La vida de Germán Vargas Cantillo (22 de marzo de 1919-22 de mayo de 1991) fue tan febril y creadora que, por eso, con frecuencia podía sentarse a descansar en su mecedora de mimbre. Entonces se lo veía con esa inolvidable mirada de placidez.
Aunque nació en Barranquilla, vivió en Bucaramanga hasta su adolescencia, cuando murió su padre. Al regresar al Caribe de las mecedoras y el corozo, a los 18 años, se convirtió en locutor de noticieros radiales que se transmitían por altavoces callejeros. Los oyentes lo veían pasar, altivo y elegante, narrando con detalle los terribles sucesos de las guerras de la vieja Europa. Su voz se extendía como un manto sobre el Paseo Bolívar, donde se arremolinaba la gente ávida de información. Por entonces pocos tenían un radio en casa.
El cigarrillo que prendía con frecuencia no le aminoró la voz portentosa que más adelante le sirvió para ser narrador de radionovelas exitosas.
Volvió a la Barranquilla de los años treinta, cuando la ciudad vivía un esplendor y respiraba un aire cosmopolita. Por el muelle de Puerto Colombia, que hacía poco se había inaugurado como el segundo más grande del mundo, arribaban cientos de extranjeros inmigrantes, muebles, vinos, nuevas ideas y, por supuesto, ¡libros!
Otro santandereano, como su padre, era el dueño de la Librería Mundo, y esta conexión lo acercó muy pronto y le permitió ayudar a desempacar y acomodar los miles de libros que eran escogidos por el librero. Ramón Vinyes, catalán y eminencia literaria, también frecuentaba la librería que fue germen del luego llamado Grupo Barranquilla.
La ciudad, las palabras
Vargas Cantillo debió impresionarse con la ciudad porque además de los avances en arquitectura, industria, comercio y cultura, la gente allí sabía gozarse la vida y se sentaba en los mecedores en la puerta de su casa a tomar el fresco de la tarde, y entonces la ciudad se volvía una fiesta de la palabra en la que todos se hablaban y se contaban cosas.
Era la ciudad de la narración continua, de la palabra fácil. Él seguramente descubrió entonces el placer de la mecedora porque más adelante esa costumbre sería determinante en su vida.
Fue profesor de historia y literatura en el Colegio Barranquilla, trabajó en El Heraldo, El Nacional y fue subdirector de la Biblioteca Departamental. Luego se encargó de la Secretaría privada de la Contraloría del Atlántico con un jefe, José Félix Fuenmayor, que escribía cuentos y era de mente liberal.
Realizó entrevistas, reseñas, reportajes, ensayos, investigación literaria y columnas con bastante acierto, pero también acertaba en la selección de lugares para tomar un trago de ron y tertuliar con los amigos. Fue activo en el bar Japy, que quebró ante tanto crédito impagado, y en el establecimiento que se llamaba el Bar-baro, del cual era también asiduo el joven Ramón Illán Bacca, con quien trabó amistad hasta el final de sus días.
Tal vez por esa fama de aciertos logrados, una vez que estaba absorto en la ventana de la Biblioteca viendo el acontecer del parque y hasta el estado de las hojas, su ensoñación fue interrumpida cuando llegó Alejandro Obregón en un carro con chofer y sacó del baúl dos grandes bultos y los subió a su oficina.
Eran sesenta botellas de ron barato que habían sobrado de una candidatura política que acabó en la derrota. Vargas logró cambiarlas por algo de más calidad en un bar que aceptó el canje de cinco botellas políticas por un ron fino que debían tomarse allí.
Su buena energía, su carcajada diáfana y su pinta excepcional lo hacían atractivo.
De joven parecía un galán alemán por sus ojos verdes y centelleantes que causaban encanto y que podía provenir de aquella raza germana que se asentó años atrás en todo el territorio santandereano. Algún ancestro debía tener al juzgar por su largo cuerpo que estaba ligeramente pigmentado como en un bronceado natural y aceituno dando cuenta de otra raza en sí.
Con un bagaje literario que fue construyendo con sus lecturas a lo largo de los años, conexiones por todas partes, pero especialmente con una gran voluntad, apoyó a muchos con su voz de aliento, pues leía el material que le llevaban para consulta y le hacía un comentario; escribía prólogos y gestionaba si era del caso ante editoriales de aquí y de allá y hasta de afuera, y gracias a él varios escritores del Caribe pudieron publicar con la fundación Gubereck, de la cual hacía parte como miembro de su junta, y también con otras editoriales amigas.
