Revista Pijao
¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?
¿Es César Aira mejor ensayista que novelista?

Por Jorge Carrión   Foto Noemí Aira

The New York Times (Es)

“Lo difícil es escribir, no escribir bien”, dice César Aira en un fragmento brillante de los muchos fragmentos brillantes que conforman Continuación de ideas diversas, un dietario que es sobre todo una poética. Se puede aprender a escribir bien, prosigue, pero no a escribir, porque “es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida”.

Esa defensa de la literatura que empapa hasta la última célula del escritor es absolutamente romántica. Es raro: vemos fácilmente en la figura de Aira al posmoderno y al neovanguardista, pero difícilmente al romántico. Y no obstante es la silueta del último escritor romántico la que dibuja en sus ensayos, como si la continuidad que Octavio Paz trazó en Los hijos del limo entre el romanticismo y el surrealismo tuviera en el autor de Un episodio en la vida del pintor viajero un epílogo inesperado.

En sus primeros ensayos, los del estricto cambio de siglo, tanto en los monógraficos (Copi, Alejandra Pizarnik, Edward Lear) como en los panorámicos (los muchos microensayos que articula en esa enciclopedia alucinante que es el Diccionario de autores latinoamericanos), Aira creó su canon y su máquina de leer. En esos libros el yo es un lugar de enunciación, no un tema. Pero a partir de 2001, cuando el autor alcanza el medio siglo y publica Cumpleaños —novela claramente autobiográfica—, su ensayismo se vuelve más clásico (más Montaigne) y empieza a tematizar su propia experiencia, su propia poética.

Sus últimos tres títulos —Continuación de ideas diversas, Sobre el arte contemporáneo y Evasión y otros ensayos—, tan incisivos e inteligentes como los anteriores, insisten en escenas de su vida que tienen que ver sobre todo con dos ejes que a veces convergen: la construcción del lector (que opone Kafka o Borges a las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía que leía su padre) y el interés por el arte contemporáneo (Duchamp, Picasso, Dalí).

Y, en paralelo, edifican un búnker, en el que Aira se refugia de la literatura contemporánea, que ataca con furia (“nos quedamos sin buenas novelas”), al tiempo que reivindica la literatura como el espacio en que convergen todos los lenguajes artísticos (“En la novela ha quedado, como resto inasimilable, el sistema entero de las artes, su historia, su arqueología”).

Si Roberto Bolaño, Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas —como antes James Joyce o Jorge Luis Borges— discuten tenazmente en su obra el canon literario, desbrozando en esa discusión el claro en el bosque para instalar la propia tienda de campaña (porque nada hay más provisional que el lugar del escritor), en esos tres libros César Aira va un paso más allá. Crea un panorama de cruces entre la literatura y las artes; y argumenta la superioridad de la literatura en esa red. Se representa, pues, no solo como el último escritor, sino como el último artista.

Y lo hace con mucha gracia. Los tres libros están llenos de chistes. No hay recurso o lenguaje, de hecho, del que no se apropie: literario, periodístico, televisivo, cinematográfico, artístico. Pero en el trasfondo hay un autojustificación constante, como una música triste que contrasta con el festival de la inteligencia y el humor. “¿Qué razón hay para escribir estos vanguardismos que escribo yo?”, leemos. Y nos preguntamos: ¿Cómo reaccionar ante la insistencia de tantos lectores, académicos, escritores, críticos, que hablan —hablamos— una y otra vez de las “novelas buenas” y de las “novelas malas” de don César?

El autor se defiende de muchas maneras, todas agudas: “El problema central y permanente que enfrenta el escritor es el del valor, la calidad de lo que hace”, leemos en Continuación… ¿Cómo escapar de él? Mediante un desplazamiento, responde: “Los libros pueden tener un valor independiente del valor literario de su contenido: el valor del coleccionismo”. Y en Evasión… explica que todos los escritores pueden escribir bien, pero “para escribir mal en cambio el escritor deberá penetrar en esos mecanismos, de modo de poder trabajar en contra de ellos, y si quiere hacerlo necesitará una perspicacia y un empeño heroicos”. Está hablando, por supuesto, de esa colección infinita de libritos que constituye su obra. Y de su heroísmo: es capaz de escribir bien y de escribir mal. Es un gran artesano: il migglior fabbro.

La honestidad obliga, sin embargo, a reconocer una paradoja: las novelas de César Aira son de un nivel desigual, mientras que sus ensayos son todos excelentes. Quizá se deba a que sus novelas ensayan, mientras que sus ensayos no lo hacen. En otras palabras: sus novelas experimentan, prueban, buscan, se equivocan o aciertan, porque avanzan a ciegas, porque son laboratorio; mientras que sus ensayos siempre dan en la diana porque la búsqueda es anterior, mental, las ideas y las defensas y las certezas están decididas de antemano.

La paradoja engendra otra paradoja, todavía más interesante: la final. En muchos momentos, César Aira parece estar hablando de Ricardo Piglia, sin mencionarlo (la ausencia de Aira, de hecho, también late en los tres volúmenes de los diarios de Piglia). Por ejemplo cuando ataca la literatura del Yo, que “pertenece al género dramático, no al narrativo propiamente dicho”. Lo cierto es que tanto uno como el otro han llevado la reflexión sobre la literatura y el diario hasta dos cumbres paralelas. Los diarios de Piglia eran los míticos cuadernos. Los de Aira, son sus novelas, que son ensayos.


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