Revista Pijao
En ‘Autumn’, Karl Ove Knausgård muestra una faz desconocida
En ‘Autumn’, Karl Ove Knausgård muestra una faz desconocida

Por Parul Sehagal   Foto Sam Barker

The New York Times (Es)

¿Cuál es la mejor forma de continuar una novela autobiográfica de seis volúmenes, 3600 páginas, terriblemente indiscreta, que aborda la infidelidad, la automutilación, la eyaculación precoz, el alcoholismo, la atracción hacia la política reaccionaria y la ambivalencia en cuanto a la paternidad?

Si eres Karl Ove Knausgård, autor de Mi lucha, cuya entrega final se publicará el año próximo en inglés, la respuesta es con una carta tan larga como un libro y con un ligero tono de penitencia dirigida a tu hija nonata.

Autumn, el primer libro de una serie que llevará como títulos las estaciones del año y que está dedicado a la cuarta hija de Knausgård, acaba de ser traducido por Ingvild Burkey del noruego. Aunque Mi lucha fue una autobiografía extensa y contundente, además de estar plagada de escándalos (14 miembros de su familia firmaron una carta donde lo denunciaban en un diario de Oslo, uno de ellos amenazó con demandarlo y su esposa tuvo una crisis nerviosa), Autumn es dulce, concisa y circunspecta.

“Deseo mostrarte el mundo tal como es ahora”, le escribe a su hija. “Experimentarás las cosas tú sola y tendrás una vida propia, de modo que, evidentemente, hago esto por mi propio bien: mostrarte el mundo, pequeña, hace que mi vida valga la pena”.

En alguna ocasión, Knausgård afirmó necesitar por lo menos 300 páginas para exponer la verdad más sencilla, pero este libro está narrado en una serie de breves estallidos: 60 ensayos de una longitud no mayor a tres páginas y en cada uno de ellos considera un solo objeto o fenómeno.

Se trata de lo opuesto a la lectura escapista. Knausgård te sumerge en un mundo material, no solo con la elección de temas (manzanas, serpientes, latas de aluminio, rostros), sino con la narración. El autor relata y filosofa a la vez que vacía el lavavajillas, cuece los macarrones, cepilla la cabecita piojosa de una niña. Hay una entrada completa que se desencadena a partir de que a una de sus hijas se le cae un diente y se lo da (no es el primero que se le cae, por lo que ya no hay drama al respecto).

Knausgård se queda ahí sosteniéndolo y preguntándose por qué dejamos de maravillarnos ante la caída de un diente, por qué dejamos de maravillarnos ante el mundo. Esta se convierte en la principal preocupación del libro: restaurar nuestro sentido de sorpresa, rendirnos de nuevo ante el mundo ajeno y lleno de magia, desde la pérdida de un diente hasta las botas de caucho y los trozos endurecidos de goma de mascar (cuyo color grisáceo, forma hemisférica e infinitas hendiduras se asemeja a cerebros encogidos).

Hay fracasos (el retrete, dice entusiasmado, es el cisne del cuarto de baño), pero son menos de los que podría esperarse. Simone Weil escribió que “la atención llevada a su punto más alto equivale a la plegaria” y eso es lo que sucede en este libro. La caída de un diente, la goma de mascar, todo se vuelve noble, casi sagrado ante la mirada paciente y contemplativa de Knausgård. El mundo se percibe renovado.

Al inicio, los temas parecen una mezcla de lo ordinario, lo sagrado y lo profano. Pero luego surge un patrón. La mayor parte de las entradas abordan los límites donde termina el cuerpo y comienza el mundo. Knausgård habla de los botones y de cómo los utilizamos a diario de forma ritual para aislarnos del resto del mundo.

Las moscas despiertan su imaginación debido a que están llenas de papilas gustativas: “Cuando todo aquello contra lo que se frotan también tiene un sabor, debe ser difícil para ellas distinguir entre lo que son y lo que es el mundo”. De alguna manera, lo mismo sucede con los niños, escribe en páginas anteriores, quienes “no observan el mundo, no contemplan el mundo, sino que están tan inmersos en él que no distinguen entre ellos y el mundo”.

Este es el tipo de relación que ansía tener con el universo: cercana y sin mediadores. “En la naturaleza no hay marcos, todas las cosas y los fenómenos se funden entre sí”, escribe. En una escena, la hija de Knausgård vomita sobre él en el metro: “El hedor inundó mis fosas nasales y el vómito escurría lentamente de mi chaqueta, pero no era desagradable ni incómodo; por el contrario, me pareció refrescante. La razón era sencilla: la amaba y la fuerza de ese amor no permite que nada se interponga, ni lo feo ni lo desagradable ni lo asqueroso ni lo horroroso”.

Se trata de un bautizo con vómito y aquí vemos la afinidad del autor con todo lo que encuentra, desde un tejón tambaleándose por el camino hasta una liendre mientras cepilla el cabello de su hija: una criaturita plateada parada sobre un trozo de papel, que parece un tanto asombrada”.

Son cosas bastante sagradas, tan incansablemente “buenas” que he comenzado a inquietarme. Knausgård nos dice que desea renovar al mundo pero ¿qué mundo es este si no hay nada más atemorizante que una avispa? No es el mundo en el que ha vivido Knausgård y que nos mostró en Mi lucha: el ogro de su padre, la ansiedad que le provoca la masculinidad, su obsesión con la masacre del 2011 en la isla de Utoya en Noruega cuando un nacionalista de extrema derecha asesinó a 69 personas, en su mayoría adolescentes.

Es extraño ver a Knausgård jugando a lo seguro. El libro apesta a buen gusto y a límites apropiados (con excepción de un par de oraciones entusiastas sobre el sexo oral). Se rehúsa a adentrarse en las sombras. Todos los retratos familiares en esta ocasión son dignos de compartirse en Instagram.

Me hizo falta la temeridad del resto de sus libros, su nula disposición a suavizar “lo feo y lo desagradable”, su oceánico sentido de los peligros de la vida y su imprevisibilidad. En cambio, en Autumn, Knausgård nos mantiene en la orilla. Las conchas que nos da a contemplar son intrincadas, atractivas y hermosas; es un libro lleno de maravillas. Pero no es, aún, la historia completa.


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