Revista Pijao
Jairo Rojas Rojas: “La escritura es un mandato”
Jairo Rojas Rojas: “La escritura es un mandato”

Por Leopoldo Plaz

Especial para El Nacional (VE)

Infancia

Nací en el Hospital de la Universidad de los Andes, parido con mucho dolor. Me cuenta mi madre que fueron ocho horas muy complicadas: los doctores estaban asustados, ella estaba en peligro. Había algo que impedía mi nacimiento. Esto lo recuerdo en alguno de mis libros. En La O azul hay un poema que habla del nacimiento como dolor y cambio. De entrada, ya había un conflicto con el mundo, que todavía sigue en mí. Por haber sufrido tanto, mi madre me cuenta que solo quería tenerme a mí. No quería volver a pasar por lo mismo. Pero igual tuvo a mi hermano Javier, que es el que me sigue, y a José Gregorio, el menor, que murió en 2009, en un accidente de auto. Esa pérdida enfrentó a mi madre a otro dolor semejante al de dar a luz.

En mi primer recuerdo de infancia hay más sueños que vivencias. Y realmente más pesadillas que sueños, porque de niño me asustaron mucho. Luego hay como un vacío que no logro recuperar, aunque la escritura me esté llevando a eso. La poesía puede ser como volver a la infancia por otras vías. Quizás tenga algo que ver con lo que decía Rilke, aquello de que la patria de él era la infancia, un sitio al que uno vuelve y vuelve, como el principio de todo. Si es un camino que lleva al origen, entonces me parece que la escritura cumple con eso, aunque se trate de un viaje de regreso. Con la poesía también aparecen algunos miedos, que arrastras desde niño, pero ya en ese plano para exorcizarlos, confrontarlos. La escritura también funciona para mirarte a ti mismo, y en todos los componentes, tanto los positivos como los más oscuros, que tampoco se pueden negar.

Paisaje familiar

Mi familia es de los pueblos del sur de Mérida, montaña adentro. Gran parte de su cosmovisión, que viene de la cultura indígena, dice que todo el universo nace de las lagunas que están en las montañas, nace del agua. El agua entendida como generadora de vida, creadora de todo, punto de origen... En mi infancia estuve escuchando eso todo el tiempo, y de alguna manera quedó en mí. Luego Mérida, como zona geográfica andina, es muy fluvial y lluviosa. Siempre la recuerdo como una ciudad gris. Y lluvias de tres y cuatro meses. Largas temporadas. Eso se volvió en mí como un horizonte, como un escenario, porque me fascinaba. Yo sentía que ese paisaje me hablaba, no sé si por haber vivido mucho tiempo en él. Esos elementos, de una u otra manera, han estado en mí como telón de fondo, y luego han saltado a la escritura, a veces consciente y a veces inconscientemente, pero siempre como un dictado. Ahora que mi vida cambia, porque conozco el mar y estoy en Río de la Plata, hay una extraña fascinación por esto. Es como un vaivén, como una invitación a la meditación.

El horizonte en Mérida es vertical. El horizonte es la vastedad. Para Rimbaud la eternidad era el mar unido al cielo, ese punto preciso donde se fusionan dos infinitos. La O azul es un verso de Rimbaud. Y así como sucede entre mar y cielo, esa sensación también se experimenta en las montañas, en las cimas. Allí también hay un punto entre montaña y cielo donde no hay separación. Tierra y aire llegan a confundirse.

Entre padre y madre

En mi adolescencia y primera juventud estaba más apegado a mi padre. Era una relación muy fluida; compartía mucho con él. Mi padre se dedicaba, y aún se dedica, a pintar casas. Era lo que llamamos comúnmente “pintor de brocha gorda”. Yo lo ayudé por muchos años. Eso reforzó los vínculos, porque pasaba todo el día con él. Siempre admiré su disciplina y su fuerza de voluntad, que quisiera tener más en este momento. Silbaba mientras trabajaba. Y por ese lado, creo que yo heredo la fascinación por la música. Él se sentía feliz colocando algún disco... Escuchábamos música de fiesta, mucha cumbia clásica andina. En la imagen que más preservo de él: lo veo trabajar siguiendo algún ritmo. Es un reflejo que yo he heredado, que mucha gente amiga me señala: siempre voy con las manos marcando algún ritmo.

