Por Luciana de Mello
Página 12 (Ar)
En un tiempo incierto, la Argentina ha resultado vencedora en la guerra de Malvinas, los locos se quedaron a vivir en Buenos Aires y la capital del país se trasladó a Rawson. Un funcionario gris transcribe documentos y llena formularios mientras narra el presente desquiciado de una nación que se pierde a sí misma mientras construye el relato de su victoria. El proyecto al que se aboca el cuerpo entero de la burocracia estatal depende de la elección de la mejor carne: hembras vacunadas y bien dispuestas al sexo furtivo como ofrenda de salvación y descendencia para un puñado de héroes apestados que quedaron varados en las islas del lejano sur. Nación vacuna es una novela cien por ciento argentina porque las formas de la estafa se multiplican desde un discurso quebrado y vacío de sentido, que sin embargo sirve para eslabonar los cuerpos y las conciencias de una sociedad que sobrevive de digerir con fervor sus propias mentiras. Este año, Fernanda García Lao también publicó Dolorosa, su segundo poemario en el que el imaginario simbólico del cristianismo es puesto también en el lugar del fraude: la soledad de lo humano ante las imágenes de un dios creado para evitar mirarse en su bestialidad más pura.
En estas dos escrituras convergentes de Fernanda García Lao hay un diálogo con las ramificaciones de ese plexo que es el exilio. Ese primer destierro que marcatodos los demás, es de alguna manera el vaso litúrgico y sanguíneo que recorre y se derrama en una obra en la que se van recreando los distintos exilios: el de la fe, el del cuerpo, el de la patria, el exilio que representa esa extensión enorme que es el cuerpo del padre, despedido para siempre en otra tierra. En Nación Vacuna, como en Dolorosa, no hay fe ni tierra a la que se pueda terminar de volver. La vuelta, en todo caso, es siempre una mentira. Y por eso el protagonista como el yo poético se preguntan por el sentido de esa palabra. En la escritura de Lao subyace la pregunta ¿Qué de todo lo perdido se puede recuperar? ¿El amor de los padres? ¿La perplejidad ante el lenguaje? El deseo nítido, la pureza o la certeza de que no somos mejores que las bestias?
Tanto en Nación vacuna como en Dolorosa, el cuerpo y la palabra compiten en protagonismo. Esta es una novela de angustia existencial, del no saber para qué. ¿Es por eso que el narrador se aferra a las palabras buscando su sentido en el diccionario etimológico?
–En toda la novela está el fantasma de mi padre. Ese diccionario me remite a él. Cuando le preguntábamos por alguna palabra él te desnudaba la raíz y te decía: y a usted qué le parece que quiere decir? Nunca te lo daba servido, y esa herencia fue fundamental a la hora de pensar el lenguaje. Además yo soy muy fanática del diccionario etimológico. Lo tengo lleno de hojas secas, que es como naturaleza muerta, como revitalizar eso que está ahí. Las palabras para mí tienen cuerpo y hay que agitarlas para que se pongan en funcionamiento. Además Jacinto es un funcionario administrativo que se dedica a pasar a máquina, también hay algo ahí de mi propia experiencia con la máquina de escribir de mi viejo. Eso de tocar un instrumento del que salen letras en vez de música. Fue lo primero que en el exilio viajó con nosotros en el avión. Lo demás vino en barco. Yo la usé luego, una lexicon 80. Me acuerdo que cuando era muy chica se me metían los dedos entre los vacíos de las teclas y sangraba y me parecía que eso era muy trágico y que estaba muy bien.
¿Cómo fue la escritura de los poemarios con respecto a Nación vacuna? ¿Cómo intervino una escritura en otra?
–Carnívora convivió con Nación vacuna y cuando terminé la novela escribí Dolorosa porque me había quedado sin proyecto. Me pidieron un poema para una antología, y entonces escribí todo el libro. Me había quedado un poema de Carnívora que era “Dolorosa”, porque me pareció que no tenía que ver con el otro, y recuerdo que había quedado solo en la carpeta de poemas como exiliado del otro libro. Y dije: acá hay algo muy potente que me da ganas de indagar, que tiene que ver con mi pequeño pasado santo, el cual me duró poco. Un día mi hermana se negó a seguir yendo a misa y ganó nuestra libertad, la de las hijas, de quedarnos en casa los domingos. Pero hasta ese momento yo había padecido una especie de fiebre mal asimilada en torno a la religión, sobre todo a la mise en scene, la misa, lo teatral, el rito conocido por todo menos por mí, ya en ese momento me sentí extranjera, todavía no me había ido al exilio pero desde chiquita ya tenía un problema de integración. Me atraía mucho la iconografía católica, por salvaje, por erótica. Hay todo un territorio del lenguaje que es muy enigmático, muy ambiguo. Santa Teresa por ejemplo habla del amado, una especie de entrega física y espiritual donde hay que lastimarse para querer y para ser aceptado.
