Revista Pijao
Escritura en los márgenes
Escritura en los márgenes

Por Mireya Hernández

El Cultural (Es)

Cuando Nelson Mandela estaba encarcelado en Sudáfrica, cayó en sus manos un libro de Shakespeare que circulaba entre los presos y anotó su nombre junto al pasaje de Julio César donde dice: "Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte". 260 años antes, en la Bastilla, un joven Voltaire estudiaba literatura y escribía en los márgenes de las obras que leía. Los dos tuvieron más suerte que Sir Walter Raleigh, que fue decapitado en Londres justo después de redactar una declaración en el libro que estaba leyendo. En condiciones más favorables, otros como Milton, Quevedo, Thomas Jefferson, Darwin, Jane Austen, William Blake, Melville, T. S. Eliot, Borges o Northrop Frye, encontraron consuelo o libertad en los bordes inmaculados de las páginas.

Coleridge, un apuntador compulsivo, llamó a este hábito marginalia. Los comentarios del poeta inglés eran tan famosos que sus amigos le dejaban sus libros para que se los devolviera marcados. Era una costumbre que ya se practicaba en los textos clásicos del siglo I a. C. (los llamados escolios) y fue muy común en la Edad Media (los monjes que copiaban manuscritos solían llenar los pergaminos de expresiones de hastío y dibujos de conejos homicidas). El humor que puebla los márgenes de los libros puede ser descarnado como el de los frailes o un poco más divertido como el de Juan Ramón Jiménez o el de David Foster Wallace cuando decide dibujarle gafas, bigote y colmillos a Cormac McCarthy en la foto de su ejemplar de Suttree. Luego hay un humor un poco más sarcástico, como el comentario que hace Sylvia Plath junto al fragmento de la novela de Fitzgerald en que Gatsby espera en la entrada de la casa de los Buchannan mientras Daisy hace las paces con su marido: "El caballero espera fuera, el dragón se acuesta con la princesa".

A veces la ironía se transforma en una crítica mordaz. Coleridge cuestionaba la calidad de las metáforas de Robert Southey. Mark Twain, que llenaba páginas enteras con sus opiniones y vituperios, se rió del inglés "pésimo" de John Dryden y escribió: "Un gato haría mejor literatura que ésta" en una novela de Sarah Grand. El escultor y cineasta sin cine Jorge Oteiza le dedicó un poema a Octavio Paz al comienzo de Árbol adentro donde lo acusaba de no tener talento y escribir poesía vulgar. David Markson, autor de La amante de Wittgenstein (la novela preferida de Foster Wallace), escribió: "Ya lo hemos entendido en páginas anteriores, está empezando a ser aburrido" en los márgenes de Ruido de fondo de DeLillo, casualmente la segunda novela favorita del escritor malogrado. La letra pequeña y precisa de Nabokov solía plasmar en inglés frases lapidarias alrededor de los párrafos que no aprobaba. En una antología del New Yorker calificó todos los cuentos y otorgó la máxima nota a Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger, y a su propio Colette. La mayoría de autores salen mal parados, pero no es de extrañar teniendo en cuenta que el escritor y profesor de literatura describía la obra de T. S. Eliot y la de Thomas Mann como "de segunda" y "estúpida" respectivamente.

Poe, que no aconsejaba leer a Dickens ni a Hawthorne, decía en su ensayo Marginalia que "las palabras -sobre todo las impresas- son armas asesinas". En el prólogo de esa misma obra, traducida al español por Cortázar, el norteamericano hacía su particular defensa de los espacios vírgenes que rodean al texto. Es ahí, fuera de los límites marcados por la página y la imprenta, en la periferia del discurso, donde el escritor y el lector se encuentran. En su diálogo silencioso con el libro, el que lee se desnuda. Es un lugar donde "nos hablamos a nosotros mismos, y, por tanto, lo hacemos con soltura, con audacia, con originalidad, con abandonnément, sin afectación", dice Poe. Valéry, que empezó a comentar sus propios textos sobre Leonardo a raíz de leer el ensayo del estadounidense, no entendió que éste publicara sus notas por separado y escribió: "Las publicaciones de este tipo me hacen imaginar la historia del hombre cuyo trineo es perseguido por una manada de lobos hambrientos. Él les lanza, para ganar tiempo y espacio, todo lo que lleva consigo. Comienza por lo menos valioso".