La relación con mi madre se afianzó estando yo un poco más grande, y también a partir de un hecho trágico: la muerte de mi hermano. Eso nos unió más como familia. Fue nuestra manera de afrontar lo indecible. Se puede esperar la muerte de los padres, por enfermedad o vejez, pero no la de un hermano menor. Con José Gregorio tenía mucha confianza y afinidad. La música nos unía; estábamos todo el tiempo en eso. Él era músico, percusionista, con una banda que ya lo había fichado. Era una persona muy apasionada con su oficio. 

A mi madre le tengo una admiración suprema, casi veneración. Esencialmente, ha sido ama de casa. Es todo un personaje: muy introvertida, nostálgica y silenciosa. Nunca salió de casa. Tenía un tipo de sensibilidad que en otro plano podría ser locura. Si hablas con la Virgen, si hablas con los ángeles, te pueden decir que eres esquizofrénico. Pero en su caso se trata de una persona muy pura, libre de maldad. La gente que la iba conociendo lo podía confirmar. Fue una gran influencia para mí. Tengo muchos rasgos de su carácter. No hace mucho, con treinta años a cuestas, desempleado, graduado de Letras y empezando a escribir, le dije que me quería dedicar a eso. Y ella me apoyó rotundamente. 

La escuela y lo demás

La escuela era un lugar incómodo. Siempre sentí cierta imposibilidad de encajar en algún sitio, y esto no ha cambiado mucho. Pero en la infancia es mucho más complicado, porque no sabes cómo llevarte con algo que puede ser hostil. No me gustaba ir ni me gustaba la gente. Solo quería jugar sin que me interrumpieran. Tenía una sensación como de continuo fastidio. Siempre fui perezoso y tenía déficit de atención. Los estudios primarios se me dieron con dificultad. 

Eso sí: me gustaba mucho el fútbol. Si de niño me lo hubiesen preguntado, habría dicho que quería ser futbolista. Era una pasión. Además, tenía la extraña costumbre de jugar solo. Armaba toda la cancha y las porterías, yendo de aquí para allá y de allá para acá. Tenía la capacidad de convertirme en mi propio enemigo cuando cruzaba la línea imaginaria de la cancha. Y podía estar en eso toda la tarde. El liceo tampoco fue de mis sitios preferidos.

El crecimiento y los amigos

La amistad se trata de caminar juntos, de aprender algo, de crecer. También de que te ayuden a ver algunas cosas que tú no ves. Pienso, por ejemplo, en Carolina Lozada, para mí una gran narradora. Desde que nos conocimos, somos grandes amigos, compartimos muchas cosas. Llevo muchos años conociéndola, en momentos buenos y también oscuros, de dificultad material y emocional. Ella es una de esas personas que está contigo en una gama de emociones muy distintas entre sí. Pero así son las personas que, en realidad, van a estar contigo: las que te acepten en tus diferentes facetas. Nadie obliga a nadie a tolerar a otra persona en momentos de oscuridad o estupidez. Pero hay una forma de amor que permite que las relaciones se mantengan en el tiempo: establecidas, permanentes.

Inicios vocacionales

En 2002 tenía varios meses trabajando en Ciudad Bolívar, pero retorné a Mérida. Pasé un año haciendo cualquier cosa, pero compartía mucho con amigos de la Facultad de Humanidades, sobre todo de Historia del Arte, que era una mención de la Licenciatura de Letras. Para entonces no me interesaba escribir; más bien me gustaba el arte, o más específicamente teoría del arte. Me animaba la idea de presentar el examen y poder ingresar, estudiarlo. Quedé seleccionado entre los primeros cinco puestos. Entones me dije: “Si con lecturas desordenadas y pocos estudios sistemáticos, pude aprobar esta prueba, entonces...”. Era como una línea que me estaba esperando. Yo apenas tenía 24 años. Estaba en un dilema: o empezaba una vida nueva o seguía con lo que venía haciendo. ¿Cinco años más de estudios? Sentía una fuerte necesidad de hacerlo. Y al final, me decidí: era como una apuesta. Me dije: “Aquí apuesto yo, y pase lo que pase me voy por esta vía”. Mi vida da un vuelco importante; comencé otra etapa como estudiante de Historia del Arte. Durante la carrera, fui bibliotecario por cuatro años en la Facultad de Criminología. Era un trabajo maravilloso: estar rodeado de libros. Fue una etapa feliz, de mucho aprendizaje, en el amplio sentido de la palabra. Tuve grandes amistades, parejas, vivencias... Todo vivido con mucha intensidad. A tal punto, que comencé a escribir. Algo me llevó a ese punto: querer expresar algo por medio de palabras, querer que el lenguaje fuese una posibilidad creativa. Conocí a gente que ya se dedicaba a esto. Y me parecía que era una vida u oficio que yo podía llevar.

