Por Eduardo Lago Foto Pascal Perich
Revista V
James Wood (Durham, Inglaterra, 1965) es uno de los críticos más respetados del mundo anglosajón, y aunque no son pocos quienes piensan que su visión de la literatura es en exceso rígida y conservadora, para muchos es el modelo ideal de equilibrio, lucidez y honestidad que ha de tener quien ejerce su oficio. Para el escritor y ensayista inglés, la práctica de la crítica literaria es un servicio público, y desempeñarlo de manera oscura o sinuosa, una suerte de delito. James Wood es un clasicista en el pleno sentido de la palabra. En una era presidida por el exceso de información, el poder omnímodo de la imagen y la posibilidad de acceder de manera instantánea a infinitos recursos tecnológicos, Wood sostiene que la literatura sigue siendo el instrumento más adecuado que tiene a su disposición el ser humano a la hora de intentar darle un sentido cabal al caos de la existencia. Para Wood, lejos de haber muerto, como se proclama tantas veces, nada puede superar el valor de una novela si lo que se quiere es afrontar directamente el enigma de “la verdad” (término central de su vocabulario). En su sistema de valores, literatura y vida son términos intercambiables.
Hijo de un reverendo anglicano, Wood cursó estudios de música en el colegio catedralicio de Durham, completando su formación primero en Eton y más adelante en el Jesús College de la Universidad de Cambridge. Inició su andadura como crítico en The Guardian, donde creó escuela. En 1995 se trasladó a Estados Unidos. Tras colaborar durante largos años con The New Republic, prestigiosa revista cultural independiente, pasó a formar parte del equipo editorial de The New Yorker. Desde 2003 ejerce la docencia en la Universidad de Harvard, donde es titular de la cátedra de crítica literaria. Autor de varios volúmenes de ensayos, recientemente han aparecido en España dos: Los mecanismos de la ficción (2008), su trabajo más conocido e influyente, y un ciclo de conferencias reunidas en 2015 bajo el título de Lo más parecido a la vida.
PREGUNTA. Además de ocuparse de los clásicos, ha escrito sobre autores contemporáneos que, cultivando literatura de rigor, han conseguido llegar a millones de lectores, como Elena Ferrante, Karl Ove Knausgård y Zadie Smith. ¿Ve algo común a todos ellos? ¿A qué se debe el enorme interés que han despertado a escala internacional?
RESPUESTA. Son escritores muy distintos y si reflejan algo es el hecho de que hoy nadie tiene una idea fija sobre cómo proceder con la ficción. Ferrante es la más convencional. Knausgård y Smith son buenos ejemplos de la lucha con la forma que caracteriza a la escritura contemporánea. Su relación con el realismo es problemática, y no consiguen resolverla. Pese a que llevan a cabo una crítica de sus métodos, al final, extrañamente, vuelven a él. El cansancio de Knausgård con las formas convencionales del realismo es perfectamente perceptible, pero lo que hace es explotarlas por medio del recurso al detalle sometiendo a la autobiografía a un nivel máximo de presión. Irónicamente, lo que hace es resucitar el sueño decimonónico de la novela como receptáculo de la totalidad de lo real. Mi lucha me recuerda al Tolstói de Infancia, adolescencia y juventud, lo cual pone de relieve lo anticuada que es su idea de escritura. Por otra parte, está la cuestión de la verdad de la ficción (para mí, el tema más candente de la literatura norteamericana, aunque ninguno de los tres autores que estamos comentando lo sea). Las respuestas de Knausgård y Ferrante son antitéticas. Knausgård expone su vida, aparentando crear una novela, y Ferrante la oculta creando un simulacro que es la pantalla de la ficción, simulando inventar una autobiografía.
P. El cansancio del que habla ¿no es la característica principal de la literatura que se escribe hoy? La insuficiencia de la ficción es patente en una línea de escritores que va desde Sebald hasta DeLillo. Buscan nuevas formas que compensen las carencias de la ficción, sin atreverse a abandonarla.
R. Es un asunto espinoso. Me interesa el concepto de forma ficcional que formuló Henry James en 1890 recogiendo la idea de Flaubert según la cual la ficción es una forma que el escritor erige frente a la infinitud de lo real. Las cuestiones humanas no se detienen en ningún lugar, se siguen extendiendo de manera indefinida, y el dilema del artista es cómo dibujar un círculo capaz de acotar esas conexiones en expansión constante. La realidad es infinita y lo que el artista tiene a su disposición es un objeto de gran belleza que es la forma de la ficción. Dentro del círculo que el escritor traza en torno al magma de lo real elige lo que quiere cargar de significado, todo el esquema de las pasiones humanas, representándolas de una manera que no se dan con facilidad en la vida real, provocando así un placer que sólo es capaz de proporcionar la ficción.
P. ¿Quiénes le influyeron más cuando empezó a ejercer de crítico?
R. George Orwell y Virginia Woolf. Sus ensayos están marcados por una pureza y autenticidad que se deriva de que ninguno de los dos fue a la universidad. Además, para los dos la escritura era algo vital a un nivel primario: era su manera de ganarse la vida. Con el tiempo me volví más académico y acabé interesándome por críticos como Roland Barthes o Theodor Adorno.
P. Se le acusa de ser refractario a las innovaciones formales, como dejó claro en un artículo en el que, arremetiendo contra Zadie Smith y otros escritores, acuñó el célebre marbete de “realismo histérico”.
R. Lo que decía en aquel ensayo en el que también hablaba de DeLillo, Pynchon, Salman Rushdie y David Foster Wallace, es que creo ver una crisis en la ficción contemporánea que sigue sin resolverse. Me interesa una cierta confluencia que podría denominarse “gramática de la inspección de lo real”. Todos esos autores buscaban reventar la gramática del realismo desde dentro. Se sentían incómodos usando sus fórmulas, pero en lugar de modificar sus mecanismos lo que hicieron fue recurrir a un exceso de exuberancia cómica, una exacerbación de la locura que hay en la realidad que los rodeaba. Me interesa la literatura como juego, la exploración de los recursos cómicos. Cervantes, el Sterne de Tristram Shandy, Diderot, lo hacen de manera magnífica, pero autores como Wallace sitúan el recurso a las digresiones en otra dimensión. Una cuestión que hace mucho tiempo que me preocupa es la diferencia entre la comedia de la cultura y la comedia del personaje. En mi opinión, hablando en general, a los novelistas norteamericanos y Wallace es un ejemplo, se les da muy bien la comedia cultural. Miran a su alrededor y la sociedad norteamericana es algo enloquecido, posmoderno y salvaje, y sacan mucho partido criticándola, satirizándola, usando nombres comerciales, jergas y lenguajes híbridos. Pero la comedia de personaje es algo mucho más profundo, y ésa es la lección inolvidable de Cervantes. Lo que me interesa es la profunda comedia del yo. Para mí ésa es la verdadera tradición cómica, patente también en autores como Chéjov. La literatura es lo más cercano a la vida y su interés en la manera artística de realizarla es ver cómo los humanos se leen mutuamente a un nivel muy profundo.