Es el esqueleto del amor romántico. En Dolorosa le clavás una daga en el costado al amor romántico. Y luego, en Nación vacuna estamos frente al desierto del amor. La imposibilidad total del amor donde sólo hay lugar para lo primitivo. Lo primitivo de la fe y lo primitivo de la sexualidad en la novela.
–Esos coitos en la carnicería, entre los ganchos de carne y la tanga colgada en realidad aparecieron en forma de imagen y no de conceptos. Lo que pasa es que cuando uno se pone a escribir empieza a llamar a determinados universos que son parientes. Y que en la escritura aparecen, los convoca la palabra, no la razón. Y ahí creo que en el territorio de la oscuridad es que me gusta prender algunas luces y ver qué aparece. Creo que hay un submundo que está entrelazado entre el horror, la poesía, el cuerpo, el deseo reprimido, la pelea con el padre, la madre como objeto de lógica sin sentido. Mi descreimiento de la psicología por otro lado.
¿Esta novela es el texto más argentino que escribiste?
–Sí. Se ve que necesitaba tiempo para reconocerme a mí misma como argentina. Porque yo me fui a los diez años y cuando regresé no quería venir. Detestaba Argentina. Me parecía un país asesino, falso, lleno de hipócritas y machistas. No podía creer el nivel de machismo callejero, doméstico, laboral. El asunto del cuerpo y de la mujer y del deseo, esto del “buen lomo”. Por eso me fui de nuevo a España, pero una vez que pasé por esta picadora, tampoco encontraba sentido allá. Me daba la sensación que aquello era otro imaginario que no encajaba con el mío. Porque más allá de no querer estar, me pasó que me crucé con un montón de gente que sentía hermana. Gente de ningún lado, gente armada en familias importadas, ensambladas, con más libertad en el sentido de construcción de afecto. Hay una soledad compartida en el poemario y en Nación vacuna, donde los personajes, vaciados de todo afecto, encuentran en el sexo el único vínculo físico que pueden sostener por minutos. En Dolorosa, esa soledad encuentra su vinculación en la práctica del sexo solitario como en la oración sin fe, insultando a dios siempre en privado. No encuentro ninguna otra disciplina en la que confluya el pensamiento de la humanidad. Y me sorprende cada vez que me siento a escribir, por eso siento que cobra un sentido vital la escritura en mí.
¿Y la soledad?
–Durante todas las mudanzas que tuve, que fueron 28, lo único que yo me llevaba siempre, porque obviamente fui dejando, perdiendo y eligiendo cosas, lo que siempre me llevé a todas ellas fue un fajo de cartas. De cartas recibidas, casi todas con el celeste y blanco. Pero también estaban las españolas, las rojo y amarillo. Y algunas francesas, pero todas esas cartas eran las que contaban quién era yo en el relato de otro. Por otro lado me llevaba a esos otros conmigo. Porque en el exilio, la muerte de mi padre fuera de su patria, el regreso acá con mi madre –que no es argentina– siempre estábamos condenados a que hubiera uno de nosotros que se quedaba afuera. Creo que todo eso te da una noción muy acabada de lo que es la soledad. Es perder todo. Perdimos todo menos la palabra. Por eso es tan horrible cuando se le saca la palabra a alguien.
Fernanda García Lao habla con un ritmo y una cadencia que acaso se le podría atribuir a ese acento español que la hace una escritora de dos aguas, de una lengua que se detiene gozosa en el paladar hasta que llega el vos imperativo del Río de la Plata. Sin embargo, el compás de su hablar está vinculado más al tiempo en la espera de la palabra justa, cuando mastica y busca las palabras reteniendo de alguna manera su sentido en cada frase.
¿Cómo se digiere una nación vacuna? ¿Hay salvación posible? En Dolorosa no hay fe pero al final hay un pedido de piedad.
–Creo que siempre pido piedad. Bernabé, en Muerta de hambre, también decía todo el tiempo: “tengan piedad conmigo”. Yo creo que la inteligencia siempre duele y que muchas veces lastima. Siempre con la palabra, no en los actos. Entonces es una herramienta a la que le temo también. Por eso es difícil hablar del objeto literario sin mentir. Porque uno por aproximación dice que sabe lo que hace y en realidad no sabemos nada. Es como si hubiera fotografiado un lugar que quedó bajo el mar y al que no se pudiera regresar.