Fue agente y crítico literario, además de gestor cultural ad honorem de una pléyade de escritores locales que acudían a él. Por ejemplo, cobijó a Gabriel García Márquez y él se lo agradeció dedicándole La Hojarasca y metiéndolo en sus libros como personaje especial.
Colecta para Gabo
Primer lector de García Márquez, organizó una colecta para enviarle plata a París, donde se moría de hambre, y además gestionó por tres países información sobre los gallos que Gabo necesitaba para crear El coronel no tiene quien le escriba. Pero no alardeaba ni presumía de ello. También a Álvaro Cepeda Samudio le tendió la mano en este sentido.
Fue asiduo de La Cueva por más de un año y luego se casó con Susie Linares y, a pedido de ella, la llevó a conocer los lugares que frecuentaba con sus amigos. Pero se fueron a Bogotá dejando atrás amigos y parrandas. En la capital trabajó en una distribuidora de libros, fue director de la Radiodifusora Nacional, asesor del Ministerio de Comunicaciones, siguió ejerciendo como agente literario y devorando cuanto texto se le atravesaba.
Se volvió un referente nacional a quien consultar sobre literatura y el perpetuo jurado de todos los concursos literarios del país y el único que leía absolutamente todas las obras. Y era cierto, porque alguna vez comentó que los autores que no eran premiados seguían enviando sus obras a los otros concursos y que él volvía a releerlas por si algo había cambiado y eran cuentos o novelas a las que les cogió cariño de tanto verlas en el intento.Se jubiló en Inravisión y rechazó un ministerio que le ofrecieron; enseguida retornó a Barranquilla y a El Heraldo, donde tenía una columna y escribía editoriales.
El lugar preferido
Quería volver al Caribe y encontrarse con los amigos y dedicarse a leer muy relajado. Era su gran sueño. Y así lo hizo. Y entonces la mecedora de madera torneada y mimbre tejido que colocó en la sala se volvió su lugar preferido, pues de día tenía la luz cercana y de noche, una lámpara que le iluminaba. Allí, además, corría la brisa y su mecedora era de aquellas que tenía espaldar y asiento de fibra tejida en huequitos que la hacían fresca como ninguna.
Sabía lo que era el goce por la vida, pues quedaba absorto por varias horas seguidas en la lectura de las más exquisitas obras literarias y la mecedora también quedaba sumergida en la quietud. A veces se mecía cuando cambiaba el capítulo, cuando necesitaba un respiro ante tanta belleza o cuando era arrastrado por la lujuria de las letras y debía parar para deleitarse.
Pero darse mecedora era un goce practicado en todo el Caribe para que la vida pasara suspendida en el deleite, en la liviandad que aportaba ese movimiento con que se entra al trance de la delicia y el olvido.
La lectura insaciable lo llevó a tener una biblioteca como casa. Allí, los libros estaban ubicados por todas partes. Había estantes en los corredores, en las habitaciones, en la sala, en el comedor, y cualquier mesa que no tuviera oficio específico también servía para el efecto. Seguramente su esposa caía en el sofoco cuando lo veía llegar con ellos bajo el brazo, pues no sabía dónde más acomodarlos. Pero no decía nada porque era tanto el fervor que Germán les tenía a los libros desde siempre que ella acabó leyendo también de esa gran biblioteca.
Lo que sí sacaba de quicio a Susie Linares era que le preguntara algo a Germán y él contestara con un “mjmm”, que quería decir que no estaba oyendo nada, pues estaba ensimismado con tal concentración en su libro que se abstraía del contorno, así la sala fuese ocupada por un batallón entero a punto de ir a la guerra. Solo paraba para prepararse él mismo un tinto en su cafetera de esas de moda italiana, que era fácil de manejar.
Una vez a la semana llegaba Ramón Illán Bacca de visita. Siempre los martes. Entonces, él le mostraba las nuevas adquisiciones y el tiempo se dilataba mientras conversaban sobre los nuevos libros. Había conformado una excelente biblioteca con muchas primeras ediciones de autores colombianos dedicadas por el autor a él; tenía clásicos europeos, la vanguardia norteamericana y una diversidad de temas, aunque la novela era el fuerte. Se contaban por miles, pero muy escogidos.
Y cuando la visita se iba, él volvía a coger vuelo con dos o tres mecidas y se sumergía de nuevo en el libro, mientras su mujer se alejaba un tanto porque sabía con el nuevo “mjmm” que él ya estaba inmerso en la lectura y que ese era un viaje largo y silencioso.
CLAUDINE BANCELIN
Tomado de El Tiempo