Revelaciones

A los 21 años salí de Mérida y me fui a vivir a El Callao. En una especie de vida paralela, yo estudié Ingeniería Geológica, aunque no terminé. También cursé Minería. Esto me permitió trabajar en el Ministerio de Minas y radicarme temporalmente en el oriente del país. Mi vida dio un vuelco significativo: otros lugares, otros paisajes… Me interné en la Selva de Imataca y ahí trabajé casi un año, aislado de todo, con bastante precariedad. Disfrutaba mucho los parajes. Era como una necesidad que siempre había estado en mí: una búsqueda más espiritual, una búsqueda de mí mismo. Esto ha sido latente, desde la infancia. Las dificultades del trabajo no me pesaban, pues a cambio de incomodidades y lejanías, yo obtenía una especie de comunión con la naturaleza, que luego se volvió vital. Por primera vez veía los árboles, y era como una revelación. Conectarme con ellos, con ese tipo de vida. Eso repercute y deriva en cierta sensibilidad, en cierto tipo de lenguaje.

Del oficio y los premios

Mis padres estaban preocupados por el futuro material. Me decían: “¿Pero qué vas a hacer? ¿Pero eso es un trabajo? ¿Pero te vas a poder comprar una casa?” El tipo de preguntas que cualquier padre sensato hace. Evidentemente, ellos no querían ver a su hijo sufrir. Y no se referían al tipo de sufrimiento propio de los escritores, sino al de la gente común. Era complicado responderles. Porque es como decía Bolaño: apuestas sabiendo de antemano que vas a perder, y sin embargo, lo sigues haciendo. Si es una necesidad de ese calibre, sabes que te vas a mantener en la senda. Y en mi caso fue así: algo de vida o muerte. No tenía opción. Era un mandato y tenía que acatarlo. Ellos sabían los fallos de esa vida, desaprobada socialmente, pero al final decían: “Si es lo que te gusta, hazlo”.

En mi caso, los concursos me sirvieron para seguir. Por un lado, la motivación económica; por el otro, la publicación. Con el Premio Ramón Palomares, de 2011, pude vivir seis meses. Con el de la Cátedra Ramos Sucre, de 2013, puede viajar a Salamanca. Allí leí mi poesía, establecí muchos puentes, encontré almas afines. También alguien escribió un ensayo sobre mi obra. Que un libro de poesía te permita viajar a otro lugar... eso sí es un premio.

Lecturas e influencias

Le debo a Rimbaud el primer impulso para empezar mi propia búsqueda. También le debo mucho a Marosa di Giorgio, una escritora uruguaya muy importante. Gracias a la lectura de su obra, yo empecé a escribir. Me enfrentaba a un mundo tan particular, que de alguna manera me decía: “Ah, esto es la poesía”. “Ah, esto se puede hacer”. Me dio una libertad que quizás ninguna otra lectura me había dado. Fue un impulso importante para escribir en serio, y no de manera aficionada. Yo me sentía con responsabilidad, con oficio. Hay una gran cantidad de escritores que han dejado un eco en mí: algunos se superan; otros no. En la lista podrían estar Saint-John Perse, Humberto Díaz Casanueva, Jorge Eduardo Eielson, Leónidas Lamborghini, Emira Rodríguez. Entre los venezolanos, Juan Calzadilla tuvo mucha influencia en mí. Al igual que Rafael Cadenas, sobre todo el de Cuadernos del destierro, para mí su mejor etapa. Luis Moreno Villamediana, con toda esa poesía conceptual, últimamente me interesa mucho. También Ulises Carrión o Blanca Varela, sobre todo en su primera etapa surrealista, me marcaron. Yo leía a Varela y me decía: “Esto también se puede hacer a partir de los recuerdos”. La lista es más larga. Actualmente, leo mucho a los autores neobarrocos de la famosa antología Medusario, compilada por Roberto Echavarren y Néstor Perlongher, que la prologan. Todos los poetas que aparecen allí tienen una fuerza, una potencia, que me sigue impactando mucho a nivel de lenguaje: cómo lo desestructuran, cómo lo desfijan. Creo que es un camino de mucha vigencia. Me gustaría ganar el Premio Marosa di Giorgio, pero por razones de cariño. Como que le debo mucho, sería como darle las gracias.

