidió que lo quitara, pues Lily Urdinola era una señora muy elegante casada con el embajador chileno en Washington”. El segundo reclamo no solo molestó al chileno sino que también molestó profundamente a Rosario, quien trabajó con el chileno en el borrador del libro: prohibieron que saliera una carta de Andrés al escritor barranquillero Jaime Manrique en la que el autor de Ojo al cine confesaba haberse dejado acariciar por su interlocutor. Rosario no tardó en decirles de inmediato a sus hermanas: “Les dije que eso era censura, no solo homofóbica, sino literaria”. Según Manrique, desde hace décadas radicado en Nueva York, “legalmente las hermanas tenían el derecho de hacer lo que quisieran, porque él no especificó cuando murió qué quería que pasara con su obra, pero moralmente creo que censuraron la carta por la misma razón que muchas familias a lo largo de la historia han censurado aspectos de la vida de los artistas: para tratar de controlar su imagen pública”.
Si bien tanto Pilar como María Victoria prefirieron no hacer comentario alguno sobre ese episodio, en unas cartas dirigidas a esta revista en 2011 sí dejaron entrever su disgusto con el hecho de que se hablara en público sobre la sexualidad de su hermano. Ambas misivas, publicadas en la edición número 70 de Arcadia, fueron una reacción a la portada del número anterior, un ensayo titulado La sexualidad de los angelitos que se preguntaba por la orientación sexual de Caicedo. En su carta, María Victoria escribió: “¿Hay necesidad de mirar la obra de Andrés Caicedo buscando si era homosexual? Su obra y su persona merecen respeto y nada aporta el hecho de que fuese o no homosexual. La sexualidad es un tema privado que a nadie le compete averiguar”. Pilar, por su lado, optó por hacer referencia a un fragmento de la correspondencia de su hermano: “Como dijo en una de sus cartas (publicada en Mi cuerpo es una celda): ‘Dejo algo de obra y muero tranquilo’. No murió tranquilo, estoy segura; pero sí dejó obra. Allí está, esa es Andrés Caicedo, y esa obra es lo que importa. Lo demás es su vida privada”.
Rosario, en cambio, tomó la postura opuesta en una entrevista que complementó el artículo La sexualidad de los angelitos, y que apareció en ese mismo número: “Me parece fabuloso [hacer una relectura desde la sexualidad]. Me parece que permite ver a un Andrés más total. Y me parece importante que se haga: en el momento en que él vivió no había un lenguaje para hablar de las sexualidades alternativas. No había un sentimiento de identidad ni de orgullo. Pienso que en la medida en que más se conozca a un escritor mejor se entiende su obra”.
“Andrés le pertenece al mundo”
En referencia al libro Correspondencia, por el momento solo se puede especular si la decisión de las hermanas mayores de vetar su publicación tuvo como punto de partida el deseo de controlar su imagen pública (la carta a Manrique estaba incluida en el índice) o si, en cambio, nació de un deseo de proteger su intimidad. En todo caso, de poco sirve desconocer el valor literario del trabajo epistolar de Caicedo, quien con tanto esfuerzo pulió sus cartas. Valga recordar que él mismo consideró que en ellas se encontraría “algo de lo mejor” de su obra, una opinión compartida por quienes mejor conocen su trabajo, como Ospina, Romero, Jursich, Fuguet y Rosario. “Para mí María Victoria y Pilar no son las enemigas, pero creo que deben aprender a confiar en los que saben del tema, y no pensar en las personas que quizás podrían resultar heridas. Andrés le pertenece al mundo, no a ellas. Eso es algo que tienen que entender”, dice el chileno. A esa lista de expertos se le podría sumar, sin duda, el nombre de Carlos Alberto. A la pregunta de si él creía que el papá se hubiera opuesto al libro de la correspondencia, Jursich contesta: “Al contrario. Estoy segurísimo de que él, sabio como era, hubiera visto con beneplácito la publicación de las cartas”.