Revista Pijao
La lectura en los tiempos de las redes sociales
La lectura en los tiempos de las redes sociales

Aludiendo a la exagerada afición de don Quijote por la lectura de libros de caballería, dice don Miguel de Cervantes Saavedra, que “… se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio”. Por ahí quiero empezar esta pequeña manifestación sobre la lectura, en estos días en que la desmedida información nos abate y nos destruye la pequeña, pequeñísima posibilidad de vivir sin la incertidumbre de la fatalidad y sin la sombra, tenebrosa y abrupta, de la falsedad. Libros hay muchos, lectores no tantos. Más escritores que lectores en un mundo que ya no lee. Que no lee en el sentido estricto y profundo de la palabra. Que no lee a pesar de las estadísticas, a pesar de los miles de lectores que están en todas partes, de los muchos libros que se venden, de los muchos que se publican y se escriben. A pesar de las redes sociales y de los debates y de las eternas constancias de fe en la lectura. Y lo digo desde mi experiencia de profesor y de lector, quizás de apasionado lector. Y desde unos números recientes en los que todas las áreas de la economía crecen mientras la de libros baja, casi que estruendosamente, para alegría de algunos. 

No quiero acudir a los recuentos ni a las usuales encuestas que nos dicen cuánto se lee y quiénes leen. No. Quisiera devolver el carrete y preguntar qué es leer y qué leer. Qué es leer en estos tiempos de teléfonos inteligentes, de computadores, de redes antisociales, donde el ser humano vale tan poco. Qué es leer, cuando conversar ya no es un hábito de los únicos seres que pueden leer en el universo. De los únicos que tienen un lenguaje estructurado. De los únicos que cuentan el infinito de los números y pueden aprender a sumar y restar, multiplicar y dividir.

En esa experiencia de profesor se pueden descubrir muchos y complicados problemas de comunicación, muchas alteraciones de la razón que se han ido forjando desde hace tiempos. La comprensión del texto leído se ha trasformado en una desmedida, y apocalíptica, vocación por la libertad de pensamiento y se ha ido evaporando la lectura crítica para convertirse en cualquier cosa, en cualquier idea, si sabemos, claro está, qué es la idea. La idea, esa entelequia moderna que hemos creado con una obstinada pasión por la búsqueda de la perfección, que es todo lo contrario, como un oxímoron. Dice Oscar Wilde, con la más aterrizada de las razones, que “Una idea que no es peligrosa no merece ser idea”, y ahí está, entonces, la síntesis, perfecta, de lo que es la idea, y de ahí surge, también, la formidable razón de la lectura. La razón a la cual debemos convocar en estos tiempos de pocos lectores y de muchos libros. En estos tiempos de la inutilidad del pensamiento porque hemos sido reemplazados por unos aparatos bautizados, miserablemente, con el adjetivo inteligente. 

 

Trillada, pero cierta, como tantas cosas trilladas que oímos y decimos todos los días, la lectura es una necesidad del ser humano. Casi que una necesidad biológica, como un alimento que según como se use sirve o arruina la vida, y esto hay que contárnoslo todos los días. Una necesidad urgente. Y saber, además, que hay muchas lecturas y tendremos la obligación, imperiosa, de saber qué debemos leer. Y si nos va la vida como maestros, tendremos que ser un poco los dietistas para las nuevas generaciones, es decir, tenemos que construir un muro de las lecturas convenientes, para no intoxicar la consciencia. Tenemos que asumir el reto de decir -hoy sí- que hay lecturas buenas y lecturas malas, que no todo lo que leemos es bueno, que muchas cosas que leemos no nos sirven para nada, y eso es lo malo. Que las pantallas nos vuelven ciegos, que es lo que unos cuantos quieren. Ciegos para las letras, pero no para la esplendidez de la fanfarronería, esa que campea por todos los medios, por las sordinas violentas de uno o varios mesías que le dan uso desmedido y vergonzante a las aciagas redes sociales. A las criminales redes sociales. A las intrigantes redes sociales. Tan útiles a veces, tan nefastas casi siempre.  

