En l968 llegué a México con el ímpetu de un narrador que había pensado en conducir la vida escribiendo libros, guiado por las paradojas que iba recogiendo de mis lecturas y de escritores que
habían padecido indecibles episodios para aprender a morir con el entusiasmo de muchachos que desoyen la advertencia de que el destino literario es cosa bien seria. Y ese mismo mes de octubre
conocí a una cubana que vivía allí y era amiga de Fernando del Paso. Yo había leído su novela José Trigo que consiguió arrancar trozos de mi tierno lenguaje ligado a la tierra y los recuerdos de sus dóciles cosechas literarias miniaturizadas por el fervor de lo nacional. Del Paso era mexicano y en la novela que referencio liberó su prosa de sus tendencias domésticas y puramente raizales. Se quedó con un tren que viajaba desde la estación de Nonoalco en el centro del D.F hacia el norte.
Olga que era el nombre de aquella doncella, me acompañó a visitar al escritor en la agencia de publicidad donde del Paso era redactor. No hubo dificultades y del Paso nos saludo efusivo y ahí nos sentamos a platicar. Tal vez no esperaba mucho de mí porque en el México de aquellos años los escritores abundaban exaltados por lo que se conoció como la Onda. Yo era sólo entonces un colombiano itinerante y, por si ayudaba en algo, connacional de Alvaro Mutis y García Márquez, lo que tal vez ayudo a mi encuentro en aquella ocasión. No dejé pasar la ocasión y lo ataqué con un atropellado comentario de José Trigo que debió convencerlo de mi sinceridad. En MIS NOCHES EN CASA DE MARÍA ANTONIA, 2007,refiero así ese momento, “ lo que resumí a del Paso era lo que menos acostumbro hacer como reconocimiento a autores que me conmueven. Ser un lector exigente es mejor que ser un comentarista habilidoso que, desde el principio piensa más en sí mismo que en el objeto de su tributo. Frente a la novela del Paso, yo intenté como ellos lucirme, comprar un poco de su benevolencia, aunque de fondo yo estaba convencido de que no le regalaba nada que no se mereciera”.
Olga nos dejó allí y pasado el medio día del Paso me dijo, óyeme, qué te parece si bajamos a comer. Y fuimos. Él estaba como avergonzado de mi admiración y se disculpó de homenajear con su prosa a Jame Joyce y, lamentó explícitamente sólo tener los fines de semana para elaborar sus historias y, lo peor de todo, lo lento y difícil que le llevaba hacerlo. Es muy agobiante, agregó, porque la publicidad se queda con todo.
Debo añadir que mientras nos encontramos en su oficina, sostuvo siempre un lapicero que movió imperceptiblemente sobre una hoja de papel. Al guardarse el resultado en su bolsillo me enseñó un ejército de símbolos sustitutos de palabras y figuras que traducían emociones ocultas, como si intentara con todas esas claves abrir las puertas de un templo donde proclamarse emperador. Y eso también lo intimidaba. Entonces me confesó que en realidad, lo que le hubiera gustado ser era pintor. Yo guardo todo esto y en casa cuelgan algunos cuadros, añadió. No sabía entonces del Paso que años más tarde, ya en el merecido reconocimiento internacional de su obra, muchos de esos extraños bocetos concluidos a la manera del Bosco, serían expuestos en salas de España, Londres y México, no como una revelación estética superior sino como otro aplauso más al escritor invencible que lo habitó de principio a fin.
Lo de invencible no es un adjetivo de feria. Mientras en la exuberancia de las artes, la política, la literatura y en la vida mexicana aparecían nombres y corrientes culturales, del Paso fecundaba pacientemente sus inquietudes desde la universidad hasta la enciclopedia que lo sedujo e irrigó su generosa obra. En 1958 del Paso fue poeta y publicó Sonetos de lo diario y sólo hasta 1966 aparece el prosista con su novela José Trigo que a los comentarios suscitados en los medios añadió el premio Xavier Villaurrutia, como la mejor publicación literaria del año. Sólo diez años más tarde aparece su segunda novela Palinuro de México que en 1986 volvería a recibir esta vez el Premio México de Novela, calificada por el jurado que lo otorgó como una magistral lección de literatura.
Del Paso no se abrió paso en el catálogo de la literatura mexicana. Sus libros lo hicieron por él y mientras esto ocurría él preservaba inconmovible la parecida indiferencia de Shane el desconocido, el vaquero cinematográfico que entra y sale de las bravas disputas del oeste norteamericano sin volver la cabeza ni esperar recompensas.
No lo exagero. En México la movida del arte y cultura viajan a grandes velocidades y una de sus consecuencias es que los más listos forman sus vanguardias mientras otros lo ignoran y sólo se interesan en dignificar su tarea. Ahí se encontró del Paso, sin estridencias, sin distraerse en el coctel social, el plauso y los fáciles halagos oficiales y burocráticos. Su carácter introvertido contribuyó a no ser contado entre los escritores exitosos del momento. A partir de 1966, como queda implícito en mi comentario, el olimpo de los elegidos en México cambió para él y debió ser inventariado como uno de los mejores exponentes de su literatura. Se le reconoció como una valiente y disidente voz entre las celebradas tradicionalmente en sus letras como auténticamente mexicanas. Carlos Fuentes lo había intentado, siempre sometido a la nomenclatura de lo nacional, en la novela y a través de sus valiosos ensayos. Del Paso apostó la posibilidad de su narrativa a una nueva manera de identificar su vida y la de su país a través de una sensibilidad arrolladora. Todo el caos del mundo en las paradojas de la nación mexicana, con sus tragedias históricas y políticas, sin rebajarse a hurgar morbosamente en sus grietas, heridas y desgracias, pero entregándonos la claves para ir más allá con la advertencia de que su pluma sería siempre la de un narrador de ficción. Él mismo se recobró como un escritor universal, llevando la escena nacional a apuestas mayores, como luego se vería en Europa y en otros países de nuestro entorno. Ya he anotado que uno de sus desiderátum fue el irlandés Joyce y su estrambótico Ulises y, tomado a sus recursos del Paso cubrió el gran repertorio de su obra, aunque con ello y la extensión abundosa de sus libros restara lectores a su obra. Es la desesperanza insalvable de los buenos escritores que siempre tendrán un valor superior a costa de contar menos entre los lectores, con lo que siempre serán minoritarios.