Libros y lectores

Hasta ahora tengo tres libros publicados: La rendija de la puerta, de 2011; La O azul, de 2012; y Los plegamientos del agua, de 2014. En 2013 me gané un premio con otro libro llamado Casa para la sospecha, que debería publicar la Casa Ramos Sucre. Lo bueno de esas publicaciones ha sido encontrar lectores. Y cada uno de mis libros ha tenido los suyos. He recibido comentarios muy a favor, y otros muy en contra. Pero ambas posiciones son buenas, sanas. Sería muy ingenuo creer que lo que haces le puede interesar a todo el mundo. Que compren tu libro, ya es un avance. Que lo compren y lo lean, ya se trata de un acto generoso. Que lo compren, lo lean y comenten, ya hablamos de una expectativa ideal: la máxima que uno puede aspirar como escritor. A mí con la primera me basta. Ya luego no sé quién será el que determine si tiene algún tipo de valor o no. Ya con los pocos lectores que tengo, me siento estimulado a seguir en mis búsquedas.

Aparte de todo lo anterior, debería decir que, cuando publico un libro, después no me gusta. Se me convierten en objetos pletóricos de errores. Preferiría corregirlos o reescribirlos. Pero ya no puedo. Luego entiendo que tienen vida propia, que recorren su camino. Habrá gente que los defienda y gente que los critique. De eso se trata. Todo libro es en sí mismo una especie de crónica del movimiento que va haciendo en el universo de los lectores.

Oficio y poética

Me encantaría dedicar toda mi energía a la escritura. Si fuera posible, me harían el mejor regalo. Siempre estoy en conflicto con el tiempo, con la vida doble que llevo: en el turno diurno, trabajo y deberes sociales; en el nocturno, transfigurar la vida diurna en escritura. Es mucho trabajo, por un lado, y mucha energía que se requiere para la escritura, por el otro. Y todo sin retribuciones especiales, y menos económicas. En la escritura uno deja gran parte de la vida.

Por lo general, me gusta escribir en las mañanas. Es como mi horario natural. Cuando no puedo, pues entonces me mudo para el horario nocturno. Si pudiera hacerlo, llevaría una vida con una rutina muy básica, reservando siempre las mañanas para escribir. Generalmente, me despierto muy temprano: a las seis de la mañana. Podría hacer yoga al principio y luego ponerme a escribir. Parar antes de la tarde y luego hacer otra actividad, como leer. Y lo demás ya sería la vida misma, que se encarga de sus llamados. Para la rutina de escritura me bastarían seis horas diarias. En realidad, no tengo muchos rituales al momento de escribir. O al menos uno solo: colocar algo de música. Nunca radio; siempre discos. Algún grupo que me interese. Eso me activa y me va creando un ambiente especial. Un buen ejemplo podría ser Spinetta: su música suele detonar la imaginación.

Para escribir, seguí algunos dictados interiores. Traté de generar un tipo de lenguaje, un tipo de escritura, que fuera levemente por otro lado. Un día estaba leyendo una gran cantidad de poesía y veía que toda era muy parecida. Me dije entonces: “Voy a tomarme el reto de salirme de ese molde, si acaso tengo la capacidad de hacerlo. Voy a probarme y ver hasta qué punto puedo. ¿Podré hacer algo con lo que poseo?” Lo otro que hice fue hablar de lo que quería hablar, a pesar de no sentirme en sintonía con los temas de la poesía venezolana actual, o con la forma de escritura que más o menos se acepta. Fui valiente al no querer ingresar en las convenciones del momento y repetir lo que otros están haciendo.