Pero no todo son dardos. En ocasiones se encuentran tesoros como la frase que dejó una chica en un ejemplar de El guardián entre el centeno ("Perdonad las manchas de ensalada de huevo, pero estoy enamorada"), o los apuntes de Cristóbal Colón en la edición latina de Los viajes de Marco Polo, que el Almirante usó como cuaderno de bitácora en su ruta hacia las Indias. Y de vez en cuando aparece una epifanía. En la página 227 de un ejemplar de Una semana en los ríos Concord y Merrimack de Henry David Thoreau, que Kerouac había sacado de una biblioteca municipal en 1949 y nunca había devuelto, hay una frase subrayada a lápiz: "El viajero debe volver a nacer en el camino".

Cuando los secretos de la marginalia son desvelados y lo privado se convierte en público (en Oxford, Cambridge y Nueva York hay expertos que compiten por encontrar los mejores ejemplares anotados), empezamos a conocer mejor a la persona que se esconde tras el lector. Es el caso de Graham Greene, un hombre muy reservado que nos permite seguir su rastro en los márgenes de los libros que le pertenecieron, como si pudiéramos abrir una ventana en su mente y ver todo lo que pasó por allí a lo largo de su vida. Algo parecido ocurre con Walt Whitman, cuyas lecturas y glosas nos muestran cómo se convirtió en escritor. Sus influencias, que van de la retórica clásica a la poesía de Tennyson y del misticismo persa a las revistas de frenología del siglo XIX, desvelan que su manera de componer procede de su hábito de escribir en los márgenes. Gracias a su archivo, sabemos que no compuso Hojas de hierba en un arrebato de inspiración, sino que transformó notas que había tomado previamente en largas frases poéticas. Sus apuntes son, como en el caso de Coleridge y Valéry, el punto de partida de su obra.

Marguerite Yourcenar decía que reconstruir la biblioteca de una persona es una de las mejores formas de recrear su pensamiento. No parece difícil hacerlo con Foster Wallace, cuya obsesión por las anotaciones puede verse en sus ejemplares de Cynthia Ozick, Christina Stead y John Updike. En una especie de horror vacui de ideas, cifras, garabatos, caritas sonrientes y post-it, el autor de La broma infinita enriquecía los originales hasta convertirlos en otra cosa.

Porque en los márgenes no sólo hay palabras. A veces hay un signo al lado de una frase o un dibujo como el que hizo Sylvia Plath en su diario para ilustrar una pesadilla en la que era perseguida por un perrito caliente y una nube de caramelo, o las cucarachas que garabateó Nabokov en la primera página de La metamorfosis, o el hombre sentado frente a su escritorio de Kafka, o las flores que hacía Keats en sus manuscritos, o los extraños personajes que esbozaba Samuel Beckett en los cuadernos de Watt, o las caras alargadas de Proust, o los desnudos del periodo insomne de Henry Miller, o los dibujos hilarantes de Kurt Vonnegut, o los que trazaba Ginsberg en sus propios libros, o los de Leonardo da Vinci, o aquel que Bukowski adjuntó en una carta a una revista literaria, o el autorretrato de Borges después de quedarse ciego. Cualquiera de ellos nos sumerge en el inconsciente del que con su lápiz demuestra aquello que dijo Edmond Jabès: "Que todo sea blanco para que todo sea nacimiento".

La imagen que acompaña el artículo corresponde a un dibujo de Nabokov en La metamorfosis de Kafka y apuntes de Walt Whitman


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