Recuerdo hoy menguado por la pena del amigo sin vida y sin la esperanza de otro momento más allá, su generosa hospitalidad. Vivía en Ciudad Satétite, lejos del centro de la ciudad y allá me invitó la vez que fui a buscarlo al lugar donde laboraba. Su esposa Socorro, hermosa, dulce, atenta y mexicana por donde la mirara. Al tomar entre sus manos el único libro que yo había publicado, uno de cuentos que entregara aquella tarde a su esposo, repostó conmovida, “por qué no toman una trilladora de café o arroz y lo cambian por una impresora de libros y, en vez de empujar al destierro a sus escritores protegen su talento y fomentan su crecimiento espiritual.”
Hubo cena y soltamos abundantes epítetos en favor de la raza humana y en contra de esa otra parte de la discutible raza humana que conduce a nuestros pueblos de descalabro en descalabro con grandes gestos mientras desocupan la caja fuerte del patrimonio nacional. Y apareció también Adriana, una bella muchacha rubia, apenas adolecente que me convirtió fulminantemente en su amigo Siempre he sostenido que hay amistades anticipadas que se confirman cuando ocurren y cuando acaso no las hemos sospechado. Es lo que ocurrió con Fernando del Paso y su inolvidable familia. Tuve la suerte incomparable de ser beneficiado con su afecto y reconocimiento, en mi futuro de escritor que, como en su caso ha sido indeclinable y del que jamás hemos de pedir disculpas, ni buscar ventajas que no generen el poco o mucho valor de nuestros libros. Él no se ocupó de afirmar ni negar en términos críticos la obra de sus contemporáneos. Pero Conociendo sus inquietudes intelectuales podría haberlo hecho con buenos resultados. Así ocurrió cuando fue en busca de Miguel de Cervantes Saavedra para entregarnos un inteligente y divertido ensayo en su VIAJE ALREDEDOR DEL QUIJOTE, 2004.
Tenía como todo escritor sus preferencias admirativas por autores norteamericanos y, especialmente por alguien que también yo aguardaba cada vez que necesitaba repasar mis recursos narrativos, Juan Rulfo.
Tan diferente, no antagónico, el redactado de Rulfo al de Fernando del Paso y, sin embargo tan coincidentes en ese México de contrastes y desafíos. Ambos fueron profundamente disidentes, burlones y fueron sobre todo amigos. Del Paso me dijo alguna vez quiero que vengas conmigo esta tarde a una cafetería de Insurgentes, no recuerdo el nombre. Así lo hice y fue aquella tarde
cuando lo conocí. El otro era Juan Rulfo, el más involuntario y genial de los prosistas mexicanos.
Era el autor que había acompañado mi secundaria y al que tomé por detonante en mis primeros pasos por la literatura, anclada en el recurso de la sencillez inteligente. Era aquel que escribiera, “La derrota es una cosa abstracta, una especie de niebla que tiembla sobre la tierra en las horas del medio día” o esto otro, “Llegó hasta el río y se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que estaban cayendo del cielo.”
Como Juan Rulfo yo creo en la literatura imposible que nos entrega la ocasión única de sentarnos en medio de la noche a ver caer estrellas, aunque sea en un charco. Creo casi nada en la ausencia de metabolización pretenciosa de ciertas novelas que revuelven la historia miserable de la escena diaria y que no es nada diferente al costumbrismo citadino.
No abundo en este episodio más que para añadir la propuesta de Juan Rulfo repara que presentara mi nombre para becario del centro mexicano de escritores y que no llegué a concretar porque guardaba la esperanza de viajar en cualquier momento a París. Yo preservo la emoción de que Rulfo fue mi amigo, aunque tal vez yo sólo fui para él uno de esos benévolos intrusos que admiran sinceramente el talento.
Fernando del Paso obtuvo en 1981 el premio Rómulo Gallegos que durante muchos años distinguió la obra publicada de los más aventajados narradores hispanoamericanos. Como gran colofón de su exitosa vida dejada en la literatura, en 2015 le fue conferido el premio Cervantes de España reservado a los más altos y celebrados escritores vivos de la lengua castellana en cada momento.
Fernando del Paso guarda en mi vida un lugar inolvidable. Conozco algo la literatura mexicana y con mi mayor juicio sumo su nombre al de cuatro escritores más que a lo largo del siglo XX y parte del siguiente, son expresiones monumentales de su generosa nómina de narradores, Martín Luis Guzmán y su saga del combativo Pancho Villa, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Jorge Ibargüengoitia. Hay una metáfora que me resulta exacta cuando la siento en mis vecindades. Nacemos como los árboles y como ellos nos cubren las ramas hasta que con el tiempo esas hermosas ramas van cayéndose, una a una hasta que el tronco se queda desnudo. Así son los amigos cuando nos dejan.
Héctor Sánchez Vásquez
Especial para Pijao Editores