 

Que lean lo que quieran se dice a veces, pero que lean. Y eso está bien en ciertos momentos de la vida, como sucede con los alimentos. Leche podemos tomar hasta cierta edad, de ahí en adelante, es mejor no tomarla. Y a los niños no se les debe dar azúcar en los dos primeros años de su vida. Leer de todo se puede hacer hasta cierto momento, de ahí en adelante hay que buscar la lectura que sirva para cambiar nuestra permanencia en el mundo, hacerla más grata, más precisa. Más consecuente con el destino, y la condición, hoy arrebatada por el poder de unos cuantos, de la inteligencia, de la razón, de la ponderación, de la felicidad. Este mundo desigual y violento en el que vivimos requiere de lectores avisados, que entiendan que los déspotas de estos tiempos ni siquiera pueden llevar el grato título de ilustrados, como lo llevaron algunos, pocos es cierto. Es complicado ser déspota e ilustrado a la vez, como que son antónimos. Un ilustrado difícilmente puede ser déspota. No lo acepta. 

Leer para cambiar el mundo. Eso hay que decirlo. Medicina del alma, era la inscripción que se encontraba a la entrada de la biblioteca del rey Osimandia de Egipto. Convencernos de que cientos de miles de jóvenes están esperando que les digan cuánto vale leer y cuánto se gana leyendo. Leer para alimentar la vida. “Del espíritu del lector depende la suerte de los libros”, decía el gramático latino Terenciano Mauro. Aquí podríamos volver a Oscar Wilde, e interpretarlo convenientemente, “Es absurdo tener una regla rigurosa sobre lo que debe o no leerse. Más de la mitad de la cultura intelectual moderna depende de lo que no debía leerse”, decía. García Lorca, en tanto, indicaba dime qué lees y te diré quién eres.  

 

La historia no miente. La historia construida por los seres humanos está ahí, con sus inmensos defectos y con sus aciertos. Y tenemos la misión de ser protagonistas de esa historia. De intervenir el destino. Construir un poco más, como educadores, el mundo para fortalecer la presencia de tantos jóvenes que llegan, obligados o no, a redimir sus escasas luces por el conocimiento y por la felicidad. Tenemos pocos modelos para mostrarles a estas generaciones que sean, en realidad, tesoros inigualables de lucha, de tesón, de honradez, de lealtad a la sociedad. Con frecuencia ponemos como ejemplo a quienes finalmente son sórdidos personajes, acaudalados, poderosos, pero siniestros y perversos. 

 

Sí. Propongo volver a una lista de lecturas indispensables. Propongo leer en papel, volver al libro como obra de arte, como artilugio intenso, como instrumento fastuoso y revolucionario, como un arma contra la ignorancia y la insulsez. Propongo que las redes sean usadas para insinuar las lecturas, los libros y las propuestas que nos permitan forjar nuevos hombres y nuevas mujeres, democráticos, sencillos, tranquilos, generosos, solidarios, justos, alegres, dispuestos y sabios. Propongo que los seres humanos seamos humanos y para ello propongo leer cientos de libros que están ahí, que resuenan desde hace lustros de lustros. Novelas, cuentos, poesía, ensayo, teatro. Volvamos a la literatura, a la historia, a la filosofía. Dejemos por un tiempo todas estas sagas del desastre, todos estos libros de la superación y el desencanto, toda esta falsedad del saber limitado, toda esta veneración por el individualismo, por el aislamiento, por el no mirar a los ojos, por el no ver al Otro, al diferente.

Por último, volvamos a las listas de los clásicos y de los modernos que puedan enseñar a leer, a pensar, a escribir, a decir, a moderar, a cantar. Que indiquen caminos y nos den tiempo de responder. Leer contra la rapidez de los tiempos, leer para evitar que los rayos azules y blancos de las pantallas nos quiten la visión de la tipografía, del arte en toda su genial extensión.  Estas últimas palabras las cedo al escritor y periodista español Wenceslao Fernández Flórez, que en su libro Las siete columnas dijo: “No debe leerse nunca a un mal escritor, ni aun para desdeñarlo. Siempre hay un grumo de tontería que se pega. Es como estar junto a una persona que tiene un estribillo. Se comprende que es una abominable manía, pero termina uno aceptándola”. Estas palabras son para increpar, desde todas las tribunas, la falsedad y la inutilidad de las redes sociales. Un atrevimiento, lo sé, en estos tiempos de afanes, de indecencias, de falsedades y de insipidez. Nada pasará luego de esta ponencia. Quizás sea lo mejor. 

 

Tomado de *Luis Fernando García Núñez. Profesor, escritor y periodista. Colaborador literario de Libros & Letras.


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