Migraciones

En 2009, aprovechando la cercanía desde Argentina, adonde había venido para hacer una pasantía, crucé a Montevideo. Me pareció una bella ciudad. Era más tranquila que Buenos Aires y también más pequeña. Pero lo decisivo fue lo económico. Ofrecían una maestría que no tenía costo. Así que a los tres meses ya estaba aquí. Inicialmente, quería estudiar algo en Buenos Aires. Pero a veces hay una misteriosa mano que te va llevando al lugar donde tienes que estar. Se van dando las cosas. El mejor ejemplo es que yo jamás imaginé que sería un escritor, pero se fueron dando unas coincidencias, fueron encajando, me mostraron un camino y me llevaron hasta donde hoy estoy. Coincidió con una necesidad, con una búsqueda, y además con la posibilidad de lo que yo podía ser... Si bien no fue algo buscado, después pasó a ser el eje central de mi vida.

Transición

Estoy en el umbral de una nueva etapa, y esto incluye muchos aspectos: personales, profesionales, espirituales, y también el oficio de la escritura. Evidentemente, es un momento de transición. Estoy pasando de una etapa a otra. Y como en todo cambio, hay resistencia y hay fascinación. Voy tanteando. Se me están abriendo caminos insospechados en muchas áreas. Caminos que tienen que ver con el hecho de haberme venido a Montevideo, de estar viviendo acá, de experiencias vividas. Todo ayuda a nuevas búsquedas.

Y en cuanto a la escritura, pues también siento que estoy saliendo de una etapa y comenzando otra. Según veo, la escritura va a dar otro viraje, va a ir por otros lados. En todo caso, no se va a parecer a lo que he hecho. Si lo personal cambia, también cambia la escritura. Algunos elementos de mi vida anterior van cediendo para que nazcan otras prioridades. Es como estar en medio de dos tierras, en medio del camino, en medio del viaje. 

Una imagen de país

Sería un cuadro de Goya o El Bosco. Pero no una imagen de superficie o paisaje, sino de caos político y social. Un caos que se va apoderando de todo, destruyendo lo poco que queda y sumiéndonos en la decadencia. Una imagen fuerte, de guerra, que sin embargo logra calzar totalmente en el molde de realidad restante. El país venía en ese proceso, que ahora se ha incrementado… Es la locura desatada.

Venezuela es a la vez abstracta y grande. Muy dispar, por un lado, y muy abarrotada, por el otro. Hay tantos cambios radicales entre Mérida y los Llanos, o entre los Llanos y Caracas, o entre Caracas y Oriente, o entre Oriente y las fronteras con Brasil. Es como veinte países en uno. Hablar de su totalidad, me resulta abstracto. Yo viví un año en Caracas: buscaba trabajo y quería que fuera en un museo, pero resultó imposible. Igual me quedé, porque ya estaban saliendo mis libros y me otorgaron los primeros premios. Había gente interesada en lo que yo estaba haciendo. Empecé a leer en recitales, a conocer gente, a tratar con escritores, y me fui haciendo una vida literaria, donde incluso compartía con autores grandes, como Armando Rojas Guardia. Fue un momento de mucha actividad. Y también una oportunidad para intercambiar libros, leer autores que no conocía, estar más atento a la movida literaria. La ciudad, sin embargo, se fue oscureciendo, y ya yo no podía seguir allí. Fue una ciudad generosa conmigo, pero el caos y la locura actuales la están consumiendo.

Una imagen de vida

Yo me remitiría a mis vivencias en Mérida, donde he vivido la mayor parte de mi vida. Si pienso en los años 90, recuerdo una imagen muy placentera, que me encantaba. Se trata de un lugar mágico, maravilloso: el páramo de Gavidia, que está cerca de Mucuchíes. Estuve allí en 2014, y todavía es un paraje que te deja en silencio. Nada más el camino es como entrar en un sueño. El viaje y el mundo se ponen raros... misteriosos también. Esa es una imagen que siempre regresa. Igual Mérida y sitios aledaños, sobre todo los montañosos, hacia el páramo. Esa imagen sería como una foto grumosa, con neblina atravesada y un halo de misterio. Cuando vi algunas películas de Tarkovski, sus atmósferas me recordaban un poco a ciertos paisajes de Mérida. Es una mezcla de un poco de melancolía con todo lo demás. Es como una postal que siempre podrá considerarse bella.


Más notas de Actualidad